El verdadero poder del Estado Islámico
Argumentaré que el llamado Estado Islámico (Isis, Daesch, o Isil) genera un poder que con mucho trasciende sus exiguas capacidades militares, y procuraré esclarecer algunos de sus principales rasgos.
Destacados analistas han apuntado que el poder no son cosas sino una relación entre actores políticos, en la cual pueden o no intervenir cosas como los armamentos, por ejemplo. De allí que para citar un caso, la evaluación de la relación geopolítica entre Rusia y Estados Unidos comprende numerosos aspectos, entre ellos el militar, pero el número de soldados, tanques y aviones de combate, buques de guerra, armas nucleares, biológicas y químicas no revela, tomado de manera exclusiva, el balance de poder entre estos actores internacionales. Otros factores intangibles como la capacidad, decisión y audacia del liderazgo juegan un papel que no podemos sujetar a cifras. Lo clave es la relación de poder y no los aspectos materiales de la misma. El poder que ejerce una figura como el papa en el mundo católico y más allá no tiene que ver con objetos materiales, sino con su autoridad espiritual. A fin de cuentas el poder puede conceptualizarse como la capacidad para lograr que otros definan, ajusten o modifiquen su conducta de acuerdo con “nuestra” voluntad.
El poder que los actos terroristas del ISIS ejerce sobre Occidente es desmesurado y desproporcionado con relación a lo que son sus verdaderas capacidades militares, tal y como se despliegan en Siria e Irak entre otros lugares. Ello se debe a que dicho poder, es decir, dicha relación de poder entre ISIS y las sociedades liberal-democráticas de Occidente se caracteriza por tres rasgos que erosionan y desgarran el cuidadosamente elaborado dique de contención dentro del que sobrevive nuestra cultura. Tales rasgos son en primer lugar la sorpresa como elemento permanente del terrorismo, en segundo lugar la incertidumbre acerca de sus motivaciones, y en tercer lugar la crueldad radical de la que son capaces los ejecutores de sus designios.
En efecto, las sociedades democráticas de Europa y el norte de América se sostienen gracias a la previsibilidad de los millones de interacciones que a diario llevan a cabo los individuos que las componen. Si esa previsibilidad se ve seriamente puesta en juego por un miedo generalizado, la parálisis de las transacciones asfixiaría el desenvolvimiento eficaz de la existencia. Los ataques sorpresivos, por encima de que produzcan una, diez, o cien víctimas como en París recientemente generan un miedo latente o abierto que puede extenderse de manera contagiosa, dependiendo de la frecuencia de los ataques y de su difusión mediante las redes sociales de comunicación, que en nuestros días transforman cada evento en noticia.
Por otra parte el miedo se multiplica y profundiza debido a la incomprensión, confusión e ignorancia que imperan en Occidente acerca de las motivaciones de los atacantes. Es cierto que existe un debate al respecto y que quien desee ahondar en el asunto hallará fuentes de información para nutrirse. Pero en parte por temor a ofender a los devotos de una religión tan extendida como el islam, en parte para evitar que se agudicen las tensiones en países donde la población musulmana es muy numerosa como Francia y Bélgica, y en parte por la tendencia de no pocos políticos a evadir, a refugiarse en la ambigüedad y eludir la confrontación, la dinámica cultural que impulsa el terrorismo no acaba de ser adecuadamente entendida y asimilada en nuestras sociedades. Y con ello no deseo negar que el asunto es complejo.
Los políticos tradicionales, que deberían asumir un papel pedagógico y aclarar lo que está en juego, prefieren usualmente esconderse tras formulismos vacíos, a la espera de que ocurra algún milagro y el problema desaparezca. Pero ello pareciera imposible, en particular dado que a la sorpresa y la aparente opacidad de las motivaciones se suma la crueldad radical de los verdugos de ISIS, que solo requieren de un cuchillo afilado, un teléfono móvil y una conexión de Internet para mostrar al mundo cómo son capaces de degollar sin contemplaciones a una persona por el hecho de ser presuntamente un “infiel”. La crueldad radical enerva, conmociona, repugna y finalmente radicaliza a los ciudadanos de nuestras sociedades, que exigen a sus gobiernos y a sus políticos que les defiendan no solo de la probabilidad de morir a balazos o mediante explosiones en las ciudades donde habitan, sino que aspiran a ser protegidos también de la oscuridad en la que existen sus usualmente invisibles y desconocidos enemigos.
El enorme poder del ISIS consiste en que desde una exigua base militar, que no es lo esencial en la relación de poder, están sin embargo mostrándose capaces de modificar los ejes de la política en las sociedades occidentales. Ello se percibe en tres planos: 1) En el desprestigio de las élites y partidos políticos tradicionales, crecientemente vistos como incapaces de proteger a la gente o siquiera de articular cuál es la naturaleza del desafío en cuestión. 2) En el paulatino pero seguro cambio de la agenda de discusión desde temas “de izquierda”, sociales y económicos, hacia temas “de derecha” referidos a la seguridad nacional y ciudadana. 3) En la fractura entre comunidades por motivos étnicos y religiosos, lo que implica el deterioro de los pilares de tolerancia y pluralismo de la convivencia.
Todo esto puede observarse actualmente en Estados Unidos a través de la insurgencia que encarna la candidatura de Donald Trump, así como en Francia mediante lo acontecido en las elecciones regionales de la pasada semana. No sostengo que el tema del terrorismo radical islamista sea el único factor que explica a Trump y Le Pen, entre otros personajes y movimientos, pero sí es muy relevante. Y en este punto entra en juego el concepto de “escalada a los extremos” que Carl Von Clausewitz analiza en su gran libro Vom Kriege o De la guerra. En síntesis, Clausewitz piensa que en las sociedades modernas de masas la guerra tiene una tendencia a hacerse cada vez más violenta y cruenta y a cubrir cada vez más amplios planos y ámbitos, sin que la razón política, que sería el factor de control que limita la violencia, sea capaz de cumplir su papel moderador.
A mi modo de ver y en el sentido acá esbozado Trump y Le Pen no son básicamente causas sino efectos; son síntomas de lo que es capaz de lograr una relación de poder asimétrica sustentada en una ideología apocalíptica, cuyos portadores están dispuestos a todo. La “escalada a los extremos” está en proceso, y en buena medida lo que ocurra con la política y las sociedades de Occidente en los venideros tiempos será determinado por la capacidad de ISIS para producir una sucesión continua de ataques de baja, mediana o elevada intensidad, tal vez usando armas químicas y biológicas. Si lo logran los efectos políticos y psicológicos serán impactantes. De allí la importancia de que los servicios de inteligencia y prevención en Occidente reciban los recursos necesarios para ir siempre un paso adelante de los terroristas, pues en este tipo de guerra la victoria se encuentra en prevenir ataques y no en destruir al enemigo luego de que los lleva a cabo.
Aníbal Romero: Filósofo, politólogo y Doctor en Estudios Estratégicos (King’s College, Londres). Profesor titular de la Universidad Simón Bolívar