Claves y tendencias al comienzo del nuevo ciclo electoral latinoamericano (2021-2024)
Tema
La segunda vuelta de las elecciones peruanas, las legislativas de México y la segunda vuelta de las locales chilenas han cerrado el inicio del nuevo ciclo electoral de América Latina (2021-2024), cuando todos los países de la región, salvo Cuba y Bolivia renovarán/ratificarán sus gobiernos y legislativos. Este primer semestre anticipa gran parte de las tendencias que marcarán la coyuntura político-institucional y electoral del trienio.
Resumen
Las elecciones realizadas en América Latina en el primer semestre de 2021, bajo los estragos socioeconómicos y sanitarios de la segunda oleada del COVID-19 y un lento proceso de vacunación, se han caracterizado por su heterogeneidad (geográfica y de la naturaleza de las citas ante las urnas) y un generalizado voto de castigo a los oficialismos con algunas excepciones (El Salvador y, en menor medida, México). Estos fenómenos conviven con una progresiva fragmentación social y política, junto con la falta de consensos básicos sobre el futuro de cada país. Mientras tanto, se han producido diversos fenómenos de interés, como el respaldo plebiscitario a algún presidente, como Bukele, con derivas autoritarias (El Salvador y, sobre todo, Nicaragua).
Análisis
Introducción
El primer semestre de 2021 es una coyuntura adecuada para realizar un balance preliminar de las elecciones ocurridas en América Latina. Estos comicios se desarrollan en medio de la pandemia y muestran cuál es el estado de la región, su clima político y las principales tendencias electorales presentes y futuras, tanto a corto como a medio plazo.
En América Latina, 2021 es un parteaguas en muchos sentidos. Desde el punto de vista económico-social, es el momento de la recuperación tras la debacle de 2020 y de la reconstrucción de las economías regionales, para modernizarlas y adecuarlas a la revolución tecnológica. Desde una perspectiva política-institucional, es una encrucijada que pone a prueba la fortaleza de sus democracias, acosadas por el malestar ciudadano ante unos Estados ineficientes y unos sistemas partidarios que no canalizan adecuadamente sus demandas, al estar cada vez más lejos de las inquietudes de la población.
Emergen, además, ejemplos de carácter autoritario (Nicaragua), poco respetuosos con los fundamentos de la democracia (El Salvador) o donde la demagogia y el populismo, de izquierda o derecha (Argentina kirchnerista, México de López Obrador o Brasil de Bolsonaro), surgen como respuesta a la crisis. En otros países, las protestas ponen en jaque y paralizan los sistemas políticos (Colombia) o abren inéditas experiencias de cambio institucional con una gran incertidumbre. En Chile, con unas elecciones presidenciales y parlamentarias a la vista, las diferentes fuerzas políticas no parecen, a priori, muy inclinadas a alcanzar acuerdos en medio de una alta fragmentación política y la ausencia de consensos que impiden avanzar en una agenda común.
Otros países, como Ecuador y Perú, están en vísperas de fuertes oscilaciones políticas y económicas. Ecuador ha visto el fin de la hegemonía correísta (2007-2017) con un gobierno de centroderecha encabezado por Guillermo Lasso, tras el mandato de Lenín Moreno (heredero de Rafael Correa, aunque rompió con su herencia). En Perú, tras cinco años de crisis institucional (2016-2021), con cuatro presidentes y dos congresos, se debió acudir a la segunda vuelta para elegir al nuevo presidente entre los dos extremos: la derecha fujimorista frente a la izquierda extrema de Pedro Castillo. Ambos representan dos visiones de país radicalmente diferentes, enfrentadas y, sobre todo, incompatibles.
A la hora de analizar lo ocurrido en este semestre es necesario abordar las elecciones teniendo en cuenta diversos factores.
(1) La diversidad geográfica y la naturaleza de las elecciones
Desde el punto de vista geográfico y de la naturaleza de las elecciones, lo primero a destacar es la heterogeneidad electoral. Geográficamente ha predominado la región andina (con cuatro comicios más un añadido centroamericano, junto a México y Haití). Desde la naturaleza de las consultas, dos comicios (Ecuador y Perú) han sido presidenciales, si bien incluían la elección de un órgano legislativo, uno constituyente (Chile), tres locales (Bolivia, Chile y México) y dos legislativos (El Salvador y México).
