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Claudio Hohmann: Las cuatro crisis de Chile

Tendremos que escalar la colaboración y la cooperación a los niveles más altos que seamos capaces de desplegar, cada uno en el papel que la ha conferido la historia en un instante tan dramático cómo este. Semejantes exigencias parecen por momentos fuera del ámbito de nuestras actuales capacidades, pero más vale que nos esforcemos en dar el ancho antes que se repita el sino de un nuevo caso de desarrollo frustrado en América Latina.

 

En estos días se cumplieron siete meses desde que se iniciara, el 18 de octubre pasado, el denominado estallido social. Desde entonces, como en una exhalación, se han desatado en Chile cuatro crisis distintivas, superponiéndose unas sobre otras hasta fundirse en una realidad impredecible que está sometiendo al país a un estrés como pocos lo tienen en el mundo. Por cierto, cualquiera de nosotros podría enumerarlas sin mayor esfuerzo: la dura crisis social derivada del estallido; la crisis política que inmediatamente le sucedió, llevando al sistema político a una aguda polarización y a unos bajísimos niveles de confianza; la crisis sanitaria amenazando de un día para otro la salud y la vida de miles de compatriotas; y, una profunda crisis económica desplegándose ya sin contención.

En un plazo imposiblemente corto, el país se ve de pronto enfrentando a un conjunto de tareas y decisiones, las más exigentes que los chilenos hayan conocido en décadas, justo cuando sus millenials se aprestaban a gozar de los frutos de un desarrollo que aspiraban a repartir mejor, y que ahora podría diluirse entre cuarentenas, distanciamiento social y polarización política.

Ninguna de estas cuatro crisis está en vías de ser resuelta, ni se avizora que lo vayan a estar en el futuro cercano. Como nunca que se recuerde, el futuro de Chile se ha abierto a un abanico de posibilidades que ni la imaginación más prolífica habría pronosticado un mes antes del estallido social, cuando la nación festejaba el aniversario de su independencia en 2019, en un feriado extenso y celebrado con fruición. En radical contraste con esos días que, sin saberlo, fueron nuestros últimos momentos de normalidad, en estos siete meses el país se ha sumergido en una incertidumbre que la pandemia ha acrecentado hasta lo imposible, obligando a modificar planes e itinerarios trascendentales, ni más ni menos que el plebiscito de abril que señalaría el rumbo institucional y político de la nación.

Pero bien dice el refrán que “no hay mal que dure cien años, ni cuerpo que lo resista”. El trayecto que queda por delante, hasta cuando seamos capaces de domeñar la peste -más temprano que tarde de lo que muchos imaginan-, nos demandará tres virtudes que en los últimos tiempos dejamos de cultivar con ahínco. Por de pronto, asumir las altas responsabilidades que exige a cada cual el que es a no dudarlo uno de los momentos más graves de la historia reciente. Es la hora de un cabal ejercicio de los deberes que a cada uno corresponde, emulando el extraordinario ejemplo que nos dan quienes cuidan abnegadamente a los contagiados y moribundos de la nueva enfermedad. En segundo lugar, la realidad demanda elevados niveles de consenso entre los actores políticos para adoptar decisiones extraordinarias que tendrán en algunos casos efectos de larga duración. Deberemos encontrar la difícil “medida de lo posible”, esa que la exitosa recuperación de la democracia exigió a toda una generación de políticos hace tres décadas. Y, finalmente, tendremos que escalar la colaboración y la cooperación a los niveles más altos que seamos capaces de desplegar, cada uno en el papel que la ha conferido la historia en un instante tan dramático cómo este. Semejantes exigencias parecen por momentos fuera del ámbito de nuestras actuales capacidades, pero más vale que nos esforcemos en dar el ancho antes que se repita el sino de un nuevo caso de desarrollo frustrado en América Latina.

 

 

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