El misterioso “debajo de la cama”
(Recorrido de infancia por aquellas tinieblas con demonios y algún correazo)
Hubo un tiempo, por fortuna extinto ya, en el que a los niños, para controlarlos, y disminuirlos en su energía vital, les amenazaban con apariciones diabólicas, con el Coco, el Chucho, don Pezuñas y cuantas barbaridades se inventaban las madres y criadas para someterlos. Tal vez, sin querer, esas represiones del miedo sirvieron, a su vez y sin que ese fuera su propósito principal, para estimular la imaginación. Y en esta zona de perturbaciones aparecía un lugar único, de nocturnos enigmas y tinieblas inquietadoras: el “debajo de la cama”.
Las camas de antes tenían bien definidas sus partes: una cabecera, a veces de buena altura; la piecera, los largueros con muelas metálicas y rebordes para la instalación de las tablas que sostenían el colchón. Hubo auténticas obras maestras de ebanistería y carpintería. Piezas talladas, bien taponadas de barniz, con alma de maderas finas. Firmes y ajustadas, de modo que no chirriaran ni produjeran temblores llamativos.
En casa, la cama de más larga duración fue la de mamá (bueno, la matrimonial), de caoba, con una cabecera que lucía unas figuras bien talladas, creo que era una especie de rosal en relieve, lo mismo en la parte de los pies. Pesaba como un remordimiento. Era una ardua faena en las mudanzas para cargar tales elementos. Ah, y tenía un amplio “debajo”, lleno de historias y uno que otro fantasma dormilón.
En aquel “debajo de la cama” nos esperaba casi siempre, en noches de relatos de aparecidos, que mamá gustaba de contar en noches de plenilunio y aún en otras de negruras insondables, aventuras de la imaginación. Allí se hospedaron gnomos y otros duendes, cabezas de degollados en la Violencia (había relatos con Sangre Negra y otros bandidos) y, claro, chancletas, bacinillas, cajas de cartón con ropas olvidadas y un sartal de rumores y susurros de espantos desahuciados en otras partes.
Por alguna razón cultural, de familia, aquello del Coco y de distintas formaciones corpóreas del demonio no fueron parte esencial de nuestros miedos, sino de nuestra educación sentimental, de los juegos domésticos y la oralidad, tan común en una casa donde la matrona era una estupenda contadora de historias y otras mentiras bonitas.
A veces, en la oscuridad, nos asomábamos con la curiosidad abierta y quizá con los nervios de punta a buscar alguna presencia, un lamento, una quejumbre del más allá. Era un “debajo de la cama” muy atractivo. Y ese, el de la cama materna-paterna, tenía sus fascinaciones. Y era tanta la facultad imaginativa, que en ocasiones uno veía figuras fosforescentes y una que otra formación espectral, porque, digamos como prueba electrizante, se nos ponía la piel de gallina y a veces había erizamientos de vellosidades y aun de la cabellera.
Aquel “debajo” fue durante años una manifestación del suspenso y de lo inesperado. Solo que con el tiempo se fue perdiendo el interés hasta prácticamente olvidar el rol teatral y de alucinación que tuvo ese espacio, en el que muchas veces nos escondimos porque mamá estaba de mal humor por alguna trastada nuestra. Y en ocasiones hasta allá lanzaba correazos o batía la escoba cuando nos sorprendía.
Hubo otras camas también con “debajo” pero no tan atractivo ni peliculesco. Uno de mis hermanos dormía en una cama metálica, pesada, con cabecera a modo de reja y un posadero del colchón de una bien tejida alambrada, tensada con resortes, que llamábamos “sprint”. Solíamos hacer sobre ella piruetas circenses. Otras eran de menor altura y no era fácil meterse en ese espacio, digamos en caso de necesidad. Hubo en otro cuarto un catre, pintado al soplete, de una mezcla anaranjada que se iba difumando, que mamá compró a un “míster” (así llamábamos en Bello a libaneses, sirios y también a algún judío errante, todos buenos comerciantes, vendedores de telas, camastros y colchones) que tenía su almacén contiguo al hermoso Teatro Bello.
Esos “debajos” se alteraban en ocasiones, en noches de conversaciones (en una casa, con piezas intercomunicadas, era muy usual contar historias de un cuarto a otro, o hacer transmisiones imaginarias de la “Vuelta a Colombia en bicicleta”), cuando se caían las tablas con un estruendo de derrumbe. Era un motivo de chacota y risotadas. Y la risa tenía mucho que ver con el aplastamiento de los habitantes de fantasía de aquellos espacios que bien pudieran ser una entrada al infierno y otros mundos.
Por mucho tiempo la cama reina siguió siendo la de mamá, la de caoba, la de la presencia elegante y poderosa. La que nos acompañó mucho rato, porque, las otras, ya deterioradas, se botaron o regalaron, y advinieron otras, a veces sin ese “submundo”, porque ya eran cama-mueble, con cajones o gavetas. Camas turcas, sin cabecera ni piecera. Aunque ninguna litera. No nos gustó jamás esas que los muchachos de otras casas llamaban “camarotes”.
El debajo de la cama fue un lugar maravilloso, que nos puso a fantasear y nos convirtió en muchachos a los que, seguro, el diablo temía. Era un rey de burlas el pobre. Nunca nos pudo transmitir ningún miedo; más bien, como lo logramos imaginar, tenía que irse con “la cola entre las patas”. Las camas aquellas tenían sonoridades nocturnas y traqueos; unas, las de madera, sufrieron los ataques de comejenes y otras plagas xilófagas y perecieron pulverizadas, o se volvieron leña, junto con sus tablas desvencijadas.
La que sí era una auténtica larga duración era la de caoba. Después de tantos años, de ires y venires, de mudanzas y otros trasteos, y cuando mamá ya había muerto, la finura de aquella madera se prolongó en unos banquitos y una mesa que siempre lució un florero en recordación de mamá. Al final de cuentas, tampoco se supo adónde fueron a parar aquellas “metamorfosis” de la bella cama que tuvo entre el suelo, el colchón y las tablas una espacialidad que a veces fue castillo legendario, a veces un lugar en el que concurrían todos los puntos del universo y todas las historias del fin del mundo.
Las camas modernas (creo que casi todas) carecen de esa geografía encajadora de misterios. Se les perdió lo que pudiera ser una suerte de inframundo, con seres extraordinarios que en ocasiones tenían ojos luminosos que nos miraban con cierta ternura y, quién lo creyera, en los que se asomaba una lágrima de pesar cuando fuimos creciendo, y el “debajo de la cama” perdió para siempre todos sus secretos y deslumbres.
(Escrito en Medellín el 9 de agosto de 2021)