Arturo Pérez-Reverte: Esa saludable incertidumbre
Si se entra y sale de las redes sociales sin tomárselas muy en serio, adoptando precauciones profilácticas, éstas son un medio estupendo para tomar el pulso al paisaje y al paisanaje. Un magnífico termómetro de la temperatura y del mundo. En mi caso, cada vez que me asomo a ellas aprendo algo. También me liberan de algunas o de muchas cosas. De cierta clase de compasión, por ejemplo, ante los efectos de la estupidez humana, que Twitter, Facebook y sitios así ayudan a detestar y temer más que la maldad. Pero ése no es el objeto de este artículo. Creo.
Hace unos días, en una foto que colgué en Twitter se veía la mesa de cartas del velero en el que navego cuando puedo hacerlo; y en ella, una carta náutica tradicional y un cuaderno de bitácora con la singladura anotada hora a hora. Muchos seguidores, navegantes o no, lo acogieron con comentarios simpáticos: viejas maneras, tradiciones del mar, etcétera. Sin embargo, aparte el placer de comunicarme con amigos y gente afín –algunos colgaron sus propias fotos, y fue un rato divertido–, aquello tuvo una variante curiosa: los mensajes de quienes no comprendían esa imagen e incluso se choteaban de ella. Vaya forma rancia de navegar, señalaban. Eso es postureo, don Arturo. Entre en el siglo XXI y entérese de que existen el GPS, el plotter y el móvil. Que parece usted un abuelo Picapiedra.
Una de las ventajas de ciertas biografías es que adiestran para la percepción del desastre. Y no hace falta trabajar veintiún años en países en guerra: cualquier médico, soldado, bombero, abogado, policía, sabe a qué me refiero. El mundo es un lugar peligroso y todo puede irse a tomar por saco con mucha naturalidad. Lo que pasa es que estamos convencidos de que la tecnología, simbolizada en el teléfono que llevamos en el bolsillo, es infalible y nos pone a salvo. Y ahí está el error, pues cada avance técnico incluye un fallo específico: cada Titanic tiene su propio iceberg. Y esa confianza y ese olvido nos hacen vulnerables, pues renunciamos, cada vez más, a medios de supervivencia alternativos.
Dirán ustedes que soy un pesimista y un cenizo; pero igual que a bordo llevo cartas de papel y sextante, en casa conservo una vieja Olivetti que no uso, pero ahí está por si acaso. Y puesto a tener móvil, llevo un Nokia que sólo sirve para hablar, pero que no pasa nada si lo pierdo, y que no puede piratear ni la madre que me parió. Y los números, direcciones, documentos, billetes de tren o avión, novelas en que trabajo, también los doblo en papel. Y cada día me muevo por la vida procurando adaptarme al mundo electrónico y frágil en el que una panda de hijos de puta que pretenden ahorrarse empleados, y millones de borregos acomodaticios, me obligan a vivir; pero lo hago con la saludable incertidumbre de quien sabe que la electricidad se corta o acaba, que la tecnología falla, que el mundo está gobernado y habitado por un exceso de irresponsables. He visto demasiadas ciudades a oscuras, grifos sin agua, bombillas sin luz, bancos con la gente llorando en la puerta, inviernos sin calefacción y veranos sin ventilador. También a pasajeros quedarse en tierra porque la tarjeta de embarque del móvil se les había ido a hacer puñetas. Y en dos ocasiones, una navegando entre Baleares y Cerdeña y otra doblando el cabo de Gata entre mercantes, por apagones de conflictos bélicos o averías, estuve sin posición GPS durante casi una hora. Porque, como dijo no recuerdo quién, que seas un poquito paranoico no significa que realmente no vayan a por ti.
Así que háganse cargo. Cómo no voy a llevar una carta náutica de toda la vida a bordo, oigan. Y una brújula. Cómo no las voy a llevar.