Número de elecciones | Siete | |
---|---|---|
Diversidad geográfica | 4 en países andinos (Bolivia, Ecuador, Chile y Perú) 1 en Centroamérica (El Salvador) 1 en Norteamérica: México 1 en el Caribe (Haití) | |
Diversidad de la naturaleza de los comicios | Presidenciales y legislativas (Ecuador y Perú) Legislativas (El Salvador y México) Constituyentes (Chile) Locales (Bolivia, Chile y México) |
(2) Elecciones en medio de la pandemia
Desde marzo de 2020 el COVID-19 ha condicionado el marco económico, social, político y electoral de América Latina. Si el año pasado fueron aplazadas, entre otras, las elecciones en República Dominicana y Chile, en 2021 la pandemia provocó nuevos retrasos. El inicio del año coincidió con el agravamiento de la segunda oleada de contagios, incluso en países como Chile con la vacunación muy avanzada. Eso obligó a posponer un mes las elecciones para la Convención Constituyente, ya que en marzo tuvo lugar el peor pico de contagio tras las vacaciones estivales: la cita fue trasladada desde el 10/11 de abril, al 15/16 de mayo. Incluso se alteró la forma de votación. Por primera vez en su historia, Chile celebró elecciones en dos días consecutivos para evitar posibles aglomeraciones. La alta abstención en la consulta constituyente, además de por la desmovilización de parte del electorado, que no se sintió concernido ni animado a votar, podría estar relacionada con el miedo al contagio. En la segunda vuelta de las regionales chilenas, en pleno pico de contagios, votó menos del 20% del electorado convocado. En México, sin embargo, el índice de votación superó el 52%, un buen nivel para sus parámetros.
Perú celebró la primera vuelta de las presidenciales en el pico de la segunda ola. La pandemia condicionó otras citas, como la prevista en Argentina para el segundo semestre. En mayo pasado, Argentina regresó al confinamiento ante el empeoramiento de los contagios y la saturación hospitalaria. Teóricamente, debido a la mala situación sanitaria, la Cámara de Diputados, controlada por el oficialismo, postergó las elecciones Primarias Abiertas, Simultáneas y Obligatorias (PASO) del 8 de agosto al 12 de septiembre y las elecciones parlamentarias del 24 de octubre al 14 de noviembre. Sin embargo, muchos piensan que el retraso se debe a la mala situación económica y a la demora en la vacunación, que pueden pasarle factura al oficialismo. Esta vez se deben elegir 127 diputados y 24 senadores y un mal resultado de los candidatos kirchneristas comprometería aún más el final del gobierno de Alberto Fernández.
En Haití la crisis política vivida de forma acentuada en febrero, junto con los efectos de la pandemia, condujeron al Gobierno a anunciar el aplazamiento al 27 de junio del referéndum para votar la nueva Constitución, impulsada por el presidente Jovenel Moïse. Es un retraso de casi dos meses respecto al 25 de abril, la fecha inicialmente prevista.
(3) El voto de castigo a los oficialismos
El castigo a los oficialismos ha sido la nota dominante en todas estas citas electorales, con una clara excepción (las legislativas de El Salvador) y otra más matizable (las legislativas mexicanas).
(3.1) El Salvador, la elección legislativa plebiscitaria de Bukele
Su contexto particular explica por qué no ha habido voto de castigo. Nayib Bukele, en el poder desde 2019, ha gobernado estos dos años de forma eficaz, logrando disminuir la violencia de las maras y respondiendo con presteza frente a la pandemia e incluso consiguiendo vacunas por encima de lo que pudieron adquirir otros países de la zona.
Su estilo de gestión se ha basado en gobernar como si aún estuviera en la oposición. Con campañas bien diseñadas en redes sociales, como Tik Tok o Twitter, y abundante utilización del marketing electoral, ha construido un relato de gobierno, populista y demagógico, acusando permanentemente a los dos partidos que gobernaron desde 1989 (el derechista Arena y la ex guerrilla del FMLN) de los problemas del país. Las elecciones legislativas de febrero fueron planteadas como un plebiscito sobre su figura. Bukele mantiene un 90% de popularidad, al encarnar lo nuevo frente a las viejas alternativas y en la más típica tradición populista ha construido la dicotomía pueblo frente a elite/antipueblo.
