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Armando Durán / Laberintos: ¿Hacia la normalización política en Venezuela?

   (Tercera y última entrega de la serie sobre el origen de la crisis venezolana)

 

Advertencia. En la elección presidencial del 3 de diciembre de 2006, con una participación de 74 por ciento del electorado, Hugo Chávez obtuvo poco más de 62 por ciento de los votos emitidos y Manuel Rosales casi 37 por ciento. Es decir, lo que estaba previsto. Con una novedad: Rosales no esperó a que las autoridades electorales anunciaran el resultado oficial de la votación para reconocer su derrota. Esa prisa despertó todo tipo de suspicacias, incluso en su equipo de campaña. ¿Qué diablos estaba ocurriendo?

 

La verdad es que para Chávez, tan importante como ganar, era que el candidato derrotado reconociera su derrota cuanto antes. Este reconocimiento constituía la pieza clave para hacer creíble la pretensión de que su tercer período presidencial tenía un indiscutible origen democrático. Esta era el aspecto central de su estrategia para repetir en Venezuela la experiencia socialista cubana, pero sin romper en ningún momento los hilos del orden constitucional. Es decir, darle a su régimen carta de identidad políticamente honorable porque su existencia se sustentaba en los estrictos protocolos de la democracia política que se proponía borrar de la faz de Venezuela.

 

Años antes, Chávez conquistó el poder porque se apartó a tiempo del camino de la lucha armada y asumió la prudente vía para conquistar el poder en diciembre de 1998 y para dar ahora su gran salto hacia la conformación de un gobierno autocrático, socialista y antiimperialista estable, sin recurrir a la violencia. A fin de cuentas, ese su extraordinario aporte a la causa de la revolución socialista en América Latina. Misteriosamente, esa elección también sirvió para consolidar la muy fructífera relación de complicidad entre el régimen y buena parte de la dirigencia opositora.

 

Sobre este maridaje contra natura de beneficios compartidos se ha sustentado hasta el día de hoy, en medio de la mayor crisis que registra la historia de América Latina y a pesar de aquella impactante y a todas luces olvidada hoja de ruta del cese de la usurpación, el inexplicable proceso de “normalización” política en Venezuela.

 

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Tres objetivos perseguía Hugo Chávez el 3 de diciembre de 2006. El primero era, por supuesto, ganar. Pero no por cuatro votos, mucho menos a la mexicana, sino por una amplia mayoría. Los famosos “10 millones de votos por el buche” de la propaganda de su (aunque solo obtuvo algo más de 7 millones), para que no surgiese la menor sospecha sobre el carácter abrumador de su liderazgo. En segundo lugar, conseguir que la oposición reconociera los resultados oficiales de la votación, por abultados que fueran, un hecho que legitimaría tanto el origen democrático de su Presidencia, como la pulcra transparencia del hasta entonces cuestionado sistema electoral venezolano. Por último, propiciar el advenimiento de una oposición dialogante, alejada para siempre de los atajos de la desestabilización y el golpismo, paso imprescindible para crear la ilusión de que en Venezuela reinaba un clima de paz y armonía de tal magnitud, que su gran salto hacia el socialismo a la manera venezolana sería a su vez el fruto aparente de un gran diálogo nacional sobre la estructura del nuevo Estado y de la sociedad futura.

 

A la luz de lo ocurrido, uno tiene la impresión de que Chávez se salió con la suya. Nadie puede ahora poner en duda que su gobierno sea democrático, que en el marco de esa certidumbre, avalada por el reconocimiento opositor de su victoria, la realidad electoral también entraña un mandato popular para sustituir el capitalismo por el socialismo, y que en esa transformación, indiscutiblemente revolucionaria pero sin necesidad de recurrir a la violencia para tomar el poder ni al terror para conservarlo, la oposición, en su papel de oposición, muy poco tendrá que decir.

 

No obstante, según los voceros más calificados del comando de campaña de Manuel Rosales, los resultados electorales de hace ocho días constituyeron una decisiva victoria política de la oposición. Entre otras razones, porque demuestran que, a pesar del revés electoral, la oposición al fin se ha consolidado en torno de un liderazgo unificador y porque la decisión del pueblo opositor de participar masivamente en el juego electoral es prueba muy palpable de la madurez política alcanzada por los venezolanos para enfrentar, también democráticamente, el reto que representa Chávez.

 

Confieso que no entiendo muy bien el sentido de este razonamiento. Deja de lado, por ejemplo, que Chávez, a pesar de la insuficiencia de su gestión presidencial, tras ocho años en Miraflores, en lugar de perder popularidad la haya incrementado, y que el comportamiento electoral de la oposición, con todo lo importante y exitosa que pueda haber sido la campaña de Rosales, arrojó resultados menores a los alcanzados por Henrique Salas Roemer en las elecciones de 1988 y por el Sí opositor en el referéndum revocatorio del 15 de agosto de 2004. Y lo que es más relevante aun, pasa por alto que Chávez impuso su verdad y hoy puede jactarse ante la comunidad internacional de que su gobierno es impecablemente democrático y que, mírese como se quiera, los cambios que se avecinan en Venezuela serán el fruto natural de la voluntad popular expresada libremente en las urnas de 3 de diciembre.

 

El 2 de febrero, en el Teatro Teresa Carreño, cuando Chávez aprovechó la celebración del séptimo aniversario de su ascensión al poder para dar inicio anticipado a su campaña por la reelección, se refirió directamente a la abstención como el principal obstáculo que debía superar para alcanzar esa triple meta de satisfacción plena. Era necesario, le dijo ese día a sus partidarios, evitar por todos los medios que la masiva abstención (en las elecciones parlamentarias) del 4 de diciembre del año anterior se repitiera en la elección presidencial (por venir). Ese era el verdadero peligro que asediaba al régimen y la causa que lo llevó a amenazar a la oposición, si insistía en su no participación, con sustituir la elección presidencial del 3 de diciembre por un referéndum consultivo sobre su permanencia indefinida en la Presidencia de la República. El tema era sencillamente prioritario. De ninguna manera estaba Chávez dispuesto a medirse en solitario con la abstención como único contendiente.

