Celaya: El imperdonable crimen de enfrentar a los cubanos en dos bandos
Desde el domingo siento que habitamos una ciudad distinta, un país diferente
Las calles de Centro Habana están invadidas de policías y paramilitares disfrazados de civil. Puedo identificarlos fácilmente: la experiencia de años viviendo bajo el acoso de la vigilancia dejan en el acosado la triste habilidad de descubrir a las hienas por más que intenten mimetizarse en el paisaje urbano.
Pululan los agentes de la policía política en sus motocicletas Suzuki que, lejos de disimular su presencia, sí se hacen notar. Ellos quieren que los vean, muestran rostros altaneros, actitud arrogante y muchas ganas de que les teman. Yo no les temo. Son ellos quienes deberían temer.
Bajo la canícula estival, la gente común circula por los portales, hace colas en las tiendas, llena los ómnibus, como cualquier día. Pero bajo la superficie, ya nada es normal. No se siente la vibra habitual, el desenfado, el eterno parloteo callejero entre cubanos, ya sea que se conozcan o no. Hay una sensación de ansiedad en este silencio, o mejor, en este extraño no-diálogo, tan ajeno a nosotros. Me impresiona tanto mutismo en un pueblo habitualmente extrovertido, comunicativo y parlanchín.
Es un silencio engañoso porque, en barrios pobres como este, con décadas de carencias y frustraciones acumuladas, es precisamente donde se forjan las revueltas populares
Es un silencio engañoso porque, en barrios pobres como este, con décadas de carencias y frustraciones acumuladas, es precisamente donde se forjan las revueltas populares, que estallaron el domingo 11 de julio y que se siguen produciendo, pese a todo el desproporcionado despliegue represivo, tropas antimotines incluidas.
Por la avenida Carlos III circulan las patrullas con sus sirenas a todo dar, y se suceden las caravanas de repudiantes que el Gobierno envía para golpear y reprimir a los rebeldes. Llevan palos atados a la muñeca para arremeter contra los manifestantes desarmados.
Triste espectáculo este, ver a estos cubanos, también pobres y despojados de derechos, tan dispuestos a aplastar con odio y violencia a sus hermanos solo para defender los privilegios de la clase en el poder, la que oprime y humilla a todos por igual. Nada los salvará mañana de semejante vergüenza.
Desde el domingo siento que habitamos una ciudad distinta, un país diferente. Se ha quebrado la costra del miedo y este se ha traspasado al poder, a sus secuaces y a sus amanuenses.
Ahora ya el títere de turno, el jinetero de la continuidad, ha cometido el imperdonable crimen de azuzar la violencia, enfrentar a los cubanos en dos bandos y, lo que es peor, ha manchado sus manos de sangre.
Lástima que, con todo esto, el llamado presidente haya echado por tierra la oportunidad de dialogar con el pueblo, que tan generosamente le han ofrecido numerosas voces de la sociedad civil para buscar una salida a la crisis y encabezar el imprescindible proceso de cambios. No cabría imaginar torpeza mayor.