Esta situación, siguiendo su deseo, desembocó en un resultado plebiscitario. Bukele obtuvo 56 diputados, de 84, a los que añadió cinco más de Gana, un partido aliado. Arena se quedó en 14 y el FMLN en cuatro. Su partido, Nuevas Ideas, se impuso en todas las cabeceras departamentales (13 de 14) y en los municipios del Área Metropolitana de San Salvador (12 de 14). Estos resultados le permitieron avanzar en el control de otras instituciones. En mayo, la nueva Asamblea Legislativa, dominada por Nuevas Ideas y sus aliados Gana, PCN y PDC, destituyó a los magistrados de la Sala de lo Constitucional y al fiscal general de la República, una medida de dudosa y cuestionada validez constitucional, que Bukele legitimó apelando al mandato directo de la ciudadanía recibido en las elecciones legislativas: “El pueblo no nos mandó a negociar. Se van. Todos”.
(3.2) Victoria amarga de López Obrador
México acudió el domingo 6 de junio a las urnas en unas elecciones legislativas de medio término que se realizan a la mitad del mandato de cada presidente. Fue una cita de gran importancia, ya que desde 1997 sirve para evaluar y a menudo castigar al mandatario en ejercicio y convierte la segunda mitad de su mandato en un período de más compleja gobernabilidad. Asimismo, se eligieron 15 de los 32 gobernadores y el 80% de los alcaldes.
Estas elecciones tuvieron una importancia añadida, ya que el partido del presidente (MORENA) y sus aliados parlamentarios buscaban la mayoría cualificada para continuar con el proceso de reformas que lidera López Obrador, la llamada IV Transformación (4T). Es un proyecto de amplias repercusiones sociales, económicas y político-institucionales, que incluso podría afectar la relación con EEUU. Las elecciones legislativas eran la llave para que su gobierno pusiera plenamente en marcha la 4T, de la que entre 2018 y 2021 sólo se han visto esbozos: mayor intervencionismo estatal, reafirmación nacionalista y la aspiración de cambiar los fundamentos institucionales.
En las elecciones legislativas y locales de México, el partido oficialista MORENA ha sido el más votado y el que más poder local acumuló. Sin embargo, ha quedado muy lejos de sus grandes objetivos. El partido de López Obrador, que aspiraba a tener mayoría absoluta (más de 250 diputados) y con sus aliados mayoría suficiente para reformar la constitución (334), no ha alcanzado semejantes cifras. MORENA habría pasado de tener por sí misma mayoría absoluta (253) a perder más de 50 diputados y ahora depende de socios volátiles y poco confiables, como el Partido Verde Ecologista, para aprobar los presupuestos, así como otras leyes secundarias. Si bien incrementó su poder territorial, al ganar 11 de las 15 gobernaciones en juego, no es menos cierto que ha perdido bastiones clave por su potencia económica y poblacional, como Nuevo León.
Además, resultó debilitado por resultados como los de Ciudad de México, donde la oposición conquistó nueve de las 16 alcaldías (antes tenía cinco). Este triunfo agridulce es lo que hay detrás de la reflexión post electoral de López Obrador: “Se tiene que trabajar más con la gente”. La gran popularidad de López Obrador (más del 60% de respaldo tras casi un trienio en el poder, en un país que ha pasado crisis económicas y sanitarias) no fue suficiente para que MORENA en solitario obtuviera la mayoría absoluta. Tampoco tendrá mayoría cualificada y deberá lidiar con una oposición con importantes cuotas de poder local.
Hasta ahora, López Obrador ha logrado sacar adelante iniciativas de corte intervencionista y nacionalista: las reformas a la Ley de la Industria Eléctrica y la Ley de Hidrocarburos, que priorizan las actividades de la Comisión Federal de Electricidad (CFE) y de Petróleos Mexicanos (Pemex). Estas han disparado las peticiones de amparo por las empresas extranjeras afectadas. El protagonismo público se ha concretado en el impulso a ciertos proyectos de infraestructura, como el Tren Maya, el aeropuerto Felipe Ángeles y la refinería de Dos Bocas.
En las restantes elecciones latinoamericanas del semestre ha existido un generalizado voto de castigo a los oficialismos.
(3.3) Bolivia, el castigo al evismo
En los comicios de gobernadores y alcaldes de marzo y abril, Bolivia fue un ejemplo inesperado de votación que penaliza al incumbente: la dividida oposición al MAS conquistó seis de los nueve departamentos. Para el gobierno de Luis Arce, los comicios locales eran la posibilidad de ratificar su hegemonía tras las presidenciales de 2020. En la primera vuelta tuvieron más del 55% del voto y superaron al segundo en casi 30 puntos. Pero, seis meses después, el MAS, si bien mantuvo el control del 70% de los municipios –sobre todo rurales–, sólo conquistó dos de las 10 capitales y vio como mermaba el apoyo indígena. En la emblemática localidad de El Alto, ciudad de inmigrantes y vecina a La Paz, se impuso la agrupación Jallalla de Eva Copa, que lideró una escisión contraria a Evo Morales.
