Armando Durán / Laberintos: ¿Se acaba en Cuba el sueño de la revolución?
¿Hasta dónde llegarán los cambios que anuncia el texto de la nueva constitución cubana, aprobado el pasado domingo por la Asamblea del Poder Popular?
Resulta prematuro adentrarse en un laberinto de posibles conjeturas, pero dos hechos permiten presumir que en Cuba se avecina un significativo cambio de rumbo en el proceso político de la isla y de América Latina. Por una parte, acaba de celebrarse en La Habana la XXIV reunión plenaria del Foro de Sao Paulo, iniciativa que en 1990 promovieron Fidel Castro y Luiz Inácio Lula da Silva como salvavidas de la izquierda revolucionaria regional para sobrevivir a los efectos potencialmente devastadores del estrepitoso derrumbe del muro de Berlín. Yoani Sánchez, implacable cronista de la realidad cubana, señala en su diario digital 14 y medio que el evento tuvo todos los ingredientes de un entierro. “Solo faltó”, señala con agudo ingenio caribeño, “la música fúnebre, los crespones negros y los sollozos.”
Por otra parte, este 22 de julio, al alzar sus brazos los 600 miembros del parlamento cubano para aprobar por unanimidad el contenido de la futura constitucional nacional, proyecto elaborado bajo la dirección personal del general de ejército Raúl Castro Ruz, los parlamentarios les dijeron a quienes quieran escucharlos que sí, que el régimen tiene muy en cuenta que más allá de una simple actualización del sistema, lo que se ha decidido es hacer cambios de fondo en el proyecto revolucionario de Fidel Castro. Un hecho que reviste enorme importancia, porque la nueva constitución incluye trasformaciones que afectan directamente la esencia de la rígida estructura estalinista que establecía la constitución de 1976, todavía vigente, pero ya moribunda.
La primera de estas reformas del “raulismo” modifica el fondo ideológico que le ha servido de sustento a la vida cubana desde hace décadas, al arrebatársele al Estado el objetivo de hacer avanzar la transición socialista hacia el comunismo como etapa final inevitable del proceso revolucionario. En otras palabras, que si bien la nueva constitución persiste en reconocer al Partido Comunista de Cuba como órgano supremo del poder en Cuba y le encomienda, igual que hacía en el texto constitucional de 1976, la tarea de organizar y orientar “los esfuerzos comunes hacia los altos fines de la construcción del socialismo”, suprime la obligada conclusión marxista-leninista que se hacía entonces, según la cual la finalidad del socialismo es hacer avanzar al país “hacia la sociedad comunista.” Misión que en definitiva justificaba, y ahora no lo hace, el uso del calificativo Comunista para identificar al partido y definir, de manera categórica, la ideología reguladora de la vida en Cuba. En este sentido, vale la pena citar un párrafo de la interpretación oficial de este cambio, publicada en la edición del diario Granma correspondiente al lunes 23 de julio: Este proyecto de constitución “reafirma el carácter socialista de muestro sistema político, económico y social, así como el papel rector del Partido Comunista de Cuba, y mantiene como principios esenciales la propiedad socialista de todo el pueblo sobre los medios de producción fundamentales y la planificación…”, pero añade, y esto es lo que importa, “el reconocimiento del papel del mercado y de nuevas formas de propiedad no estatal, incluida la privada.” O sea, que la nueva constitución le niega al proceso revolucionario, de manera expresa, lo que hasta este instante era su razón de ser.
Complemento de esta decisión inaudita es el hecho de que la nueva constitución extirpa de un solo plumazo la concentración absoluta del poder en las manos de un solo hombre, las de Fidel Castro desde 1959 hasta hace 10 años, y en las de su hermano Raúl desde entonces. De acuerdo con la nueva constitución, Cuba contará a partir de ahora con un primer ministro con función de presidente del Consejo de Ministros y Jefe del Gobierno, al presidente de la República se le reducen sus funciones a las de un Jefe de Estado en la versión de las monarquías y repúblicas europeas con sistema parlamentario y al presidente de la Asamblea del Poder Popular se le asigna la Presidencia del Consejo de Estado, cargo que hasta ahora también le correspondía al presidente de la República. Se trata de una radical descentralización del poder unipersonal y totalitario que han ostentado los hermanos Castro desde 1959 y de sustituirlo por una suerte de jefatura colegiada, con Raúl aún como árbitro indiscutible, pero que anticipa una organización muy distinta de la cúpula del poder en la Cuba que vendrá cuando la biología termine de hacer de las suyas.
