Armando Durán / Laberintos: La política en tiempos de coronavirus
La información es que desde la abrupta aparición del covid-19 en la ciudad china de Wuhan, el coronavirus ha contaminado a más de 200 mil personas en 140 países. Una pandemia de fulminantes y letales efectos que, al no disponerse de recursos materiales y científicos suficientes para atajar sus efectos adecuadamente, condena al confinamiento general de la población en todo el mundo, situación que hace apenas un par de meses nadie podía haber presumido. Los técnicos llaman a este forzado mecanismo defensivo cuarentena y distanciamiento social (para eso y poco más sirven los eufemismos), cuando ese aislamiento inhumano de los ciudadanos en realidad es el único recurso disponible por ahora para impedir que a corto o mediano esta pandemia provoque una catástrofe de magnitud apocalíptica.
En 1992, la editorial Free Press publicó El fin de la historia y el último hombre, del profesor Francis Fukuyama. La tesis del libro, extremadamente controversial, era que el fin de la Guerra Fría, consecuencia natural del derrumbe del muro de Berlín y la desintegración de la Unión Soviética y del “bloque socialista”, decretaba el fin de las ideologías. A partir de esta premisa, y a la que le da a las ideologías el valor de ser el motor de la historia, al perder las ideologías su razón de ser, también muere la historia.
Por supuesto, la historia no murió entonces. Ni siquiera murió la política. De la misma manera que el fin de la Segunda Guerra Mundial solo determinó el final de una etapa histórica y el comienzo de otra, el fin de la Guerra Fría, al clausurar la lucha ideológica, propició el inicio de lo que ahora tenemos entre manos, el fin de la política como se entendía antes, y la instalación a nivel planetario, incluso en la Rusia de después de la Unión Soviética y de China después de la revolución cultural maoísta, del reino de una democracia liberal desprovista de fundamentos éticos y hasta de pretensiones demagógicas. A ello se debe que la práctica política haya reducido sus alcances a sus aspecto más pragmáticos y oportunistas, que a su vez han impulsado un proceso de globalización de la vida sometida al imperio exclusivo de los resultados económicos, al margen por completo de conceptos tan esenciales como el bien común o el bienestar social, y la aparición, ¿inevitable?, de un terrorismo que teñido de radicalismo religioso ha terminado siendo, por primera vez en la historia, terrorismo internacional.
Como quiera que se mire, eso es lo que hemos visto y sufrido todos estos años, cada día más conscientes de que la verdadera víctima del fin de la Guerra Fría no fue por supuesto la historia, sino la práctica política tal como se venía oficiando en el mundo desde el triunfo de la revolución francesa y el fin de ese “equilibrio del terror” entre la URSS y Estados Unidos que, como paradójico pero eficiente remedio para enfrentar con éxito la amenaza atroz de un auténtico holocausto nuclear durante la segunda posguerra mundial, le había garantizado a la humanidad un futuro de relativa paz y seguridad. Ahora, con idéntica sorpresa a la que sentimos el 25 de noviembre de 1989 al seguir en vivo y en directo al pueblo de Berlín sepultar bajo los escombros del infame muro y en unas pocas horas más de 70 años de implacable imperio soviético, quizá debemos hacernos otra pregunta, mucho más apremiante: ¿completará este coronavirus que de pronto nos obliga a esperar cada día lo imposible la no cumplida tesis del profesor Fukuyama? ¿Será que ahora sí, este virus mortal le pondrá fin a la historia?
Desde esta perspectiva nuestro presente se presenta como una lúgubre réplica de aquella danza de la muerte que apagó la vida de Europa en el momento más oscuro de su Edad Media. Una duda sombría que nos transmite una interrogante angustiosa. ¿Qué nos depara el día de mañana? Por lo pronto, y eso no está nada mal, el virus parece haber silenciado las voces de la política profesional. Al menos por ahora, es posible pensar que la política, como mero instrumento de ambiciones personales, parece haber muerto, víctima del coronavirus. Esta realidad se palpa en Venezuela, el reducido universo donde vivo, hundido desde años en el abismo de una crisis humanitaria sin remedio aparente a la vida. Una verdad que se ha hecho todavía más abrumadora por culpa del coronavirus, y nos hace pensar que, tal vez, el discurso de los diversos factores de poder ha perdido todo su sentido y condena a sus protagonistas a una mudez muy bienvenida. Si a lo largo de estos penosos años de crisis las palabras de unos y otros han perdido hasta su sentido, quizá las palabras que los políticos de oficio repiten infructuosamente desde años, a partir de ahora no las escuchará nadie. Como si el coronavirus, es decir, el miedo a contagiarse, haya comenzado a poner muchas cosas en el lugar que realmente les corresponde. A la política y a la acción de los políticos en primer lugar.
Precisamente sobre este tema de vivir esta pandemia, de sobrevivir a la amenaza del contagio y el no saber en qué cambiará la existencia del ciudadano de a pie, la editorial española Salamandra acaba de anunciar que este jueves publicará en formato digital En tiempos de contagio, del escritor italiano Paolo Giordano, quien hace 12 años ganó el muy importante Premio Strega con su primera, novela La soledad de los números primos, que resultó ser un impresionante superventas en toda Europa. Según afirma Giordano, se trata de un “libro insólito en un momento insólito.” En sus páginas, anticipa en declaraciones a la prensa, recoge la experiencia de su vivir día a día en ese norte de Italia donde nació y donde todavía vive, mientras el virus avanzaba y se convertía en plaga. Según extractos del libro que he leído en su edición de hoy martes de El País de Madrid, Galeano confiesa que no teme caer enfermo, sino de “descubrir que el andamiaje de la civilización que conozco es un castillo de naipes. De que todo se derrumbe, pero también de que el miedo pase en vano, sin dejar ningún cambio tras de sí.” Un doble temor y un desconcierto ineludible, que en la Venezuela de hoy en día, a medida que pasan los días y el contagio se extiende, se hace más apremiante y muchísimo más palpable.