La explicación de estos resultados contradictorios (triunfo arrollador en octubre y pérdida de importantes cuotas de poder local en abril) responde al diferente contexto de ambas elecciones. El electorado masista había visto con cierto distanciamiento la caída de Evo Morales en octubre de 2019 sin defender a un líder en desgaste desde 2016. Sin embargo, en noviembre de 2020 el mismo electorado se movilizó por una fórmula presidencial escogida por Morales: Luis Arce y David Choquehuanca. Fue una reacción de los sectores indígenas y rurales ante la presidenta interina y candidata, Jeanine Añez, que representaba un retroceso de los avances (socioeconómicos e identitarios) impulsados por Morales.
El electorado masista votó no tanto por el retorno de Evo, sino por el regreso del MAS y las políticas públicas proindígenas asociadas a su hegemonía. Fue una convergencia puntual, impulsada por el “voto del miedo” a la victoria de la derecha (tanto la de Áñez como la de Fernando Camacho, de Santa Cruz). Despejado este peligro, retornaron las diferencias entre el aparato (que encabeza Morales) y las bases, con nuevos líderes, como Eva Copa, que no aceptan el rígido control caudillista de Morales y su entorno. Eso explica que escisiones del MAS, que sigue siendo el único partido presente en todo el país frente a la fragmentación opositora, hayan logrado captar el voto que antaño respaldaba a Morales y ahora no parecen dispuestas a regresar al redil.
(3.4) Ecuador, el ocaso de una época
Ecuador votó no sólo contra el gobierno de Lenin Moreno (2017-2021), sino también castigó el liderazgo caudillista de Rafael Correa. Penalizó la labor de Moreno, marcada por la crisis económica, los recortes y la mala gestión durante la pandemia (su candidata, Ximena Peña, apenas superó el 1,5%). Y, sobre todo, contra la hegemonía y liderazgo de Correa, quien desde el exilio apoyaba a Andrés Arauz. Pese a ser el más votado en la primera vuelta (32,7%), no consiguió atraer ni el voto indígena ni el de la izquierda moderada. Se quedó en el 47,6%, a cuatro puntos del actual presidente, Guillermo Lasso.
Las políticas autoritarias de la década correísta le fueron restando apoyos, sobre todo de los grupos indígenas enfrentados al “extractivismo” defendido por Correa y contrario a las propuestas medioambientalista de partidos como Pachakutik, que canaliza gran parte del voto indígena. El correísmo también ha vivido el alejamiento de la izquierda moderada, dada su deriva autoritaria. En la segunda vuelta, los indígenas se inclinaron por el voto nulo (que pasó de un millón a más de 1.700.000) mientras la izquierda moderada optaba por el mal menor (Lasso). Esto explica por qué el nuevo presidente, que sólo obtuvo el 19,7% en primera vuelta, sumara el 52,3% en el balotaje.
(3.5) Chile, el fin de un modelo
Chile también votó contra el gobierno y contra el modelo institucional y de partidos políticos, vigente desde el final de la dictadura (1988-1990). Los comicios para la Asamblea Constituyente mostraron la desafección, o al menos falta de implicación, de una parte considerable de la población (votó menos del 45%) en la elaboración de un nuevo marco constitucional. Resulta paradójico que la apertura del proceso constituyente fuera la respuesta de la clase política para encauzar el malestar social y la desafección que desembocaron en el estallido social de octubre de 2019.
La cita ha debilitado a las dos grandes coaliciones que han gobernado Chile en las últimas tres décadas y que han sido capaces de reunir las más diversas sensibilidades: la ex Concertación (desde democratacristianos a socialistas) y la vieja Alianza (con liberales, conservadores y antiguos pinochetistas). El modelo ha llegado a su fin, al menos en el corto plazo. Habrá que ver lo que ocurra en las próximas legislativas y presidenciales, tras 30 años de hegemonía concertacionista (1990-2010) y de alternancia entre ambas coaliciones (2010-2022). El centroderecha, que buscaba sumar un tercio de los asientos para conseguir mayor poder de negociación e influencia en la Constituyente, sólo obtuvo 37 escaños. Los antiguos concertacionistas (Lista Apruebo) acabaron terceros, por detrás de la lista de la izquierda (Lista Apruebo Dignidad) con el Partido Comunista y la coalición del Frente Amplio.