Un poco de historia
Es oportuno recordar en este punto que la revolución dirigida por Fidel Castro ha estremecido hasta el día de hoy el subsuelo de Cuba y del resto de América Latina desde el primer día, hasta el extremo de que podamos afirmar que el primero de enero de 1959, con el triunfo de la insurrección contra la dictadura militar de Fulgencio Batista, se inició un turbulento momento histórico para la región, que ahora, quizá, puede que esté a punto de terminar del todo. También debemos recordar que al comenzar aquella incierta década de los años cincuenta, el colombiano Germán Arciniegas había paseado su mirada por la geografía de América Latina y llegó a la triste conclusión de que los latinoamericanos de su tiempo estaban condenados a vivir, precariamente, “entre la libertad y el miedo”, dilema que le sirvió para titular su clásico libro sobre el tema.
Se refería Arciniegas, por supuesto, a la palpable contradicción existente entre las dos únicas opciones políticas posibles y reales del momento, democracia o dictadura. De un lado, el modelo representado por militares con entorchados de opereta y una concepción cuartelaría y vulgar del poder; del otro, movimientos políticos más o menos modernos, vagamente nacionalistas, algunos de ellos con fundamentos ideológicos que hundían sus raíces en un nostálgico socialismo utópico, pero cuyos objetivos se limitaban a proponer el establecimiento de regímenes formalmente democráticos. Hasta ahí, y sólo hasta ahí, llegaba entonces la romántica impaciencia rebelde del hombre de acción latinoamericano. Derrocar a Trujillo, a Batista, a Somoza, a Pérez Jiménez, a Odría, a Stroessner. Derrocarlos y reemplazarlos por gobiernos civiles de origen electoral, con sufragio universal, libertad de prensa y una justicia social retóricamente igualitaria pero nunca muy bien definida, que en ningún caso iba más allá de una simple declaración de buenas intenciones.
Puede decirse, pues, que al estallar la revolución cubana, la ilusión de un auténtico cambio en América Latina había terminado por diluirse casi por completo en la hojarasca del modesto propósito de sustituir los gobiernos militares que asfixiaban a la región por gobiernos respetuosos de los derechos políticos del hombre, sobriedad ideológica que en el fondo equivalía a un retroceso doctrinario hasta los tiempos de las revoluciones americana y francesa. Si tenemos en cuenta la aparición de movimientos políticos radicales en Asia y África a partir de 1945, el estallido de la Guerra Fría y el temor cierto al estallido en cualquier momento de una catástrofe nuclear, debemos admitir que esta aspiración latinoamericana era exageradamente tímida, aunque perfectamente válida y suficiente para la inmensa mayoría de las naciones de la región, sumidas, sin remedio aparente, en la oscuridad de atroces dictaduras militares.
Esta realidad hacía que, al iniciarse el año 1959, nadie incluyera en sus cálculos sobre el porvenir político de Cuba y de la región las traumáticas consecuencias, muchas de ellas irreversibles, que generaría en toda América Latina el ejemplo de la revolución cubana. Dentro del marco teórico que comenzaba a concebirse en Washington por aquellos días, los barbudos de la Sierra Maestra, transmutados de la noche a la mañana en gobierno revolucionario, apenas constituían una expresión más o menos folklórica de la subdesarrollada cultura política latinoamericana y nadie los percibía como un serio riesgo para la naciente estabilidad política regional. Los derrocamientos de Juan Domingo Perón y Manuel Odría en 1956, y de Marcos Pérez Jiménez en 1958, sin que en Argentina, Perú y Venezuela se produjeran turbulencias internas que pusieran en peligro el orden político y las relaciones de Washington con América Latina en el conflictivo marco de la Guerra Fría, hacían natural la cómoda tendencia a ubicar a Fidel Castro, al margen de los recelos que suscitaban en la Casa Blanca sus excentricidades y del rechazo general que causó en todo el mundo occidental la aplicación de una justicia “revolucionaria” entendida como exterminio físico del enemigo político, en el mismo espacio que de repente ocupaban tres importantes dirigentes democráticos latinoamericanos al conquistar electoralmente la Presidencia de sus países, Rómulo Betancourt en Venezuela, Arturo Frondizi en Argentina y Alberto Lleras Camargo en Colombia, mientras que otros, Janio Quadros en Brasil, Fernando Belaúnde Terry en Perú y Eduardo Frei Montalva en Chile, estaban a un paso de lograrlo.
