El destierro de la razón
Bien cabría entender que el nuevo PP ha optado por abandonar no solo todo intento de liderazgo social, sino también el espacio de la razón
Hace ya muchos años, al menos desde la Transición, que los partidos políticos españoles no elaboran su estrategia tras una discusión racional entre discrepantes sino por la decisión de sus líderes, ilustrados si acaso por una pequeña corte de aduladores y augures demoscópicos.
En la rueda de prensa en que anunciaba su cese como portavoz parlamentaria del PP, Cayetana Álvarez de Toledo (CAT) atribuía su salida a este déficit. Su deseo hubiera sido que en el partido “la acción y la unidad nacieran de la deliberación y del debate previo, y no de la imposición”.
Durante años, he atribuido ese déficit de racionalidad a que, para evitar la excesiva fragmentación partidista, la Constitución favorece partidos fuertes, con escasa discusión interna. En este sentido, la elección de diputados en listas cerradas seguro que ejerce cierta influencia. Sin embargo, el que los nuevos partidos hayan sufrido episodios de personalismo aún peores que los de los partidos tradicionales indica que las raíces del fenómeno son más profundas. Bien pudieran trascender, por tanto, a las reglas institucionales. Además, no es sólo un problema de la política, ya que se observan fenómenos similares en muchos otros ámbitos. El personalismo de los partidos puede que sea un reflejo de nuestra sociedad. Indaguemos, pues, otras posibles causas.
De entrada, ya llama la atención ver cómo ha descrito el incidente buena parte de la prensa. Es sabido que los periodistas de más éxito no se dedican al debate sustantivo. Al contrario: sus temas recurrentes son los eternos tópicos del cotilleo. Pontifican sobre quién sube y quién baja en las jerarquías, quién ofende a quién y hasta quién se acuesta con quién, mientras que los analistas políticos se dedican a adivinar cómo cambian las chances de los partidos de retener o llegar al poder. A veces, da la impresión de que podríamos sustituirlos por comentaristas deportivos sin que la calidad de la política sufriera gran deterioro.
También han dicho que ha demostrado escasa “lealtad” hacia quien la había nombrado, pero sin preguntarse cuándo, en interés de quién, bajo qué condiciones y para qué la había nombrado
Por ejemplo, han criticado de CAT que se mostraba altiva, arrogante y despectiva, lo que da idea cabal de la vacuidad del análisis. También han dicho que ha demostrado escasa “lealtad” hacia quien la había nombrado, pero sin preguntarse cuándo, en interés de quién, bajo qué condiciones y para qué la había nombrado. En el fondo, parecen presuponer que en España los nombramientos aún son gracias y mercedes que otorgan los poderosos. Revelan así que aún mantienen una concepción feudal de la sociedad, aquella en la que solo se conciben lealtades personalísimas. Ni siquiera imaginan que la lealtad socialmente más valiosa es la que se debe a las ideas, a la verdad, a la integridad del propio individuo; y todo ello por no hablar de la lealtad que cada diputado debe a sus votantes.
Como bien puso de relieve Helmut Schoeck, la raíz de este tipo de perversión quizá no sea otra que la envidia. Los biólogos evolutivos podrían hablar así con razón de que nuestra opinión pública sufre una grave brecha de “mala adaptación” al entorno racionalista y próspero en el que pretendemos vivir.
El asunto tiene varias capas. Parece claro que la discusión racional es una competencia en la que tienen ventaja los mejor preparados. Por ello, es lógico que muchos cargos de los partidos así como sus voceros mediáticos prefieran competir con las armas de que disponen en abundancia, como suele ser su bajo coste de oportunidad o su habilidad para adular, arrastrarse y obedecer. Muchos de ellos no es que no quieran debatir, es que ni siquiera entienden de qué les habla alguien como CAT. Es natural que solo hayan logrado desactivarla empleando las palancas del machismo y la xenofobia.
Ejercicio de libertad
Sin embargo, los que más la odian son los que sí la entienden. Tras haber aprendido a dominarse para esconder su valía y anular su identidad, no soportan que una maverick con menos ataduras y más integridad siga su propio camino. Este ejercicio de libertad les despierta la envidia más amarga: la de quien, tras emascularse voluntariamente, solo le queda tildar de soberbia la valentía de todo aquel que osa preservar su dignidad como individuo.
Sin embargo, tampoco debemos culparles en exceso. Creen que cumplen un deber al adaptarse al medio del que han salido. Un medio en el que, por ejemplo, los votantes decimos ser mucho más emocionales que nuestros vecinos europeos. En efecto: cuando votamos a uno u otro partido político, otorgamos más importancia a factores como la ideología y, en cierta medida, los valores éticos de los líderes; y ello en detrimento de aspectos más racionales, como el programa político, la capacidad para gestionar la economía, los conocimientos y competencia profesional de los líderes, e, incluso, la defensa de los intereses de nuestro propio grupo social. De acuerdo con esta métrica binaria —ciertamente limitada— y en relación con esos factores racionales, los emocionales pesan en España algo más del doble que en los países vecinos.
Las consecuencias de este emocionalismo sin cabeza pueden ser funestas. En esencia, al privarnos del debate racional, decidimos con base en las modas de cada momento. Ahora mismo, predominan los falsos consensos fruto de las sensiblerías seniles en que ha degenerado la socialdemocracia; pero los equilibrios emocionales son inestables y cambian con rapidez. Bastan dos o tres azares y un líder con carisma para que las emociones se movilicen en direcciones inesperadas. Como apuntaba Carmelo Jordá, si el PP renuncia a dar “batalla cultural” en los términos racionales que defiende CAT, esa batalla aún tendrá lugar, pero será protagonizada por otros partidos y, lo que es peor, si esos partidos así lo desean se peleará en términos aún más emocionales.
Ante esa posibilidad, cobra especial relieve la afirmación de Pablo Casado de que “un partido no puede pretender que una sociedad se parezca a él, por mucha razón que tenga. Lo que debe hacer es parecerse a esa sociedad”. Han leído bien: por mucha razón que tenga. Bien cabría entender que el nuevo PP ha optado por abandonar no solo todo intento de liderazgo social sino también el espacio de la razón.
La indigencia de esta estrategia es notable. De entrada, porque las sociedades son más poliédricas de lo que ese torpe seguidismo supone, máxime en su destilación demoscópica amateur. No sólo están formadas por individuos distintos sino que cada uno de nosotros somos con frecuencia contradictorios; amén de cambiantes, sobre todo en una situación tan dramática y fluida como la que vivimos. La pregunta clave que se suele omitir en estas discusiones es si existe o no demanda de liderazgo y qué competencias se necesitan para ubicar dicha demanda y ejercer (combinando emociones y raciocinio) dicho liderazgo.
Más en profundidad, porque, como bien argumentaba el gran Oliver E. Williamson, recientemente fallecido, es función primordial de toda organización, como de todo partido político, la de servir como agente racionalizador. Si un partido rehúye desempeñar su función de liderazgo y (lo más fundamental) si cesa de aportar racionalidad, los ciudadanos tendremos que plantearnos si realmente nos sirve para algo.
Como consecuencia, esa deserción de la racionalidad también abre una ventana de oportunidad a la competencia. En concreto, entrega a los más adolescentes de nuestros partidos la clave para definir qué quieren ser de mayores: o levadura para fermentar emociones o cauces racionales para domesticarlas. Al sopesar este dilema, no deberían olvidar que, incluso en un contexto estático, dicha deserción también estimula el voto estratégico de quienes hoy demandamos un mínimo de liderazgo racional.