El espectro político se fraccionó en cinco fuerzas, dos de derecha y tres de izquierda. Subsisten debilitadas, pero con importantes cuotas de poder local, las dos coaliciones históricas (la Alianza y la Unidad Constituyente –ex concertacionistas–) que han visto nacer fuerzas en sus extremos: el Partido Republicano y la nueva izquierda (el Frente Amplio/Partido Comunista) y la ultraizquierda (Lista del Pueblo). El triunfo de las izquierdas en la Constituyente es más aparente que real. Han sido los únicos que obtuvieron más de un tercio –69 constituyentes– con la suma del Frente Amplio (15), Partido Comunista (7), Lista del Pueblo (27), Frente Regionalista Verde Social (4), Igualdad (1) e independientes cercanos (4).
Además, la izquierda obtuvo un buen resultado en las elecciones locales al conquistar la municipalidad de Santiago centro, donde el derechista Felipe Alessandri fue derrotado por escasos votos por la candidata comunista Irací Hassler. El partido Revolución Democrática (RD), de Giorgio Jackson, obtuvo alcaldías importantes (Valdivia, Ñuñoa, Viña del Mar y Maipú, entre otras). De todas formas, el centro izquierda tradicional sigue teniendo solidez y arraigo, como quedó en evidencia en la segunda vuelta de la elección de gobernadores del 13 de junio: la Unidad Constituyente se impuso en la capital (la Región Metropolitana) y en otras siete de las 13 gobernaciones en juego. Sobre todo, destacó el triunfo capitalino de Claudio Orrego, un demócratacristiano apoyado por los socialistas, sobre el Frente Amplio que refuerza las opciones del centro izquierda frente a la izquierda de cara a la segunda vuelta de las presidenciales. El voto de castigo al oficialismo se ha traducido en que, de las 16 gobernaciones, el centroderecha sólo gobernará en la Araucanía, frente a las 10 que domina el centro izquierda, tres los independientes y dos la izquierda.
Son tres fuerzas disímiles, con grandes diferencias ideológicas y de estrategia que ni siquiera se pusieron de acuerdo en iniciar negociaciones para llevar un candidato común a las presidenciales de finales de 2021. La preponderancia de las izquierdas en la Convención Constituyente se basa en la incomparecencia de la derecha, pues la mayoría del voto abstencionista pertenece a ese sector político. El éxito de los candidatos independientes (conquistaron 65 de los 155 escaños) introduce elementos de elevada incertidumbre por las dificultades de articulación y coordinación y por ver cómo traducirán su gran representación en peso e influencia real (la mayoría está en el espacio de la izquierda), sin quedar diluida por su heterogeneidad y fragmentación.
Como señala Andrés Velasco, los resultados de la constituyente muestran un giro a la izquierda que no se traduce exactamente en una rebelión contra el “modelo económico neoliberal”, ya que “los votantes rechazaron no sólo a las elites política y empresarial, sino también a todas las otras elites tradicionales: académica, sindical, mediática, y de las ONG. La buena noticia es que la convención se asemeja al país. La mitad de sus miembros son mujeres, y los pueblos indígenas constituyen un bloque importante… Si las instituciones políticas chilenas sufrían de un déficit de legitimidad, la nueva constitución redactada por una convención como la recién elegida debería cerrar de modo inapelable aquella brecha. La mala noticia es que los 155 constituyentes tendrán que dejar de lado todo lo que representan si han de hacer su trabajo bien… esos mismos constituyentes ahora tienen que crear instituciones que permitan negociar, pactar y también transar… existe una revolución de expectativas frente a este proceso de cambio constitucional el cual difícilmente estará a la altura de tales expectativas… Además, la fragmentación del voto… adelanta serios problemas de gobernabilidad”.