Estas buenas noticias incluían la certeza de que ningún dirigente político con opción de poder real en América Latina pensara siquiera en la posibilidad de romper los equilibrios y la contención política que limitaban las posibles acciones políticas latinoamericanas a lo exclusivamente aceptado por Washington. Un conformismo que le concedía a los latinoamericanos poder pensar en un futuro político diferente, todo lo mediatizado que se quisiera, pero cambio, al fin y al cabo, real y factible. En realidad, esta parecía ser la única forma de construir en América Latina una sociedad distinta, aunque los condicionamientos interpuestos por Estados Unidos obligaban a las fuerzas democráticas del continente a confinar sus aspiraciones a satisfacciones muy exiguas, incluso para el pensamiento discretamente reformista de la época. Los dirigentes políticos latinoamericanos sencillamente entendían que a cambio de sacrificar sus proyectos más ambiciosos, si emprendían este rodeo de prudencia y buena conducta pública, al final alcanzarían un destino al menos formalmente democrático para sus naciones.
Muy pronto, sin embargo, lo que ocurría en Cuba, en lugar de dar nacimiento a una democracia más o menos negociada, como sucedía en otras naciones del continente, el derrocamiento de la dictadura militar de Batista se convirtió de repente en una revolución que dejaba muy atrás sus simpáticas características de estallido popular con aires de romanticismo garibaldino y le presentaba a los cubanos y al gobierno de Estados Unidos, a sólo 90 millas de su territorio, el desafío de una revolución socialista y antiimperialista, que además, desde el primer momento, se entregó de lleno a la tarea subversiva de exportar su ideología y sus métodos de lucha violentos.
Las actividades que desarrollaron Cuba y la izquierda latinoamericana a partir de 1959 ponen de relieve que, si 10 años más tarde, en el París de1968, la juventud francesa podía reclamar con romántico entusiasmo todo el poder para la imaginación, en América Latina, al concluir la década de los años cincuenta, el triunfo material de la insurrección contra Batista le ofrecía a la juventud latinoamericana la posibilidad de soñar con la demolición de los muros que la experiencia histórica, el oportunismo de sus élites y la corrupción intelectual de su dirigencia política habían contribuido a levantar como barreras infranqueables de cualquier cambio social revolucionario.
La toma del poder por Fidel Castro en Cuba, que muy pronto iba a retar a Estados Unidos hasta con el holocausto nuclear, y la adopción en América Latina de la radical tesis guevarista del “foquismo” como método de acción revolucionaria para abolir a punta de pistola la dogmática exigencia leninista de las condiciones objetivas, quemar en ese atajo heterodoxo largas etapas de todo proyecto insurreccional y acelerar al máximo la toma del poder por la vía fulminante de la lucha armada, todo ello basado exclusivamente en condiciones subjetivas, incendió desde 1959 la vasta pradera latinoamericana. En esta encrucijada excepcional del proceso político regional, aquel dilema con que Arciniegas resumía las angustias de la región antes de 1959, democracia o dictadura, pasaba a ser de pronto otra disyuntiva, mucho más inquietante y peligrosa: democracia burguesa o revolución socialista. Desde entonces, hasta hace bien poco, este era el gran dilema latinoamericano.
El fin del sueño revolucionario
Todo cambia ahora en Cuba y en América Latina.
