El siglo de Trump
La segunda parte de Donald Trump en la Casa Blanca supone un punto y final a toda esa era moderna. Y el inicio de un inquietante mundo nuevo
Henry Luce (1898-1967) no solamente fundó las revistas ‘Time’, ‘Fortune’ y ‘Life’ sino que también fue uno de los más influyentes defensores del internacionalismo en Estados Unidos, país con querencia a recrearse en su ensimismada condición de «ser un mundo suficiente». Ese personaje titánico a la hora de definir la comunicación de noticias y entender el mundo que nos rodea, escribió en la oscuridad de febrero de 1941 un luminoso editorial con la premisa de que el siglo XX debería ser el «siglo americano».
Luce argumentó que tocaba tomar el relevo de Gran Bretaña y liderar el nuevo sistema internacional resultante de la Segunda Guerra Mundial. A su juicio, Estados Unidos tenía tanto el derecho como la obligación moral de utilizar su poderío militar y económico, no solamente para satisfacer sus propios intereses nacionales, sino para la promoción de los ideales de libertad y democracia por todo el mundo. Hasta el punto de imaginar al gigante americano como una fuerza guiada por valores y dedicada a la promoción del desarrollo económico global, la libertad de comercio, el orden internacional, la seguridad colectiva y la democracia.
En nostálgica retrospectiva, Henry Luce acertó. Con el mérito de ser un convencido republicano, pero opuesto al aislacionista ‘America First’ dominante en su partido. Estados Unidos emergió de la Segunda Guerra Mundial como una de las dos superpotencias victoriosas, sin intención de replegarse como ocurrió tras el tratado de Versalles. Se convirtió en un contradictorio campeón de las libertades, con enormes beneficios y dolorosas responsabilidades, garante de estabilidad y abierto a la inmigración hasta convertirse en una referencia inevitable dentro y fuera de Occidente. Durante casi ochenta años, ese lugar en el mundo ha sido asumido por la mayoría de los políticos en Washington… hasta ahora.
La segunda parte de Donald Trump en la Casa Blanca supone un punto y final a toda esa era moderna. Y el inicio de un inquietante mundo nuevo en el que la inteligencia artificial se perfecciona a pasos de gigante, el planeta se recalienta, la tasa de fertilidad global se desmorona, la verdad es más relativa que nunca, los oligarcas acumulan cada vez más poder, las autocracias quieren ser el futuro y las democracias se comportan como especies en vías de extinción.
Tras la gélida toma de posesión prevista para este lunes en el mismo Capitolio asaltado hace cuatro años, nadie debería esperar una reedición del primer mandato de Trump que terminó funcionando como un incompetente gobierno de coalición con lo que entonces quedaba del Partido Republicano. MAGA (Make America Great Again), que empezó en 2016 como un eslogan electoral, es ahora una exitosa declinación política del nacional-populismo tan popular dentro como fuera de Estados Unidos. Hasta el punto de que para su segundo mandato, el renovado presidente cuenta con una clara aquiescencia electoral, mayorías en ambas Cámaras del Congreso, sumisos medios de comunicación, redes sociales sin filtros y la guinda de un cordial Tribunal Supremo.
A partir de este lunes, comenzará la demolición de lo que queda del «siglo americano». Sin sorpresas. La campaña de Trump ha sido muy clara y precisa sobre sus intenciones: desde masivas deportaciones y aranceles hasta la jibarización de la OTAN y de las agencias del gobierno federal, insistiendo en maximizar el poder del Ejecutivo en detrimento del Estado de derecho y el imperio de la Ley. Esta vez no se trata de un calentón retórico. Como diría Elvis, «Come on, come on. Un poco menos de conversación, un poco más de acción, por favor». Por ello, para entender esta previsible regresión al siglo XIX, habría que empezar por prestar menos atención al personaje y más análisis de las instituciones que el trumpismo quiere rehacer en su radical proceso de institucionalización.
Este retroceso al siglo XIX incluye una nueva era chapada en oro. Los oligarcas liderados por Elon Musk ocupan una posición tan prominente como rentable en la esquina del poder político y el poder económico. Todo un contraste con el desembarco presidencial de Trump en 2017, cuando el ‘establishment’ tanto político como económico le consideraba como una aberración temporal que había que sobrellevar lo mejor posible, o una intolerable maldad que debía ser combatida. Y, por supuesto, nada que ver con el vergonzoso final golpista de su primer mandato, cuando le cerraron sus cuentas de Twitter y Facebook.
Con todo, esta ‘Gilded Age’ del siglo XXI tiene algunas diferencias con su precedente decimonónico. Los poderosos magnates de aquella época –Rockefellers, Vanderbilts, Carnegies y J.P. Morgans– aunque monopolizaban sectores enteros de la economía americana nunca llegaron a actuar en pie de igualdad con el ocupante de la Casa Blanca. Su riqueza tampoco es comparable: la fortuna actualizada de Henry Ford, que también tenía bastante debilidad por el fascismo europeo, rondaría los 200.000 millones de dólares actuales, cifra duplicada por Elon Musk. Tampoco es comparable su falta de responsabilidad que termina convirtiendo sus problemas en los problemas de los demás.
En lo comercial, Estados Unidos vuelve a su tradición proteccionista del siglo XIX basada en una corrupta política de aranceles que decidía ganadores y perdedores entre las empresas americanas. Es cierto que durante el mandato de Biden, la economía americana ha superado a sus homólogas, pero también es cierto que ha dejado a sus ciudadanos en peor situación. Ahora, no le cuesta mucho a Trump decir que ‘arancel’ (tariff) es la palabra más hermosa y especular con resucitar la decimonónica financiación por esta vía de casi todo el presupuesto federal. A pesar del consenso bipartidista en torno a la competencia con China, la batalla arancelaria en el horizonte rompe con el liderazgo a favor del libre comercio sostenido desde la conferencia de Bretton Woods de julio de 1944, un mes después del desembarco de Normandía, bajo la idea de que lo que era bueno para los aliados de Estados Unidos era a menudo muy bueno para Estados Unidos.
Desde el discurso de despedida de George Washington, el aislacionismo ha sido una de las fuerzas políticas más decisivas en la historia de Estados Unidos, llegando a dominar su política exterior hasta el ataque japonés contra Pearl Harbor. La nueva Administración Trump representa una vuelta a esa práctica que durante el siglo XIX facilitó su expansión territorial bajo la alternativa de Pablo Escobar: plata (compra de Alaska) o plomo (guerras contra México y España). Siempre muy cuidadoso con las fronteras propias, pero no tanto con las de los demás, Donald Trump mezcla en sus vecinos, Groenlandia y Panamá su gamberrismo geopolítico con sus instintos de promotor inmobiliario, pensando que es posible aumentar la seguridad de Estados Unidos a cambio de una masiva recalificación de terrenos.