(3.6) Perú, el cóctel perverso (polarización y fragmentación)
Perú, como ocurre desde la caída de Fujimori, ha votado nuevamente por el cambio. Entre 2006 y 2021 nunca ganó el partido en el poder. La segunda vuelta fue entre el fujimorismo, que desde el colapso del régimen de Fujimori actuó como oposición, no sólo a los gobiernos de turno sino también al régimen antifujimorista nacido en 2001. El otro candidato, Pedro Castillo, encarnaba la crítica al sistema político y al modelo económico (“neoliberal”) nacido en los 90 y mantenido en sus líneas esenciales por los presidentes que desde entonces han estado en el poder. En la segunda vuelta, el 6 de junio, se enfrentaron dos modelos antitéticos y sin posibilidad de entendimiento, en medio de una fuerte fragmentación que impide garantizar la gobernabilidad. A la falta de experiencia de Castillo y su endeblez ideológica, se une la carencia de cuadros de gobierno, compensado, sólo en parte, tras su alianza con la líder de la izquierda moderada, Verónika Mendoza.
La incertidumbre es la peor herencia de la pugna entre Castillo y Keiko Fujimori. No sólo por el resultado (el país se dividió casi exactamente al 50%), sino también por las dudas sobre la capacidad de Castillo para garantizar la gobernabilidad. Sin ella no hay seguridad jurídica ni espacio para impulsar reformas estructurales, que requieren amplios consensos, para sacar al país del bajo crecimiento y escaso desarrollo social. No es incertidumbre coyuntural sino estructural y de medio plazo, que prolonga un problema mayor que ningún gobierno en la última década ha sabido enfrentar: la adecuación de la economía y la estructura social a los retos de la IV Revolución Industrial.
Perú debió elegir entre dos figuras que polarizan el país en los extremos. Dos liderazgos incapaces de ofrecer consensos sino rupturas traumáticas, cuando los retos futuros requieren políticas de Estado, de largo plazo y consensuadas. Sin embargo, tales consensos están lejos de alcanzarse cuando Castillo aspira a hacer tabla rasa con la herencia anterior, a la que califica de “neoliberal”, y llega bajo las siglas de un partido (Patria Libre) que se declara marxista (“decirse de izquierda cuando no nos reconocernos marxistas, leninistas o mariateguistas, es simplemente obrar en favor de la derecha con decoro de la más alta hipocresía”) y que aspira a convocar una Asamblea Constituyente para transformar el modelo institucional y económico.
La polarización en los extremos va de la mano de una gran fragmentación, tanto en la elección presidencial, con 18 candidatos, como en el Parlamento, con 10 bancadas. Los candidatos que disputaron el balotaje, más que concentrar voto favorable reunieron voto prestado, negativo y anti-voto al canalizar el rechazo hacia el rival más que el respaldo propio. Señalaba Martín Tanaka, en El Comercio, que “al final del cómputo oficial, tenemos que Pedro Castillo ganó la primera vuelta con apenas el 18,9% de los votos válidos, y Keiko Fujimori entró a la segunda con apenas el 13,4%. La suma de ambos, 32,3%, está muy por debajo de la suma de los votos de los contendientes a segunda vuelta de elecciones pasadas: 60,8% en 2016, 55,2% en 2011, 54,9% de 2006 y 62,2% de 2001. Con los votos que obtuvo, Pedro Castillo habría quedado cuarto en 2001 y 2006, y tercero en 2011 y 2016”.
Con la mayoría de la población votando más por el rechazo al otro que por la adhesión al candidato propio, es probable que se repitan en Perú los ejemplos chileno (2019), peruano (2020) y colombiano (2021) y que la calle –cada vez más empoderada– aumente su protagonismo. El antifujimorismo se movilizó durante la campaña para el balotaje (hubiera ido a más en un hipotético gobierno de Keiko Fujimori). Los intentos de Castillo de cambiar el marco constitucional e institucional a través de una Asamblea Constituyente pueden provocar la ruptura de los consensos que han sostenido al país desde 2000-2001. La calle se ha convertido en un poder fáctico y ha demostrado, desde 2019, tener una creciente capacidad de veto: en Chile, para variar la agenda de gobierno y desencadenar un proceso constituyente; en Perú, para derribar un gobierno espurio como el de Manuel Merino; y en Colombia, para tumbar una reforma fiscal y mantener más de un mes paralizado parte del país. Un futuro gobierno de Castillo va a tener a la calle en contra, al menos en Lima, donde el ganador sólo obtuvo el 35% de los votos en el balotaje, con las instituciones debilitadas (partidos, Congreso, poder judicial y presidencia).
