CINELANDIAS: ‘Centauros del desierto’ (The Searchers): si no lloras, no eres humano
Una de las películas más grandiosas de la historia del cine. Trágica, amarga, erizada de turbiedad y acechada de conflictos sexuales y raciales insólitos en el cine previo de Ford. Conmovedora. Para evitar las lágrimas hace falta no pertenecer al género humano.
Tal vez Centauros del desierto (The Searchers, 1956) sea el último gran western clásico de John Ford; tal vez, incluso, sea el mejor de cuantos rodó; tal vez sea una de las películas más grandiosas de la historia del cine. En realidad, tales caracterizaciones resultan baladíes: John Ford es, sin discusión, el más sublime artista cinematográfico que vieron los siglos; y sus westerns más cuajados no admiten parangón con los de ningún otro cineasta. Simplemente, compiten en otra división, solos y exentos, en pugna consigo mismos.
Centauros del desierto, a diferencia de su “trilogía de la caballería”, es una obra más trágica que melancólica, más amarga que exultante o idealista; está erizada de turbiedad y acechada de conflictos sexuales y raciales insólitos en el cine previo de Ford… Y, sin embargo, es Ford en estado puro: distinguible desde el primer al último fotograma, penetrada por un hálito poético tal vez más áspero y calcinado que nunca, pero igualmente conmovedor, palpitante, humanísimo.
Ya mientras trabajaba en el guión con su habitual Frank S. Nugent, Ford sabía que necesitaba hacer una película cruda y desgarrada. Ethan Edwards, el protagonista magistralmente encarnado por John Wayne, es un veterano del ejército confederado que llega a Texas para visitar a la familia de su hermano (aunque las secuencias estén filmadas en Monument Valley, en la frontera de Utah con Arizona); enseguida adivinamos (con esa delicadeza que sólo Ford sabe administrar) que Ethan y su cuñada se aman en silencio, tal vez desde la juventud.
John Ford es el más sublime artista cinematográfico que vieron los siglos. Sus ‘westerns’ compiten en otra división
Cuando a Ethan lo requieran para participar en una incursión contra los comanches levantiscos, la familia de su hermano será masacrada por un indio llamado Scar, que rapta a Debbie, la hija más pequeña. Ethan iniciará entonces la búsqueda de Debbie, en compañía de su sobrino Martin Pawley (Jeffrey Hunter), al que a veces maltrata y desprecia, pues arrastra en su genealogía el estigma de la sangre india.
La búsqueda de Debbie durará años. A Ethan lo mueve en sus pesquisas el odio, un odio enquistado de rabia y amargura que, lejos de difuminarse con el paso del tiempo, cristaliza en ansias de venganza. Íntimamente, se culpa de la matanza de la familia de su hermano; y ese complejo de culpa lo desaguará del modo más terrible: no tendrá empacho en mutilar salvajemente los cadáveres de los indios que se tropieza en su camino; incluso, según descubrirá con horror Martin a medida que avancen juntos en su búsqueda obsesiva y alucinada, guarda la pavorosa intención de asesinar a su propia sobrina, que vive amancebada con el indio Scar.
Es Ford en estado puro: distinguible desde el primer al último fotograma, penetrada por un hálito poético tal vez más áspero y calcinado que nunca
Centauros del desierto avanza hasta llegar a una escena cumbre del arte cinematográfico: Ethan por fin ha encontrado a Debbie (una bellísima Natalie Wood), convertida en efecto en una squaw; la persigue por riscos y dunas, hasta reducirla, y le apunta en la cabeza con su revólver, dispuesto a saltarle la tapa de los sesos, mientras Debbie lo mira con temerosa ingenuidad, sin llegar a comprender del todo el drama que se desarrolla en el corazón de pedernal de su tío. Entonces Ethan, en un glorioso plano medio largo, se yergue sobre la acobardada chica y, cuando ya parece que la va a matar, la toma en volandas en un movimiento envolvente, imitando el gesto con el que la saludó muchos años atrás, cuando todavía era una niña. «Volvamos a casa, Debbie», murmura. Le ha bastado mirar a su sobrina a los ojos para reconocer los rasgos de la madre, a la que sigue amando en secreto; le ha bastado estrecharla entre sus brazos para que todos sus propósitos de venganza, todos sus odios ancestrales, se disipen como por arte de ensalmo. Es uno de los momentos más emocionantes de la historia del cine; y para evitar las lágrimas hace falta no pertenecer al género humano.
Aún Centauros del desierto nos reserva un plano final, rodado a última hora de la tarde, de un lirismo insuperable: Ethan vuelve a casa con Debbie y Martin, que cruzan el umbral para reunirse alborozados con sus familiares, dejando afuera a Ethan, azotado por un viento que arrastra un polvo de siglos, que se lleva la mano izquierda al brazo derecho, sin saber qué hacer. Es la tragedia del héroe que ha cumplido su misión, y al que ya no resta otro cometido en la vida sino vagar en soledad, rumiando sus recuerdos. La puerta que enmarca la figura de Ethan se cierra entonces. Y así, de este modo insuperable, acaba la película.