Cristina: la Justicia es mía
Es imposible explicar lo inexplicable. Pero resulta extraño que un docente de la Facultad de Derecho ignore el principio de la división de poderes y las facultades de la Corte Suprema de Justicia. Mucho peor es que quien desconoce todo eso sea ahora el presidente de la Nación. Alberto Fernández, profesor adjunto de Derecho Penal, vapuleó verbalmente al presidente de la Corte Suprema, Carlos Rosenkrantz, porque este convocó a una reunión extraordinaria del tribunal para tratar pasado mañana el per saltum presentado por tres jueces arbitrariamente destituidos. También dijo que le pidió a Rosenkrantz que la Corte se ocupara de cuestiones de género y que este le respondió con el silencio. La información no es cierta. Alberto Fernández y Rosenkrantz no hablaron nunca y no hay ninguna cuestión de género pendiente en la Corte. El máximo tribunal argentino es uno de los más avanzados en América Latina en asuntos de género. La mención del Presidente sobre ese tema fue tan absurda que la jueza Elena Highton de Nolasco, la única que fue nominada a la Corte por el propio Fernández cuando este era jefe de Gabinete, le salió al cruce con un duro documento de desmentida. El Presidente debería tenerles más respeto a los hechos ciertos, sea cual fuere su opinión sobre esos hechos.
De todos modos, los graves errores de Alberto Fernández, y sus apostasías institucionales, conducen al núcleo mismo del principal problema de la nación política: hay una estirpe política dispuesta a tumbar la independencia del Poder Judicial. Más todavía: la poderosa vicepresidenta, jefa política real de dos poderes del Estado (el Ejecutivo y el Legislativo), se dispone a designar a los jueces que la juzgarán y a los que podrían juzgar a sus adversarios. Fue una treta que intentó en 2013, cuando era presidenta y promovió una reforma judicial con elección popular del Consejo de la Magistratura. Le salió mal porque la Corte Suprema declaró inconstitucional esa ley. Ahora insiste en el propósito, pero por la vía de los hechos consumados. El actual presidente dijo ya en la campaña electoral que Cristina Kirchner era inocente de los delitos de corrupción que la interpelan. Rara afirmación también en un profesor de Derecho. La inocencia o la culpabilidad de las personas la pueden decidir solo los jueces, porque son los únicos que tienen conocimiento cabal de los expedientes, las pruebas y los testimonios.
Los graves errores de Alberto Fernández conducen al núcleo del principal problema: hay una estirpe dispuesta a tumbar la independencia del Poder Judicial
Sea como fuere, ya en el poder Alberto Fernández instruyó a su delegado en el Consejo de la Magistratura, Gerónimo Ustarroz, para que objetara la designación de dos jueces de la Cámara Federal, Leopoldo Bruglia y Pablo Bertuzzi, que habían procesado y dictado en algunos casos la prisión preventiva de Cristina, y la de Germán Castelli, juez del tribunal oral que debe juzgar a la vicepresidenta por la escandalosa causa de los cuadernos. Una mayoría simple del Consejo, con el voto decisivo de Graciela Camaño, decidió pedirle de nuevo al Senado un acuerdo para esos jueces. La aprobación o el rechazo de esos jueces depende de una mayoría de senadores que Cristina controla solo con la mirada. Rechazaron el nuevo acuerdo de los tres jueces, que ya tenían acuerdo para ser jueces. No es cierto, como sugirió el Presidente, que esos jueces no tenían acuerdo. Salvo en casos de subrogancias por parte de funcionarios de menor jerarquía, todos los jueces tienen acuerdo del Senado. El Presidente destituyó luego a los tres con un decreto fulminante.