A la endeblez de los respaldos sociales de los dos candidatos se une la fragilidad de la base de apoyo parlamentario, que debilita la gobernabilidad y el impulso a las reformas. Castillo (con 37 escaños de 130) no tiene una bancada fuerte y cohesionada que garantice la gobernabilidad y la marcha armoniosa de los poderes Legislativo y Ejecutivo. Además, afronta serios problemas para forjar una mayoría y encontrar aliados que garanticen la gobernabilidad. Esta coyuntura lleva a no descartar una no imposible crisis institucional permanente en un país que viene de un quinquenio (2016-2021) convulso: cuatro presidentes (Pedro Pablo Kuczynski, Martín Vizcarra, Manuel Merino y Francisco Sagasti), dos renuncias (Kuczynski en 2018 y Merino en 2020), un referéndum para impulsar una reforma institucional (2018) y la disolución anticipada del Congreso (2019) que dio paso a nuevas elecciones legislativas (2020). Si la dicotomía fujimorismo-antifujimorismo congeló al país desde 2016, ahora se observa el peso paralizante de la fragmentación, presente desde 2020, que condicionará al nuevo gobierno.
(4) Previsiones para la segunda mitad del año
Todos estos procesos de la primera mitad del año adelantan algunas tendencias de lo que puede pasar en las próximas elecciones en Argentina (legislativas de medio término), Nicaragua, Honduras y Chile (presidenciales).
Primero, no es posible hablar de “giros” uniformes hacia un lado u otro. Incluso el “voto de castigo” tiene importantes excepciones en gobiernos que han transformado su gestión en una permanente crítica al pasado y plantean cada cita electoral como un plebiscito entre los viejos partidos y las fuerzas emergentes (México o El Salvador). En Chile, el voto de castigo lo podría encauzar Daniel Jadue (candidato a presidente del Partido Comunista, que estuvo excluido de la transición y la alternancia en el poder al menos hasta 2014). Una hipotética segunda vuelta entre Jadue y Joaquín Lavín (centroderecha) se transformaría en la encarnación del duelo entre el modelo que ha prevalecido desde 1990 y la alternativa rupturista. Pero todavía, sin las candidaturas definidas, queda mucho camino por recorrer.
En Honduras, la aspiración continuista de Juan Orlando Hernández se centra en lograr que el candidato de su partido (el Nacional, conservador), Nasry Afura, gane las elecciones de noviembre frente a la emergencia de otras figuras rupturistas. Bien desde la izquierda (la esposa del Manuel Zelaya, Xiomara Castro) o desde el populismo (Salvador Nasralla, con un lenguaje que recuerda a Bukele y un estilo de liderazgo caudillista, providencialista y personalista). Desde mediados de la década pasada, Nasralla lideraba el Partido Anticorrupción y desde 2020 el Partido Salvador de Honduras.
Segundo, las tendencias autoritarias de la primera mitad del año tendrán un escenario privilegiado en Nicaragua. El régimen neosomocista creó en 2020 un marco legal/electoral favorable a sus intereses ante las elecciones presidenciales. En 2021 desencadenó la persecución y el acoso de sus rivales. En 2020 el gobierno de Ortega/Murillo, tras 15 años en el poder, aprobó un conjunto de leyes que dan sustento jurídico a la represión contra los opositores, comenzando por la Ley de Regulación de Agentes Extranjeros, conocida como “ley Putin”, que castiga a quien recibe dinero del exterior si no reporta sus ingresos y gastos a las autoridades. Obliga, tanto a organizaciones como a personas naturales que reciben esos fondos a registrarse como “agentes extranjeros” ante el Ministerio de Gobernación (Migob). La ley conculca los derechos políticos de participación, entre otras libertades públicas. También están la Ley de Ciberdelitos, conocida como “Ley Mordaza”, que sanciona a cualquier persona que tenga o comparta información considerada una amenaza por el gobierno. Se creó la figura de la cadena perpetua por “crímenes de odio” y en diciembre de 2020 la Asamblea aprobó la Ley Guillotina, que da al oficialismo un amplio margen para apartar opositores de las elecciones, al excluir de los cargos de elección popular a quienes encabecen o financien un golpe de Estado, alteren el orden constitucional, o exijan o aplaudan sanciones internacionales, actos de los que el oficialismo acusa a la oposición.
Con esa estructura legal represiva, el régimen ha pasado a acosar, arrinconar y dejar sin margen de opción a una oposición con fuertes divisiones internas. Ha bloqueado la candidatura presidencial de Cristiana Chamorro mediante una supuesta acusación de “lavado de dinero” para impedir la participación política de la que fuera directora de la extinta Fundación Violeta Barrios. También el régimen detuvo al precandidato presidencial Arturo Cruz Sequeira, quien supuestamente infringió la Ley de Defensa de los Derechos del Pueblo, la “ley guillotina”.
