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El caso conservador contra Trump

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Hay muchas lecciones que los conservadores necesitan aprender ante el ascenso de Donald Trump. Hay elementos de su mensaje que el partido debería asumir. Hay quejas entre sus votantes que el Partido Republicano tendría que abordar.

Pero que los conservadores apoyen a Trump, y lo ayuden en su elección como presidente de los Estados Unidos, sería un terrible error.

Sería un error especialmente severo para aquellos conservadores que sienten que la visión básica de Reagan, que dominara su partido durante décadas – una fusión de conservadurismo social, economía de libre mercado, y un internacionalismo de línea dura – todavía es fundamentalmente correcta.

De diversas maneras, tanto grandes como pequeñas, Trump se ha expresado constantemente en contra de esta visión. Es cierto que durante las primarias ha defendido de boquilla ciertas ideas de Reagan – afirmando que él es pro-vida, prometiendo una reducción de impuestos centrados en la oferta, o comprometiéndose a nombrar jueces conservadores-. Pero el núcleo de su mensaje ha sido proteccionista y nativista, cómodo con un estado de bienestar expansivo, aburrido del conservadurismo religioso, y desdeñoso de los compromisos que constituyen la Pax Americana post-Guerra Fría. Y las incursiones de Trump en materia de políticas públicas desde el momento en que se alzó con la nominación sólo han confirmado su orientación post-Reagan.

Conservadores pro-Reagan que ayuden a Trump a alcanzar  la presidencia entonces estarían, como sonámbulos, dirigiéndose hacia una especie de suicidio ideológico. Los líderes exitosos partidistas a menudo transforman los partidos a su imagen. William Jennings Bryan y Woodrow Wilson, entre ambos,  cambiaron un partido Demócrata de talante conservador, a uno progresista. Dwight Eisenhower acabó con el aislacionismo del GOP. Y el propio Reagan condujo la extinción del republicanismo liberal.

Un exitoso Presidente Trump (y apoyarlo es esperar tal cosa) fácilmente podría hacer lo mismo con el reaganismo. En un GOP totalmente trumpista, la coalición ideológica de Reagan se agrietaría, con los halcones derivando hacia los demócratas, los partidarios de la economía basada en la oferta desvaneciéndose, y los conservadores religiosos entrando en un exilio semi-permanente. En su lugar surgiría una intelectualidad republicana trumpista, con tan poco interés en el reaganismo como los conservadores de hoy en día tienen en las ideas de Nelson Rockefeller o Jacob Javits.

Las cosas que los conservadores están diciéndose a sí mismos para justificar su apoyo – al menos él podría nombrar a buenos jueces – olvidan la perspectiva a largo plazo. La coalición Reagan podría – podría! – obtener un futuro miembro del Tribunal Supremo aceptable de la presidencia Trump. Pero eso podría fácilmente ser la última cosa que lograría.

Pero ¿y si usted es un conservador que no es un reaganita, o si cree que las ideas de Reagan han pasado su fecha límite? ¿Y si está de acuerdo con Trump sobre la locura de la guerra de Irak, los peligros de las políticas de inmigración abiertas, o la necesidad de una agenda económica de derechas diferente? ¿Qué pasa si usted piensa que su populismo podría provocar cierto grado de destrucción creativa necesaria para un GOP que mira al pasado?

Entonces, el apoyo a Trump para presidente podría tener sentido ideológico, y la ruptura que acabo de describir puede parecer una publicidad para hacerlo.

Pero aún queda el problema del propio Trump. Incluso si usted encuentra cosas que apreciar en el trumpismo – como yo he hecho y todavía hago – el hombre que ha planteado estas cuestiones sin embargo sigue siendo no apto para un cargo tan impresionantemente poderoso como la presidencia de los Estados Unidos.

Su incapacidad comienza con temas básicos de temperamento. Abarca su hostigamiento racial, las teorías conspirativas, los coqueteos con la violencia y las mentiras patológicas, que han sido los activos más distinguibles en su campaña.

Pero sobre todo es el autoritarismo de Trump que lo hace inadecuado para la presidencia – su admiración declarada por Putin y el Politburó chino, su promesa de utilizar el poder de la presidencia en contra de la empresa privada, las amenazas ocasionales que él y sus representantes lanzan contra los donantes del partido , oficiales del ejército, la prensa, el presidente de la Cámara de Representantes, y más.

Todos los presidentes se ven tentados por los poderes del cargo, y la abdicación del Congreso sólo ha aumentado el atractivo de dicha tentación. El acaparamiento del poder por el presidente Obama es parte de un patrón bipartidista de cesarismo, uno que es probable que continúe a buen ritmo bajo la presidencia de Hillary Clinton.

Pero mucho más que Obama o Hillary o George W. Bush, Trump está haciendo campaña activamente como cesarista, ofreciendo a sus seguidores su desprecio por las normas constitucionales y las sutilezas políticas. Y dada su mezcla de orgullosa ignorancia con una inmensa autoestima, no hay ninguna razón para creer que  ello es mera actuación.

