Barras bravas, política exterior
Héctor Timmerman
Es agosto de 2010. Los periodistas Nelson Castro y Horacio Caride entrevistan al Canciller Timerman en radio. El tema es la libertad de prensa. Castro le pregunta sobre casos de censura e intimidación, periodistas de medios públicos cuyos contratos habían sido rescindidos; a todas luces, en represalia por su independencia del poder político. Timerman aduce que es un problema contractual, no de libertad de prensa. La conversación va subiendo de tono. El canciller los trata con sarcasmo y luego con visible falta de respeto. La tensión aumenta, ante lo cual Caride refuta con un “nunca vi a un Canciller que hable como un barra brava”. Con buenos reflejos, Timerman contragolpea: “¿Vio? Soy un barra brava. Acostúmbrese”.
Metáfora de una premonición. Es inevitable recordar aquella entrevista luego de las grabaciones telefónicas de los acusados por el fiscal Nisman. En ellas se escucha a dos oscuros personajes, Khalil, supuesto agente de inteligencia iraní, y D’Elía, supuesto dirigente social, intimidador en jefe y empleado de los Kirchner. Las conversaciones discurren alrededor del acuerdo del gobierno argentino con Teherán y los negocios de los iraníes en Venezuela. Al igual que Timerman, los dos personajes también hablan como barras bravas. Confirman serlo, en realidad, cuando se refieren a la barra brava de All Boys, club de fútbol del barrio de Floresta en Buenos Aires, contratada para hacer número en un acto de Nicolás Maduro.
En lenguaje muy coloquial y nada erudito, siguen con el diseño y la implementación de la política exterior argentina, nada menos. Ambos presumen de ser poderosos y contar con el reconocimiento de los gobiernos iraní y argentino, respectivamente. Khalil es cercano a Rabbani, uno de los imputados por el mismísimo ataque terrorista de 1994. Su influencia es obvia. Revelan tener información confidencial del Estado y, como evidencia de esa influencia, Khalil asegura que el acuerdo entre Argentina e Irán “lo teníamos escrito hace seis años. Siempre era inviable y ahora terminó siendo aprobado”. “Hoy es mi cumpleaños, ¡qué regalo!”, responde un tal vez emocionado D’Elía. En un verdadero paroxismo, a este punto la conversación es un desmadre de risas auto congratulatorias.
En otra conversación el tema es Timerman, un colega, barra brava como ellos. No es así como lo ven, sin embargo. Khalil hace referencia a que Teherán siente desazón por algunas expresiones del Canciller. D’Elía reacciona como si jamás hubiera escuchado esa palabra. Repiten el termino varias veces—“desazón, sí, desazón”—y finalmente se burlan y desprecian a Timerman. Concluyen con un típico epíteto anti-semita: “ese ruso de…”. Peculiar memorándum de entendimiento; subráyese entendimiento.
Es curioso lo de Timerman. Nunca fue especialmente reconocido por sus virtudes intelectuales ni logros académicos, menos aún por tener sagacidad política. De hecho, en 1976 era director del periódico La Tarde, un medio férreamente oficialista durante la dictadura militar. Tal vez su principal reconocimiento fue por llevar el apellido de su ilustre padre—Jacobo, decano del periodismo argentino—y por sus buenas relaciones con la comunidad judía internacional, resultado del posterior exilio de la familia en Israel. Claro que esas buenas relaciones duraron hasta ahora, hasta el memorándum de entendimiento con Irán. Cuantas “traiciones” las del Canciller barra brava, las comillas para el diván del psicoanalista, no para la política real.
El memorándum escrito seis años antes, la desazón, el epíteto anti-semita, todo es revelador de la manera en que Timerman, al final, es víctima de su propio crimen. La humillación a su persona no es más que el reflejo de la completa degradación de la Cancillería Argentina, es decir, del Estado. Eso es lo más grave, es el resultado de la llamada “diplomacia paralela”, que no es otra cosa que la subcontratación de la política exterior con informales como Khalil y D’Elía.
Piénsese, de manera análoga, en la relación entre el Estado, la economía y el sector informal. Cuando el porcentaje del producto en manos del sector informal es alto, ello genera un sinnúmero de externalidades negativas. La base tributaria se achica, los ingresos del Estado se reducen, su capacidad regulatoria se erosiona y los incentivos económicos existentes generarán distorsiones e ineficiencias agregadas. La economía crecerá por debajo de su potencial. El Estado, desfinanciado, pierde así capacidad de hacer lo que debe: reproducir el orden político.
El sector informal en la política exterior es equivalente al anterior, solo que más grave. Las externalidades negativas son más perversas, en particular porque, a diferencia de la economía, la política exterior es un monopolio del Estado. La subcontratación privatiza ese monopolio. La diplomacia coincidirá con los intereses específicos de los subcontratistas; en este caso, por la corrupción disponible en negocios con Irán, según surge de la denuncia del fiscal Nisman.
Queda la fuerte impresión al leer la documentación que el memorándum de entendimiento—que Irán jamás ratificó—no tuvo más objetivo que lucrar con negocios petroleros. En estas condiciones, el Estado pierde la capacidad de definir objetivos estratégicos, sean estos económicos, geopolíticos o normativos. El estado ha sido capturado por la informalidad, los barras bravas, y es por ende degradado. Así también se diluye lo que le es propio e inmediato, lo que lo define como Estado: ha perdido soberanía.
Como si la muerte de Alberto Nisman no fuera suficiente tragedia. Sin estado ni credibilidad, Argentina es además un país aislado, sin aliados que merezcan la pena. Y todo esto, en buena medida, gracias al Canciller barra brava. He ahí una más, entre tantas otras “traiciones”.