Diario de la cuarentena (4): Vendrá la muerte y tendrá tus ojos
Cuarto día de confinamiento. Un hombre muere en la acera. Vienen a mi mente las palabras de Cesare Pavese
Son las dos de la tarde y atravieso la calle Alcalá a toda prisa. Sólo veo gente en los balcones y unas pocas personas que cruzan el paso cebra. Una escenografía de pesadilla que se derrama ahora sobre la realidad. En la esquina hay sanitarios y policías. Parecen salidos de una novela de Bradbury. Llevan mascarillas y guantes.
Tres patrullas con las sirenas encendidas impiden el paso y desvían a los conductores para que no tomen el cruce de la calle Alejandro González. En principio me pareció ver sólo dos, pero al cruzar consigo más. Uno, dos, tres, ¡cuatro agentes! Y allá vienen tres más.
Dos ambulancias permanecen aparcadas en medio de la calle. Tienen las puertas abiertas, pero no hay nadie en su interior. Los sanitarios van y vienen empujando una camilla sin paciente y dos agentes más interrogan a la farmacéutica. Todos tienen la cara y las manos tapadas.
Una escenografía de pesadilla metida ahora en la realidad. En la esquina hay sanitarios y policías. Parecen salidos de una novela de Bradbury
Tendido en la acera y rodeado por un precinto hay un cuerpo cubierto con una manta isotérmica. Deduzco que se trata de un hombre mayor, por la coronilla envuelta en una pelusilla gris. Podría ser mi padre, pienso. Una aguja de pánico me afloja las piernas. Llamo a casa. ¿Está todo bien?
El sol amplifica el color metálico de la manta y también la curiosidad de los vecinos, a esa hora asomados a las ventanas cual centinelas de su propio tedio. «¿Qué ha pasado? ¿Quién es? ¿Pero cuándo se desplomó? ¿Murió en el acto? ¿Estaría infectado?», cuchichean los pocos peatones que vienen de hacer la compra.
Doblo en pedacitos mi curiosidad y avanzo a toda prisa, recitando en mi mente trozos del poema de Cesare Pavese. «Vendrá la muerte… y tendrá tus ojos (…). Asomarse a un rostro muerto, como escuchar un labio cerrado». Volveré más tarde.
A las cuatro de la tarde, justo dos horas después, doblo en la misma esquina. El cuerpo sigue ahí. De un furgón de los servicios funerarios bajan tres operarios. El viento levanta un poco la manta isotérmica. Hace frío y está nublado. Un resfriado de desolación y soledad congela el mundo que me rodea. No sé quién es ese hombre muerto al que meten en un saco de tela. Me pregunto si tiene familia o si alguien a estas horas comienza a echarlo en falta.
El coronavirus resitúa el tamaño de la muerte en nuestras vidas. Tanto tiempo escondiéndonos de ella, evitándola o maquillándola y pasa esto
Cada mañana, sobre todo al salir de la cama, pienso en la invisibilidad de los enfermos y la soledad de los hospitales. En los que no pueden siquiera despedirse de los suyos antes de devolverlos a la tierra. El coronavirus resitúa el tamaño de la muerte en nuestras vidas. Tanto tiempo escondiéndonos de ella, evitándola o maquillándola y pasa esto. En un mundo antes poblado sólo por eufóricos corredores, la muerte ha reaparecido para llevarnos la contraria.
Cuando cae la noche y la ovación a los sanitarios comienza, pienso también en el exorcismo invisible. Eso que ocurre a oscuras. Es esa soledad sinfónica que forman los que, aún deseándolo, no pueden salir la calle. Aplauden a personas que no son capaces de ver. Chocan las palmas como si así pudieran deshacerse de la angustia, que no sale de las casas ni a escobazos. Es la cosa pública, tiznada de soledad. Es la muerte rondando, pasando revista, tocando a la puerta.