En el carrusel de Sánchez, España pierde
En la primera fase de la pandemia, Sánchez se creyó Napoleón y concibió la plaga como una plataforma para encumbrar su caudillaje
¿Cuándo se dará cuenta Pedro Sánchez de que es el presidente del Gobierno de un país que se muere a chorros? ¿Cuándo dejará de jugar a la política —ni siquiera hacer política, solo jugar a ella— entre la muerte y la ruina de sus compatriotas? ¿Cuándo comprenderá que el orden jurídico no es un muñeco de goma que pueda moldearse a sus cambiantes caprichos o a la última jugada ideada por algún Rasputín de su corte monclovita? ¿Cuándo se olvidará de ser siempre el más pillo del barrio, el más chulo de la ciudad y el más maula de todos los maulas? En resumen, ¿cuándo dedicará un rato, en medio de esta tragedia nacional, a ocuparse seriamente de algo que no sea Su Persona?
¿Han visto alguna vez a un presidente haciendo huelga? Pues eso es lo que hizo Pedro Sánchez entre el final atropellado del primer estado de alarma y el caótico principio del segundo. Pero, visto lo visto, no se sabe qué es mejor, que esté o que no esté. Cuando no actúa, todo se tuerce porque se necesita un presidente. Cuando actúa, todo se alborota por el mismo motivo: porque se necesita un presidente.
En la primera fase de la pandemia, Sánchez se creyó Napoleón y concibió la plaga como una plataforma para encumbrar su caudillaje. Tras comprobar que este virus es mucho más grande y peligroso que él y 20 como él, se declaró en huelga y dejó solos ante el peligro a los gobiernos autonómicos, especialmente los que le habían amargado la vida durante la primavera. Ahora que el temporal nos arrasa de nuevo, se conduce como quien lleva entre las manos un saco lleno de bombas que no puede ni sabe desactivar y está loco por soltarlo en cualquier cuneta y, además, quedar como un prócer de la patria.
Era clamorosa la necesidad de reponer el estado de alarma en toda España. De hecho, nunca debió decaer el que se declaró en marzo. Si se levantó, fue únicamente porque la mezcla de la prepotencia gubernamental, el oportunismo de sus socios y la mezquindad de la oposición lo hicieron políticamente inmanejable. Pero hay un dato abrumador: aplicando los nuevos criterios del Gobierno, España está técnicamente en situación de ‘riesgo extremo’ (el más alto de la escala) desde hace más de 40 días. Todo lo sucedido en este tiempo ha sido una pérdida de tiempo, un juego dilatorio para escapar de las culpas pasadas y eludir las responsabilidades presentes.
Por un momento, pareció que, por fin, el Gobierno daba un paso adelante y estaba dispuesto a hacerse cargo de la dirección de esta crisis. Vana ilusión. La historia de los últimos días es la del encadenamiento de fintas, regates, envites faroleros, trucos de magia barata y todo el muestrario de trapacerías de un arsenal que parece insondable.
Es muy probable que España tenga que permanecer seis meses o más en estado de alarma. Pero ello no significa que el Congreso deba firmar ‘a priori’ un cheque en blanco al Ejecutivo, renunciando a su obligación constitucional de controlar su aplicación y revisar su continuidad cada cierto tiempo. Si se admite que el estado de alarma es la única forma que presenta la Constitución para limitar los derechos fundamentales, más motivo para que el Parlamento sea algo más que un mero testigo de la excepcionalidad.
El despliegue gubernamental para la ocasión responde invariablemente al designio de abdicar de una política nacional frente a la pandemia y entregar su gestión a los poderes territoriales. El estado de alarma no puede ser una mera cobertura formal para que cada Gobierno autonómico tenga barra libre sin que los jueces lo importunen. Si el Parlamento autoriza que se restrinjan ciertos derechos fundamentales durante un tiempo —imponiendo, por ejemplo, el confinamiento domiciliario de toda la población durante varias horas al día—, esa capacidad es indelegable. Una cosa es la gestión descentralizada de los recursos sanitarios y otra la de las libertades básicas. 17 autoridades delegadas en esa materia son un fraude a la letra y el espíritu de la ley.
El desorden inoculado por el Gobierno en los últimos días ha sido tal que a estas alturas ningún ciudadano español sabe con un mínimo de certeza qué puede y qué no puede hacer, adónde puede o no ir, cuándo está cumpliendo la ley y cuándo transgrediéndola. Y no sabe tampoco a quién tiene que pedir cuentas de este desbarajuste. Lo peor es que después de la sesión de este miércoles en el Congreso, seguiremos sin saberlo. No puedes saber si estás dentro o fuera de la raya si te mueven la raya varias veces al día, o si hay varias rayas móviles pintadas sobre el campo. Llegados a este punto, solo nos quedan el miedo y el desamparo.
El decreto que aprobó el domingo el Consejo de Ministros contiene, por no perder la costumbre, varias brutalidades jurídicas. Una es atribuir a los gobiernos autonómicos la capacidad de impedir a propios y extraños entrar o salir de su territorio. Pero la cosa se hace delirante en el caso de las ocho comunidades autónomas colindantes con otros países. ¿Cuál es el Estado que cede una pieza tan esencial de la política exterior como la política de fronteras?
La afamada Comisión de Reconstrucción del Congreso aprobó sus conclusiones el 22 de julio. La parte sanitaria recibió 255 votos favorables. Contiene 34 páginas repletas de orientaciones, compromisos y medidas concretas destinadas, en primer lugar, a “la preparación para afrontar un posible rebrote de la pandemia”. Encargos imperativos para todos: el Gobierno central, los autonómicos y el propio Parlamento. Quien quiera ponerse de los nervios, que relea aquel texto y lo contraste con lo hecho —más bien, lo dejado de hacer— en estos tres meses tirados a la basura mientras el monstruo crecía a placer.
Con o sin prórrogas, una crisis como esta es inmanejable sin un compromiso previo, estable y sólido entre las principales fuerzas políticas y las instituciones. A falta de eso, su gestión será un infierno como lo fue en primavera. Y el vacuo lema oficial de ‘España puede’ tendrá que dar paso a uno más realista: España pierde. Y sucederá lo que auguró Ferlosio:
Vendrán más años malos
Y nos harán más ciegos;
Vendrán más años ciegos
Y nos harán más malos.
Vendrán más años tristes
Y nos harán más fríos,
y nos harán más secos,
y nos harán más torvos.