Trump no sería un Mussolini norteamericano; incluso nuestras instituciones escleróticas lo resistirían más eficazmente que eso. Pero podría someterlas a prueba como ningún presidente moderno lo ha hecho antes, y con ellas, la salud de nuestra economía, la paz civil de nuestra sociedad y la estabilidad de un mundo cada vez más peligroso.

En suma: Sería posible justificar el apoyo a Trump si él simplemente prometiera un periodo de caos para el conservadurismo. Sin embargo, apoyar Trump a la presidencia es promover un caos en la república y en el mundo. No hay meta en asuntos de políticas públicas, ningún nombramiento a la Corte Suprema, que pueda justificar tal imprudencia.

Al llamamiento trumpista, a los electores de Trump, los conservadores deberían escucharlos y contestar «sí» o «tal vez», o «no eso, pero ¿qué tal …?»

Pero al propio Trump, no hay una respuesta patriótica excepto un «no».

Traducción: Marcos Villasmil

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ORIGINAL INGLÉS:

The Conservative Case Against Trump

New York Times – Ross Douthat

THERE are many lessons that conservatives need to learn from the rise of Donald Trump. There are elements of his message that the party should embrace. There are grievances among his voters that the Republican Party must address.

But for conservatives to support Trump himself, to assist in his election as president of the United States, would be a terrible mistake.

It would be a particularly stark mistake for conservatives who feel that the basic Reaganite vision that’s dominated their party for decades — a fusion of social conservatism, free-market economics, and a hawkish internationalism — still gets things mostly right.

In large ways and small, Trump has consistently arrayed himself against this vision. True, he paid lip service to certain Reaganite ideas during the primaries — claiming to be pro-life, promising a supply-side tax cut, pledging to appoint conservative judges. But the core of his message was protectionist and nativist, comfortable with an expansive welfare state, bored with religious conservatism, and dismissive of the commitments that constitute the post-Cold War Pax Americana. And Trump’s policy forays since clinching the nomination have only confirmed his post-Reagan orientation.

Reaganite conservatives who help elevate Trump to the presidency, then, would be sleepwalking toward a kind of ideological suicide. Successful party leaders often transform parties in their image. William Jennings Bryan and Woodrow Wilson between them turned a conservative Democratic Party progressive. Dwight Eisenhower all but extinguished G.O.P. isolationism. Reagan himself set liberal Republicanism on the path to extinction.

A successful President Trump (and to support him is to hope for such a thing) could easily do the same to Reaganism. In a fully-Trumpized G.O.P., Reagan’s ideological coalition would crack up, with hawks drifting toward the Democrats, supply-siders fading into crankery, religious conservatives entering semi-permanent exile. And in its place a Trumpized Republican intelligentsia would arise, with as little interest in Reaganism as today’s conservatives have in the ideas of Nelson Rockefeller or Jacob Javits.

The things conservatives are telling themselves to justify supporting him — at least he might appoint good judges — miss this long-term point. The Reagan coalition might — might! — get an acceptable Supreme Court appointment out of the Trump presidency. But that could easily be the last thing it ever got.

But what if you’re a conservative who isn’t a Reaganite, or you believe that Reaganite ideas have long passed their sell-by dates? What if you agree with Trump about the folly of the Iraq War, the perils of open immigration policies, or the need for a different right-wing economic agenda? What if you think his populism might bring about some necessary creative destruction to a backward-looking G.O.P.?

Then supporting Trump for president could make ideological sense, and the crackup I’ve just described might seem like an advertisement for doing so.

But there still remains the problem of Trump himself. Even if you find things to appreciate in Trumpism — as I have, and still do — the man who has raised those issues is still unfit for an office as awesomely powerful as the presidency of the United States.

His unfitness starts with basic issues of temperament. It encompasses the race-baiting, the conspiracy theorizing, the flirtations with violence, and the pathological lying that have been his campaign-trail stock in trade.

But above all it is Trump’s authoritarianism that makes him unfit for the presidency — his stated admiration for Putin and the Chinese Politburo, his promise to use the power of the presidency against private enterprises, the casual threats he and his surrogates toss off against party donors, military officers, the press, the speaker of the House, and more.

All presidents are tempted by the powers of the office, and congressional abdication has only increased that temptation’s pull.President Obama’s power grabs are part of a bipartisan pattern of Caesarism, one that will likely continue apace under Hillary Clinton.

But far more than Obama or Hillary or George W. Bush, Trump is actively campaigning as a Caesarist, making his contempt for constitutional norms and political niceties a selling point. And given his mix of proud ignorance and immense self-regard, there is no reason to believe that any of this is just an act.

Trump would not be an American Mussolini; even our sclerotic institutions would resist him more effectively than that. But he could test them as no modern president has tested them before — and with them, the health of our economy, the civil peace of our society and the stability of an increasingly perilous world.

In sum: It would be possible to justify support for Trump if he merely promised a period of chaos for conservatism. But to support Trump for the presidency is to invite chaos upon the republic and the world. No policy goal, no court appointment, can justify such recklessness.

To Trumpism’s appeal, to Trump’s constituents, conservatives should listen and answer “yes,” or “maybe,” or “not that, but how about…”

But to Trump himself, there is no patriotic answer except “no.”

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