 

La auditoría (de las máquinas capta huellas) realizada el 23 de noviembre de 2005 había puesto al descubierto la existencia de un programa oculto, el archivo denominado MTE, que vinculaba la secuencia de los votos emitidos con la identidad de los electores. Hasta Jorge Rodríguez (artífice de la victoria de Chávez en el referéndum revocatorio de su mandato celebrado el año anterior y ahora presidente del Consejo Nacional Electoral) tuvo que admitir la presencia anticonstitucional de este dispositivo electrónico y ordenó prescindir de las máquinas de la discordia. De todos modos, pocos días después, la presión de la calle obligó a los partidos opositores a retirar sus candidatos. El régimen se vio forzado a celebrar las elecciones parlamentarias sin máquinas capta huellas y sin candidatos de la oposición, y la abstención se convirtió en la otra e inevitable cara de la “lucha” por las condiciones electorales: o el CNE las modificaba, o la oposición no presentaría candidato presidencial. A diez meses del 3 de diciembre, el conflicto político no era entre Chávez y la oposición, sino entre la oposición y el fraude oficialista por una parte, y entre Chávez y la abstención por el otro. En una cuestión de fondo sí coincidían Chávez y los dirigentes de la oposición. Ambos estaban resueltos a derrotar la abstención. Y eso fue lo que hicieron.

 

Para algunos venezolanos se trató de un acto de complicidad entre el régimen y estos dirigentes opositores, cocinado por José Vicente Rangel (entonces vicepresidente ejecutivo de la República y principal asesor político venezolano de Chávez) en las penumbras de La Viñeta (residencia oficial del vicepresidente). Para otros fueron simples imposiciones prácticas de la política. Lo que cuenta es que aunque el CNE no introdujo cambios substanciales en el sistema electoral y a pesar de que rechazó la oferta presentada por las universidades Central de Venezuela, Católica Andrés Bello y Simón Bolívar (las más prestigiosas del país) de realizar una depuración del Registro Electoral Permanente para despojarlo de sus groseras perversiones, gradualmente, la oposición fue dejando de lado el tema de las condiciones electorales para poner todo el énfasis de sus actividades en la selección de un candidato presidencial y prepararse para participar en la elección del 3 de diciembre. Gracias a ello, Chávez alcanzó sus propósitos. Gracias a ello también, argumentan los partidarios de haber adoptado esta posición, por primera vez la oposición venezolana a Chávez existe como bloque y por primera vez está en condiciones de derrotarlo electoralmente, aunque para ello haya que esperar hasta las elecciones del año 2012.

 

Estos cálculos políticos de la oposición tendrían validez si en Venezuela viviéramos en democracia, pero mucho me temo que esa no es la naturaleza del actual proceso político venezolano. Chávez nunca ha ocultado lo que él entiende como democracia verdadera. Hace algunos meses, desde La Habana, señaló que Cuba es democrática. Más aún, que la única democracia posible es la democracia socialista. Días antes de las elecciones del 3 de diciembre nos lo recordó. Sólo la igualdad que se desprende del socialismo da lugar a una auténtica democracia. De ahí que el debate político en la Venezuela de hoy nada tenga que ver (tampoco la tiene ahora, en mayo de 2020) con la definición de lo que será el nuevo Estado, ya que para Chávez y para el régimen eso no tiene discusión, mucho menos sobre las políticas públicas a poner en marcha, sino sobre los procedimientos para adaptar a la realidad venezolana los principios del socialismo y las especificidades de lo que el propio Chávez ha llamado la vía venezolana al socialismo. Aunque desde el primer momento todos sabemos que el socialismo a la cubana es el rumbo prefijado del proceso político venezolano. Así como sabemos que Chávez, reelecto, al fin se sentirá en condiciones de emprender el sin retorno: del partido único, la nuevas relaciones económicas y sociales, incluyendo el espinoso tema de la educación, de acuerdo con la reorientación ideológico del país, su permanencia vitalicia en el poder como jefe de Estado y de Gobierno, Comandante en Jefe de la Fuerza Armada Nacional y Revolucionaria, y Secretario General del partido único, y la expansión de su proyecto hacia el resto del continente por los senderos que conduzcan a una integración regional financiada por la riqueza petrolera venezolana, bajo su liderazgo y con su ideología.

 

¿Habrán comprendido los felices dirigentes políticos de la oposición que el diálogo y la concertación a que ellos esperan ser pronto convocados tendrán como finalidad única formalizar las coordenadas de esta ruta? ¿O creen de veras que sus propuestas sobre la reducción del período presidencial a cuatro años, la defensa a ultranza del derecho de propiedad o la libertad de la educación serán tomadas en cuenta? ¿No se han adaptado aun a la idea de que la celebración de la elección del 3 de diciembre y los resultados anunciados por el Consejo Nacional Electoral lo que en definitiva indican es que Venezuela, ocho años después, por fin se aproxima a ese estado “perfecto” de normalización política, que en este caso significa democracia socialista y revolucionaria, sin oposición verdadera, y que dentro de este esquema el papel previsto para la oposición es estar ahí, adornando los salones, y nada, absolutamente nada más? ¿Acaso no es eso lo que les advirtió José Vicente Rangel en su columna del pasado viernes, cuando se preguntó si la oposición “podrá desechar tantos mitos tramposos y ajustarse a la realidad”?

 

 

 

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