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Bada: La libreta de direcciones de Hindemith

Paul Hindemith | Compositor alemán

Paul Hindemith

 

En una urbanización del lugar donde vivo, en la periferia de Colonia y a orillas del Rhin, e imagino que sin querer, le han rendido al gran dramaturgo ruso Chéjov un delicado homenaje de congruenciala calle llamada Kirschgarten (=el jardín de los cerezos: como el título de una de sus más célebres obras) es un callejón sin salida: igual que la situación de los protagonistas en esa obra.

Y la verdad es que en la toponimia urbana se dan casos muy justicieros, y hasta lúcidamente poéticos, y otros que no tanto, o que al menos inducen a un cierto desconcierto. Porque ¿qué puede decirle a un católico el hecho de que en Berlín, en el barrio de Schöneberg, la calle del apóstol San Pablo sea algo así como el breve gavilán de la interminable espada que es la calle Lutero? ¿se esconde en ello alguna simbología?

Y como alguna vez creo haberles contado, ¿no se oculta una justicia poética refinadísima en el hecho de que los ediles de Ámsterdam hayan colocado la estatua de Gandhi en el centro de la avenida Churchill?  ¿Debemos sospechar algo por el estilo cuando descubrimos que la calle Alemania tiene en Madrid una sola manzana y se encuentra más bien escondida en un arrabal de no muy grata memoria?  ¿Y qué sentido atribuirle a que la calle Amistad, nada menos, sea en Sevilla un callejón sin salida?

Otra cosa, claro está, es que en el plano municipal, por razones de espacio, como pasa en el de Huelva –mi ciudad natal–, en un barrio con calles de nombres de Premios Nobel aparezca una que se llama “Miguela Asturias”, y les juro que no estoy haciendo un chiste.

Todo esto se me ocurre a la vista de un objeto muy bello disfrazado de libro y que compré años ha. Me explicaré. Se trata de un libro, que a su vez es el facsímil de otro, de la libreta de direcciones del compositor Paul Hindemith cuando vivía en Berlín entre 1927 y 1937.

Es decir que Hindemith, el autor de las óperas CardillacMatías el pintor y Noticias del día (rescatada con gran éxito hace años, por la Ópera de esta ciudad de Colonia), Hindemith, digo, fue testigo presencial de la llegada de los nazis al poder, convivió con ellos al menos cuatro años en ese Berlín donde no sólo los gatos de noche, sino también las hienas –de día y de noche– eran de color pardo.

La reproducción facsimilar de su libreta de direcciones es muy conmovedora porque documenta el talento como dibujante de Hindemith. Muchos son los nombres registrados en ella al lado de los cuales aparece un dibujo referencial y muy personalizado. Pienso por ejemplo en el gran poeta, y médico de enfermedades venéreas, Gottfried Benn, cuyo nombre vemos ilustrado con una jeringuilla. O en un colega de Hindemith, el compositor Alban Berg, y como la palabra Berg, en alemán, significa “montaña”, bajo su nombre figura el dibujo de unos montes. O en el legendario director de la Filarmónica de Berlín, Wilhelm Furtwängler, que con su batuta, y estilizado como para la viñeta de un cartoon, conduce en esta libreta una orquesta invisible. O en el jugador de fútbol Rudi Wilhelm, caracterizado por medio de un arco y un balón. O en ese casi jeroglífico que acompaña la dirección de la oficina que cobra el impuesto municipal por la tenencia de un perro: en alemán se llama Hundesteuer, palabra compuesta de Hunde, perro, y Steuer, impuesto, pero como Steuer también se llama al timón de un carro, Hindemith dibujó un perro de cuyo trasero emerge el volante de un auto. Jeroglífico, ya lo dijey sentido del humor.

Con todo, confieso que lo que más me impresionó del facsímil es la corrección que consta en la dirección del banco donde Hindemith debía tener su cuenta corriente, el Dresdner Bank, que da la casualidad de que también era entonces el mío. Bueno, el mío no: aquél donde yo también tenía mi cuenta corriente.

En la libreta de direcciones del compositor decía: “Dresdner Bank” y debajo la dirección “Reichskanzler Platz”, o sea, «Plaza del Canciller imperial». Pero el facsímil revela que Hindemith trazó una raya sesgada, de arriba abajo y de derecha a izquierda, o ambas cosas y al revés, y escribió encima “Adolf.Hitlerplatz”, que no necesito traducirles, pero lo hago: “Plaza de Adolfo Hitler”.

Casi se me cortó el aliento cuando tuve esa página delante de mis ojos. Sentí dolor, sentí dolor al darme cuenta de que podemos ser capaces de llegar a escribir en nuestras agendas nombres como ése. Consulté entonces una vez más el callejero de Madrid y exhalé un suspiro de alivio: en la capital de España no existía ni alameda ni avenida ni calle ni plaza ni callejón ni plazuela ni travesía ni ningún sitio público que ostentase el nombre del siniestro Fernando VII. Menos mal.

Pero entretanto las cosas han cambiado, desde aquella fecha lejana, del milenio pasado, en que adquirí el facsímil del directorio de Hindemith. Entretanto, y no sé desde hace cuándo, aquel miserable Borbón que cerró las Universidades españolas (“Lejos de nosotros la funesta manía de pensar”, decía él) y se negó a que en España se instalasen ferrocarriles, para evitarse el engorro de recibir delegaciones de todo el país pidiéndole alguna cosa necesaria para la subsistencia de un municipio, y amén dello, como decimos los clásicos, persiguió a sangre y a fuego al partido liberal e hizo invadir el país por segunda vez por tropas francesas, esta vez mercenarios, los así llamados “cien mil hijos de San Luis” (a quienes el pueblo llamó de una manera más consonante con la posible profesión de sus madres), aquel rey felón, en fin, también tiene una calle en el nomenclátor madrileño. Más bajo no se puede caer. Tan luego Madrid, la primera en sublevarse contra Napoleón y la última en rendirse al inferiocre.

 

 

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