En su mensaje a los revolucionarios de América Latina, África y Asia que participaban en la Conferencia Tricontinental reunida en La Habana en enero de 1966, Ernesto “Che” Guevara, ya fuera de Cuba para siempre, les expresó el deseo que resumía para él la estrategia a seguir por la izquierda revolucionaria en el tercer mundo: “Si dos, tres, muchos Vietnams florecieran en la superficie del globo...” La muerte del guerrillero argentino en el altiplano boliviano, el derrocamiento de Salvador Allende, la aparición de feroces dictaduras militares guiadas por el concepto de “seguridad nacional” en el marco de la guerra contra la expansión internacional del comunismo en su modalidad cubana, las intervenciones militares de Estados Unidos en Panamá y Grenada, fueron algunos de los sucesos que fueron borrando de la conciencia cubana el ambicioso proyecto de llevar la revolución a todo el continente. Hasta que al fin la realidad le hizo ver al régimen cubano la conveniencia de desplazar sus afanes guerreros en otras direcciones. En este caso, hacia el lejano escenario africano.
No obstante, en Cuba no se dejó de pensar en la ilusión de ampliar la esfera de su influencia en el sur del continente. Dos sobresaltos inesperados, el derrumbe del muro de Berlín y la desintegración de la Unión Soviética y del llamado “bloque socialista”, obligaron a los gobernantes cubanos a imponerle a sus ciudadanos los rigores del “período especial”, como valoró Fidel Castro la necesidad de reducir la precaria calidad de vida del cubano a niveles de crudeza extrema, y a admitir la conveniencia de un cambio, al menos táctico, en sus relaciones con el resto del mundo, especialmente con los gobiernos de América Latina, los únicos apoyos a los que ahora podría aspirar. De ahí que desde la primera Cumbre Iberoamericana, celebrada en septiembre de 1991 en la ciudad mexicana de Guadalajara, con el apoyo de los gobiernos de Carlos Andrés Pérez, César Gaviria, Carlos Salinas de Gortari y Felipe González, Fidel Castro aprovechó la circunstancia de que aquella era la primera vez que se celebraba una reunión de esa envergadura sin la presencia de Estados Unidos, para intentar reinsertar a la Cuba revolucionaria en la comunidad latinoamericana. En otras palabras, que las circunstancias exigían a Cuba olvidarse ahora de lo que había empezado a hacer 32 años para subvertir el orden político, democrático o no, en la región.
Una vez más, sin embargo, la suerte le fue propicia a Fidel Castro. Mientras avanzaba por ese tortuoso camino de tragar en seco, hacer cicatrizar viejas heridas y conquistar un grado mínimo de respetabilidad, se produjo la victoria de Hugo Chávez en las elecciones venezolanas de diciembre de 1998. De allí surgiría una alianza natural entre La Habana y Caracas que desde entonces, y durante muchísimos años, dominaría la escena política latinoamericana. Y así, con el apoyo financiero de la Venezuela chavista se fortaleció de manera muy notable el Foro de Sao Paulo y Fidel Castro recuperó de golpe y porrazo su liderazgo revolucionario, ahora no por la vía estrecha y fracasada de la lucha armada, sino por el exitoso camino que mostraba la experiencia venezolana: circunvalación electoral para tomar el poder pacífica y democráticamente, redacción de nuevas constituciones para definir un nuevo modo de gobierno; la continuidad de los gobernantes en el poder sin necesidad de violentar las formalidades de la democracia representativa; adopción de políticas económicas al margen de las voluntades de Washington y de la comunidad financiera internacional, y una política exterior de alianzas regionales y subregionales para fortalecer el crecimiento de esta revolución socialista, contraria a los intereses estratégicos de Estados Unidos en la región.
Gracias a esta nueva realidad, el dúo Castro-Chávez logró acumular en muy poco tiempo victorias tan importantes como las de Lula da Silva en Brasil, Rafael Correa en Ecuador, Evo Morales en Bolivia, Daniel Ortega de vuelta en Nicaragua, la deriva hacia la izquierda de los Kirchner en Argentina y los triunfos más moderados pero suficientes de los socialistas uruguayos y chilenos. Fue, sin la menor duda, el renacer de un sueño que Fidel Castro y sus lugartenientes daban por perdido para siempre. Claramente distinto al sueño que alimentó y le dio vida a la subversión latinoamericana de los años sesenta y setenta, porque como advirtió Fidel Castro en un acto celebrado en la caraqueña Universidad Central de Venezuela cuando la toma de posesión de Chávez en febrero de 1999, no se le podía pedir al nuevo presidente venezolano que hiciera ahora lo que él había hecho 40 años antes, porque las circunstancias eran otras. Los objetivos de una y otra revolución, sin embargo, eran los mismos, aunque el camino para conseguirlos fuera distinto. Paso a paso, gradualmente y por otros medios, entre Castro y Chávez, le dieron a la realidad política latinoamericana un vuelco que parecía no tener vuelta atrás.
