Clandestinos: el rechazo a la imposición revolucionaria
'Estamos ante el primer gesto opositor que enfrenta la entelequia martiano-castrista.'
Digan lo que digan, Clandestinos ha marcado un antes y un después, al menos como fenómeno semiótico. Estamos ante el primer gesto opositor que enfrenta la entelequia martiano-castrista. En una de las varias interpretaciones que puedan darse a la iniciativa, los autores de las pintadas toman en cuenta la oportunista apropiación de Martí por Fidel, y actúan contra la entelequia.
Esto es desestabilizador para una dictadura que hace 30 años vio desplomarse buena parte de su esencia simbólica, además de su base económica y su matriz política, con la caída de la Unión Soviética y sus satélites.
Agarrado de la brocha de un nacionalismo mesiánico que, en su decrepitud, deviene en un nacionalismo parasitario, con una economía asfixiada entre lo peor del capitalismo y lo peor de comunismo, el castrismo no puede darse el lujo de jugar con Martí, el signo portador de la alegoría, ni por asomo con Fidel, el signo cristalizador de la analogía.
De ahí que luzca disparatado conjeturar que Clandestinos sea un montaje de la Seguridad del Estado. ¿Con qué fin? El «aparato» no va a crear una situación que no pueda controlar y este grupo propone acciones espontáneas y solitarias, con un mínimo de recursos, contra un objetivo que está en todas partes todo el tiempo. Peor aún, un objetivo que puedes producir a tu antojo. Las imágenes y bustos ya «procesados» se pueden llevar en una mochila y plantarlos a discreción en cualquier lugar. En cierto modo, es una forma de arte conceptual colectivo.
Tampoco resultaría creíble el intento de relacionar con las pintadas a una oposición acríticamente martiana. (Un factor que, a mi juicio, dificulta la articulación del discurso anticastrista dentro y fuera de la Isla.) Hasta hoy ningún opositor (de quienes cabe pensar que no tienen imágenes de Fidel en sus casas y lugares de reunión) ha rozado a Martí con el pétalo de una rosa. Blanca, por supuesto.
La respuesta de la dictadura a Clandestinos ha sido torpe. Al cabo de una semana de nerviosos actos de reparación martiano-castrista, anunciaron la detención de cinco hombres. Tres de los detenidos confesaron su «mercenaria» vinculación con la artista conceptual y activista anticastrista Ana Olema, identificada como «infame cabeza visible de la mafia anticubana radicada en la Florida». Salpicados en la trama, entre otros, quedaron el rapero Aldo Roberto Rodríguez Baquero, del grupo de hip-hop Los Aldeanos, y los artistas Luis Manuel Otero Alcántara y Danilo «El Sexto» Maldonado.
Días atrás, el artista Javier Caso fue visitado por un esbirro (los académicos del apaciguamiento dirán «un gestor del orden») que se sacó de la manga una mágica estadística donde la policía de la dictadura ocupa el quinto lugar del mundo. Bueno, «la quinta» afronta un problema. Si las pintadas siguen apareciendo, a pesar de la intimidación televisiva con despliegue de técnicas de identificación y seguimiento, los represores van a caer en el ridículo lo mismo por detener a otros cien como por no detener a nadie. De paso, le conceden a unos pocos activistas un poder que excede abrumadoramente sus medios. El grupo se les puede convertir en movimiento.
Es sabido que el Estado emplea los símbolos para promover la cohesión en torno a su idea del Estado. Mientras más amplias sean las libertades, mayor será la cantidad de símbolos que puedan promover esta idea. De este modo, la cohesión se basa en una multiplicidad de valores que, con frecuencia, son contradictorios sin llegar a ser desintegradores. Eso establece una diferencia con el Estado totalitario. Los americanos queman su bandera o desfiguran bustos de Washington y Lincoln sin ir a la cárcel ni afectar el status quo del Estado. No así, por ejemplo, cubanos ni norcoreanos.
La entelequia martiano-castrista es el único recurso simbólico de la dictadura para crear cohesión, movilizar y sostener una disminuida percepción de comunidad. A medida que sus símbolos sean sometidos a una lectura racional, por encima de nuestros mitos compensatorios, nos iremos liberando de la imposición revolucionaria que es la raíz centenaria de nuestros males cívicos.
Acaso por un simple efecto de saturación doctrinaria, por haber llegado a un punto de letal fatiga nacionalista, vaya surgiendo de manera visceral, intuitiva, popular, la noción que debió surgir de nuestras elites intelectuales: para desacralizar la analogía hay que desacralizar la alegoría.
Un día ya no habrá que ser clandestino para dejar de ser revolucionario.