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Arturo Pérez-Reverte: Una historia de Europa (XCIII)

 

 

Lo de Napoleón III y el Segundo Imperio francés fue un experimento interesante. Acabaría como el rosario de la Aurora, pero durante dos décadas marcó uno de los períodos más prósperos y esperanzadores de la historia de Europa. Se debió sobre todo a un fulano, Luis Napoleón, que era sobrino del gran Bonaparte. El retrato que de él hicieron muchos contemporáneos no lo favorecía demasiado (Marx dijo que era idiota y otros historiadores lo calificaron de oportunista, mediocre y aventurero de la política). Pero en mi opinión, y sobre todo en la de quienes de verdad conocen el asunto, tuvo su puntito. Por un lado, conservador ilustrado como era, el chaval creía que el Estado debía ocuparse del bienestar de las clases humildes en vez de abandonarlas a su suerte en manos de un capitalismo cada vez más voraz. Tampoco perdía de vista los logros de la Revolución francesa en lo referente a igualdad de todos los ciudadanos y que la gente de talento y esfuerzo pudiera prosperar. Y además, estaba convencido de que la autoridad del Estado, la garantía de ley y orden, aseguraba la propiedad privada y la riqueza nacional proporcionando estabilidad política, económica y social. En materia exterior lo tuvo menos claro, metió la gamba varias veces, y pese a varios éxitos militares encajó un par de bofetadas internacionales que le dejaron la boca hecha un sonajero. Y en lo privado, pues bueno. Se casó con una aristócrata megapija española, Eugenia de Montijo (hay biografías de ella, canciones y películas: no se pierdan Violetas imperiales, con Carmen Sevilla y Luis Mariano), que se metía mucho en política y era bastante meapilas en plan por Dios, esposo mío, cómo pretendes que te haga eso, qué dirá mi confesor, etcétera. De cualquier manera, el caso es que Luis Napoleón llegó al poder de forma curiosa y salió de él por la puerta trasera, pero situó de nuevo a Francia entre las grandes potencias de Europa, con una influencia que aún colea en el siglo XXI. También convirtió París, gracias al prefecto Haussmann, en la moderna y hermosa ciudad que es hoy, incluida la monumental Ópera del arquitecto Garnier. El caso es que, después de la revolución de 1848 (que en Francia fueron tres días de guerra civil), la flamante II república gabacha, más conservadora y reaccionaria que otra cosa, decepcionaba a todo cristo, excepto, como dice el historiador Grenville (e igual les suena a ustedes el concepto) a los políticos que se beneficiaban directamente de ella. A diferencia de sus homólogos ingleses, que sabían manejar con tacto el negocio, los parlamentarios franceses (también este concepto les sonará mucho) eran basura despreciable y trincona. Ya había sufragio masculino, y nueve millones de votantes eligieron nuevo presidente al príncipe Luis Napoleón, que prometía limpieza y autoridad beneficiándose del antiguo prestigio y gloria de la familia Bonaparte. Pero a la chita callando, el muy cabroncete y sus asesores tenían otros planes: en cuanto el nuevo mandatario se sintió seguro, dio un cuartelazo (sin sangre, eso sí), se cargó la República, y dos nuevos plebiscitos con gran respaldo popular confirmaron su mando y tronío: uno (1851) aprobó por abrumadora mayoría su golpe de Estado (7.439.216 votos a favor y 640.737 en contra); y otro, su proyecto de restaurar el Imperio (1852). El asunto tuvo dos etapas diferentes: una primera autoritaria, clerical (fue importante el apoyo de los párrocos de provincias), con censura de prensa, policía a tope, 27.000 detenciones, 10.000 deportaciones y 1.500 exiliados (entre ellos el prestigioso escritor e intelectual Víctor Hugo), y otra moderada, liberal, en la que Luis Napoleón dio cuartel a la oposición republicana y a la pequeña burguesía de tradición anticlerical, para comerles el tarro, e hizo una generosa apertura al debate parlamentario, político y social. Pero ahí le salió el gorrino mal capado, pues habiendo concedido a los obreros el derecho de huelga, éstos lo estrenaron montándole notables pajarracas (se acababa de fundar la I Internacional y la cosa andaba caliente). Sin embargo, manejando con habilidad diferentes platos chinos (¡Qué vida la mía! La emperatriz es legitimista; Jerome, republicano; Morny, orleanista, y yo socialista. El único bonapartista es Persigny, pero está loco), Napoleón III aguantó veinte años sin despeinarse hasta que se le acabó la suerte, rematada por errores gordos en política exterior: fallido intento de imponer un emperador en México (lo fusilaron), vaivenes respecto a la independencia de Italia y la cuestión papal, y sobre todo la absurda guerra franco-prusiana de 1870. Pero de todo eso, que fue un auténtico novelón, hablaremos despacio cuando toque hacerlo.

 

[Continuará].

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