Sin embargo, poco duró esta alegría. La muerte de Chávez en 2013, la crisis financiera mundial de 2008, el impacto de aquella catástrofe en los precios internacionales del petróleo y la crisis general del proyecto chavista tras años de despilfarro y pésima gestión del gobierno “bolivariano”, hundieron a Venezuela en un abismo de miseria que afectó directamente a sus aliados continentales. Tanto, que a Raúl Castro no le quedó más remedio que hacer las paces con su enemigo del norte y buscar en Washington, antes de que fuera demasiado tarde, acercarse al presidente Barack Obama, otro posible salvador extranjero del régimen cubano.
Mientras tanto, en Brasil, el Congreso destituía a la presidenta Dilma Rousseff y Lula da Silva iba a parar en prisión, un duro y mortal doble golpe al Foro de Sao Paulo. Por otra parte, el ALBA, ya sin el apoyo financiero de una Venezuela empobrecida y convertida por su rotundo fracaso en el ejemplo a no seguir, languidecía a velocidad de vértigo. En el cono sur, el poder del peronismo de los Kirchner se desvaneció con el triunfo Mauricio Macri, un mediático empresario de ideología liberal. En Chile, otro empresario exitoso, Sebastían Piñera, recuperaba el poder de manos de la socialista Michelle Bachelet. En Ecuador, Lenin Moreno, designado por Rafael Correa para sucederlo en la Presidencia de la República, le daba la espalda a su mentor, ahora perseguido por la justicia de su país, y se apartó claramente del Alba, de Cuba y del Foro de Sao Paulo. Evo Morales se mantiene firme en su alianza con Cuba y Venezuela, pero no parece que pueda legalmente presentarse a una nueva reelección. El Frente Amplio conserva su poder en Uruguay, pero solo gracias a la prudencia y a los esfuerzos de Tabaré Vásquez por pasar inadvertido. Por su parte, Daniel Ortega lo sigue conservando, pero al elevado precio de precipitar a Nicaragua en un insostenible y sangriento estado de guerra de su gobierno contra el pueblo. La elección del uribista Iván Duque en Colombia completa esta visión de los nuevos vientos que soplan sobre América Latina, tremendamente desalentadores para una izquierda a punto de renacer. Solo el triunfo electoral de Andrés Manuel López Obrador en México le da un respiro a la causa socialista latinoamericana, pero más que insuficiente y de bajísima intensidad, pues nadie se pasea siquiera por la eventualidad de que vaya a echarlo todo por la borda para correr a abrazarse con Nicolás Maduro y Miguel Díaz-Canel.
Desde esta perspectiva, la novedad de los cambios que promete la nueva constitución cubana, a pesar de que Raúl Castro continúa siendo el comandante en jefe absolutista y a que tal vez únicamente aspira a hacer unos pocos y retóricos cambios para que en Cuba no cambie nada, adquiere una dimensión que va mucho más allá de un simple maquillaje. Y permite advertir que la soledad creciente de un régimen que ya no se declara comunista sino simplemente socialista, acosado por su creciente soledad política en un entorno que cada día se hace más hostil y por apremiantes urgencias materiales, no le deja a sus jefes, sean de la ya escasa generación histórica o de la nueva y más tecnocrática generación de dirigentes que son hijos de la revolución pero que no la hicieron, otra alternativa que mirarse en el espejo de Vietnam, una nación muy parecida en todo a Cuba, donde la aplicación del modelo chino de “una nación y dos sistemas”, está teniendo un éxito indiscutible. A mediano plazo, ese parece que será el destino de esta Cuba, origen de un sueño revolucionario que ya no es viable, y al borde de una crisis que sin duda aprovechará Donald Trump para hacer sentir toda la influencia de su poderío. Como acaba de hacer, para sorpresa de todos, en Corea. Cuestión, sin duda, de realismo. Cuestión de tiempo.