Cristina Kirchner (y Alberto Fernández -por qué no-) se propone ahora designar a los jueces que ocuparán el lugar de Bruglia, Bertuzzi y Castelli. ¿Quiénes son los principales candidatos? Uno es el juez federal de Dolores, Alejo Ramos Padilla, un militante de la leyenda cristinista que confeccionó una causa para voltear al fiscal Carlos Stornelli y al entonces juez Claudio Bonadio, quienes habían investigado los cuadernos del chofer Oscar Centeno. Un amigo de la casa. Otro es Roberto Boico, abogado defensor de Cristina en la causa del memorándum con Irán, que destrató a Bonadio hasta cuando habló de su muerte. «Engranaje de un sistema persecutorio», lo llamó Boico cuando ya el juez no vivía. Y un tercer candidato es el actual juez federal Marcelo Martínez de Giorgi, magistrado que está sentado sobre las carpetas de los servicios de inteligencia que se encontraron en un allanamiento en la casa de Cristina Kirchner. Hay en esas carpetas transcripciones de conversaciones telefónicas de importantes empresarios y de dirigentes políticos, como Francisco de Narváez. Martínez de Giorgi tiene también una denuncia contra la «operación puf» (la causa de Dolores para desestabilizar a Stornelli y a Bonadio) y no la mueve ni para adelante ni para atrás (tampoco para los costados). El acuerdo para el ascenso de Martínez de Giorgi lo tiene que dar Cristina, dueña y señora del Senado. El juez debería renunciar a su ascenso o excusarse de las causas que la tienen como imputada a su eventual benefactora. Retener esas causas podría interpretarse como un gesto de disciplina del juez ante el único poder que manda.
Los avances de Cristina sobre la Justicia son tan explícitos que el fiscal Stornelli inició, respaldado en varias denuncias, una investigación por asociación ilícita contra el procurador del Tesoro, Carlos Zannini; el secretario de Justicia, Juan Martín Mena; el secretario de Derechos Humanos, Horacio Pietragalla; el jefe de la Oficina Anticorrupción, Félix Crous; el titular de la Inspección General de Justicia, Guillermo Nissen, y el fiscal ante la Cámara de Casación, Javier de Luca. Stornelli investiga si se asociaron para voltear a los tres jueces destituidos y si se proponen, además, expulsar de su cargo al procurador general, Eduardo Casal. La causa está en manos de la jueza María Eugenia Capuchetti.
Es probable que Cristina Kirchner no pueda darse algunos lujos. También es probable que la Corte no acepte el per saltum pedido por los tres jueces. La Corte ha sido históricamente muy restrictiva con el recurso del per saltum, porque significa en los hechos ignorar la opinión de las instancias inferiores. Para aceptarlo deben darse dos circunstancias: gravedad institucional y hechos irreparables. La gravedad institucional existe, pero es menos constatable que sucedan hechos irreparables. Para consumar el hecho, los cargos de los tres magistrados deberían ser cubiertos por jueces aprobados por el Consejo de la Magistratura, pero la designación de jueces requiere del voto de los dos tercios del Consejo. El Gobierno no tiene ese número. Otra cosa es la cuestión de fondo; esto es, si los jueces fueron bien o mal desplazados. Es probable que cuando la Corte trate esta cuestión, luego de que se expida la tortugueante Cámara en lo Contencioso Administrativo, una mayoría esté de acuerdo en que los tres jueces deben ser repuestos en los cargos de los que fueron destituidos. Es la facultad de la Corte que el Presidente ignoró flagrantemente cuando embistió contra el titular del tribunal, Rosenkrantz. Ayer hubo un intercambio de mensajes entre Alberto y Rosenkrantz. Un conocido común le advirtió al titular de la Corte que un juez de ese tribunal le informó al Presidente que Rosenkrantz se había reunido con Mauricio Macri y que eso provocó la furia presidencial. Rosenkrantz le pidió que le aclarara a Alberto Fernández que no se reunió con Macri y que él solo conversa con los jueces de la Corte sobre causas en manos de la Corte. La mayoría de la Corte no pierde tiempo en intrigas, pero debería aislar a las intrigas y a los intrigantes si no quiere caer en el descrédito.
¿No sabe Alberto Fernández que la Corte es la máxima autoridad sobre el Poder Judicial y que importa poco la opinión del Presidente? ¿O, acaso, está anunciando que desobedecerá a la Corte Suprema si esta resolviera contra la opinión del docente universitario que ahora es presidente? En su versión anterior, el kirchnerismo construyó un relato épico sobre cruzadas políticas e ideológicas que nunca existieron. Ahora solo quiere darles un manotazo a los jueces. Para huir de la Justicia o para perseguir a sus opositores. Un dogma sin magia.