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Cuando los brujos mandan

No es raro encontrar en la historia siempre sorprendente de América Latina cómo el poder ha dependido de la magia negra y de las artes de la brujería

Al centro de una de las rotondas en la ciudad de Managua, donde se abre la antigua avenida Bolívar que corre hasta la costa del lago Xolotlán, custodiado por tres frondosos árboles de la vida hechos de fierro, se alza un extraño y vistoso monumento de latón en homenaje al comandante Hugo Chávez, pródigo benefactor del régimen de la familia Ortega mientras vivió.

La efigie del comandante, el rostro de un extraño color amarillo, y en la cabeza su boina roja de paracaidista, surge por encima de un sol de llamas como pétalos, dentro del que se enrosca una serpiente emplumada de vivos colores.

El color de bilis del rostro, el sol que parece una flor, la serpiente emplumada, todo tiene un significado que apunta hacia la magia protectora. Son símbolos esotéricos que tienen que ver con el poder, y las formas de protegerlo de acechanzas y malas vibras.

Para no hablar de los árboles de la vida, que al unir el cielo y el infierno custodian la salud y la suerte de los gobernantes, y los amparan, entre otras calamidades, frente a los efectos del mal de ojo, las envidias funestas de sus enemigos, las enfermedades, y, por supuesto, la muerte.

No es raro encontrar en la historia siempre sorprendente de América Latina cómo el poder ha dependido de la magia negra y de las artes de la brujería, de la adivinación y de los conjuros, de los símbolos ocultos y de las ciencias espiritistas, de los hechizos y la comunicación con el más allá.

El propio Chávez, se ha escrito, tenía instalado en el palacio de Miraflores un altar santero donde se hallaba entronizada una cabeza de caimán rodeada de velas y amuletos, y al filo de la medianoche hablaba con el espíritu de Simón Bolívar en busca de consejos, y durante el almuerzo reservaba a su diestra un sitio y un plato para él.

Y qué decir del general Maximiliano Hernández Martínez, quien llegó al poder en El Salvador por medio de un golpe de estado, y se mantuvo a lo largo de trece años presentándose como candidato único, hasta que una protesta popular lo obligó a dejar la silla presidencial en 1944.

Abstemio y vegetariano, y devoto de la teosofía, creyente en la reencarnación, realizaba sesiones de espiritismo en la casa presidencial. En sus alocuciones radiofónicas semanales proclamaba que quien mataba a una hormiga «cometía un crimen mayor que el de matar a un hombre, porque cuando un hombre muere se vuelve reencarnado, mientras que una hormiga muere para siempre»·.

La brujería, una vez en el poder, se vuelve adicta al crimen, y nunca se harta de sacrificios humanos

Por eso de que la vida de una hormiga vale más que la de un hombre, es que seguramente no tuvo empacho en mandar a masacrar a 30 mil campesinos indígenas en Izalco, en 1932, acusados de rebelión, el genocidio mayor cometido nunca en Centroamérica, una marca siniestra en una región del mundo donde no han faltado los genocidios.

Pero ninguno de los espíritus trascendentes con lo que solía conversar en amenas charlas, fue capaz de informarle de que muchos años después, en su exilio en Honduras, su propio chofer lo mataría dándole diecisiete puñaladas. Fueron tantas que los médicos invisibles no pudieron hacer nada por él.

Devoto de los ritos del vudú, Papa «Doc» Duvalier, quien llegó al poder en Haití en 1957 y se declaró presidente vitalicio, hablaba con los difuntos. Ordenó decapitar a su enemigo político Blucher Philogenes, y mantuvo conservada en hielo la cabeza frente a la que se sentaba en el encierro de su despacho tratando de sacarle palabra para que le revelara el nombre de quienes urdían conspiraciones en su contra.

Isabel Perón, la cabaretera de pocas luces, llegó a presidenta de Argentina en 1973 como sucesora de su esposo, el general Juan Domingo Perón. Pero quien verdaderamente mandaba era su consejero José López Rega, en un tiempo policía raso que servía el mate a sus superiores en el cuartel mientras soñaba con cantar un día en los escenarios las arias de Rigoletto, pues se creía con voz de tenor.

Sacerdote supremo de la secta esotérica Anäel, sucesora de la secta Thulé, a la que pertenecieron nada menos que Adolfo Hitler y Rudolf Hess, organizó también otra secta de sicarios y criminales a sueldo, la Alianza Anticomunista Argentina, mejor conocida como la Triple A, responsable de decenas de asesinatos, torturas y secuestros, sobre todo de jóvenes.

La brujería, una vez en el poder, se vuelve adicta al crimen, y nunca se harta de sacrificios humanos.

 

 

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