Conclusiones
Las elecciones en México –legislativas–, en Perú –segunda vuelta de las presidenciales– y las locales en Chile han cerrado el primer semestre de elecciones en América Latina. Estas citas se enmarcan dentro del actual momento electoral y de renovación de cargos (en cuatro años habrá elecciones en todos los países salvo Bolivia) y dentro del “estado de ánimo” propio de la mayoría de los países latinoamericanos.
Los comicios se producen en medio de una coyuntura que afecta los resultados y, sobre todo, las tendencias predominantes. La histórica y persistente desafección ciudadana hacia partidos y administraciones se ha visto acrecentada por la mala gestión de la pandemia por los gobiernos y por la crisis económica vinculada a la enfermedad que han acelerado la frustración de expectativas, sobre todo de unas clases medias emergentes y heterogéneas que han visto deteriorarse su calidad de vida y sus perspectivas de mejora personal e intergeneracional.
Ese sentimiento de rechazo a gobiernos, partidos e instituciones se traduce en un generalizado voto de castigo a los oficialismos, canalizado por candidatos rupturistas que critican no sólo a los gobiernos de turno sino a los sistemas que han dado soporte a las democracias latinoamericanas desde los años 80. En 2018 López Obrador abanderó la llamada IV Transformación para romper con los fundamentos económicos e institucionales del país elaborados en los 80 y 90; Bolsonaro trataba de acabar con el modelo vigente desde 1994; más recientemente, Bukele ha significado una ruptura con el modelo que definió al país desde 1989, como la Convención Constituyente aspira a cambiar de arriba abajo el modelo chileno que centroderecha y centroizquierda gestionaron desde 1990.
En este contexto hay que entender las últimas elecciones. En Perú el electorado se ha polarizado ante el balotaje, como es normal cuando sólo hay dos candidatos. Pero, la polarización se ha dado en los extremos y hubo que escoger entre un candidato en la izquierda más extrema (Pedro Castillo representaba a un partido autodeclarado marxista-leninista) y una candidata (Keiko Fujimori) que históricamente se ha movido dentro en la derecha –no el centroderecha–. Al final, el sentimiento antifujimorista y antikeikista, en un país partido casi por la mitad, ha sido levemente mayoritario y ha llevado a la presidencia a Castillo, que deberá afrontar una compleja coyuntura.
Tiene el rechazo de una parte importante de la población y de regiones clave, como Lima. Tampoco cuenta con una base legislativa suficiente. Pese a ser la minoría más importante, Perú Libre tiene escasa representación y poca capacidad de construir liderazgos. Su estrategia rupturista, con convocatoria de una Asamblea Constituyente, no encuentra respaldo suficiente. El riesgo es, por lo tanto, que el país quede atrapado bien en la parálisis por la pugna entre legislativo y ejecutivo, bien en la ingobernabilidad, lo cual acrecienta el riesgo de un nuevo quinquenio perdido. De modo que, aunque sea difícil, no se debe descartar la presentación de una moción de vacancia por “incapacidad moral manifiesta”.
México es otra prueba de que los liderazgos caudillistas y rupturistas también tienen un estrecho margen de acción y de que el voto de castigo puede volverse contra ellos. El partido de López Obrador –MORENA– que aspiraba a tener mayoría absoluta (más de 250 diputados) y con sus aliados mayoría suficiente para reformar la constitución (334) se ha quedado lejos de esas cifras. Más dependiente de aliados volubles y con la oposición controlando bastiones económicos y políticos se reduce la posibilidad de impulsar un cambio en el modelo institucional. Garantizar la gobernabilidad se ha vuelto más complejo para el presidente, ya que a la pérdida de margen de acción propio se une la dificultad para alcanzar acuerdos de Estado con la oposición. Estilos polarizantes, como el de López Obrador y de otros líderes regionales, obstaculizan la posibilidad de alcanzar acuerdos inter partidarios y con los agentes sociales para impulsar reformas estructurales.
Así pues, más que hacia un nuevo giro hacia la izquierda o la derecha, la actual dinámica política latinoamericana viene determinada por la incertidumbre, la fragmentación y la polarización en los extremos.
Carlos Malamud
Investigador principal, Real Instituto Elcano | @CarlosMalamud
Rogelio Núñez
Investigador senior asociado del Real Instituto Elcano y profesor colaborador del IELAT, Universidad de Alcalá de Henares | @ RNCASTELLANO