Es urgente una nueva agenda de izquierdas
La clave será ofrecer una sociedad futura basada en los valores clásicos de la Ilustración y una base ecológica, un sistema de distribución en el que se respeten los valores ecológicos, la igualdad y la libertad
Las tres últimas décadas han constituido la fase inicial de la transformación global, la dolorosa construcción de una economía de mercado globalizada, y han estado dominadas por las finanzas y las multinacionales estadounidenses. Sus defensores decían que querían un sistema de libre mercado, pero, en realidad, reforzaron las normas en beneficio del sector financiero y manipularon el sistema con derechos de propiedad intelectual.Los Gobiernos, encabezados por el de EE UU, concedieron inmensos subsidios a sus empresas y recortaron los impuestos sobre el capital, lo que derivó en la economía de mercado menos libre de la historia.
La crisis financiera de 2007-2008 se achacó a la deuda pública, pero fue el espantoso aumento de la deuda privada lo que la convirtió en una amenaza mundial. El periodo de austeridad resultante ha empeorado el nivel de vida de millones de personas, como bien saben los españoles.
Ahora nos encontramos en el momento más peligroso. Lo que más debería preocuparnos es el paralelismo con las décadas de 1920 y 1930. En los años anteriores, el dominio del sector financiero norteamericano había traspasado el poder económico de Europa a Estados Unidos, que había robado secretos industriales de Europa mientras el Reino Unido, Alemania, Francia y otros iniciaban el declive. Las consecuencias fueron el fascismo, el antisemitismo, el nacionalismo y la xenofobia. Aun así, EE UU también sufrió la Gran Depresión. En 1935, Sinclair Lewis escribió la novela Eso no puede pasar aquí. En ella, un hombre rico decide disputar la presidencia a Roosevelt con mentiras y promesas de recuperar el pasado, con discursos que recuerdan a Trump. Gana las elecciones y empieza a perseguir a los medios de comunicación y a los progresistas mientras construye un Estado fascista.
La diferencia con los años treinta es que los europeos están cada vez más al margen y EE UU trata de detener su propio declive con ataques al nuevo centro de la economía mundial, China. Trump acusa a China de robar propiedad intelectual y mantener prácticas comerciales desleales, y los europeos, ahora, somos las víctimas principales de la guerra comercial. Necesitamos los componentes de fabricación china y las inversiones chinas. Las medidas de EE UU afectan a nuestra producción y empleo.
Si la guerra comercial se extiende, surgirá una nueva época de tensión mundial y estancamiento económico, con el agravante de que nuestra prioridad debería ser la crisis medioambiental. Con Trump, EE UU se ha retirado del Acuerdo de París, y vamos a ver más subsidios a las industrias basadas en combustibles fósiles y más pérdida de bienes comunes, tal como explico en mi nuevo libro Plunder of the Commons.
El colapso del sistema de distribución de rentas agudiza las desigualdades y refuerza la estructura mundial de clases
Nuestro contraataque debe tener en cuenta dos tendencias. En primer lugar, el sistema de distribución de rentas del siglo XX se ha roto de forma irremediable. Antes, la parte de las rentas correspondiente al capital y la parte correspondiente a la mano de obra solían ser más o menos constantes. Ya no. La parte del capital ha aumentado, y la parte de los dueños de propiedades físicas, financieras e intelectuales ha aumentado todavía más deprisa. Por el contrario, los salarios se han estancado o han descendido en términos reales, especialmente entre el precariado. Para poder recortar impuestos, sobre todo a los ricos y el capital, las prestaciones y los servicios del Estado se han reducido o son más difíciles de obtener. Los empresarios han disminuido las prestaciones para gran parte de sus empleados. Y también se ha reducido el acceso a los servicios sociales, tan necesarios para los grupos de rentas bajas.
El colapso del sistema de distribución de rentas agudiza las desigualdades y refleja y refuerza la nueva estructura mundial de clases. Es fundamental entender esto para construir una nueva política progresista, capaz de combatir el populismo de derechas a ambos lados del Atlántico.
En la cima está una plutocracia de multimillonarios que amasan vastas fortunas y un inmenso poder político, algunos entre bastidores y otros abiertamente, como Trump. Son los rentistas por antonomasia, que a menudo ganan más de sus presuntas inversiones en un día que la mayoría de la gente en toda su vida. Ellos marcan la pauta, impulsan los recortes fiscales para los ricos y utilizan sus medios de comunicación para demonizar a sus rivales. Luego está una élite al servicio de los intereses de la plutocracia, que también recibe la mayor parte de sus millones de las rentas. Debajo de ellos está el asalariado, con seguridad laboral, buenos sueldos y buenas prestaciones, que también ingresa cada vez más dinero de sus rentas y beneficios y se beneficia si los salarios bajan, por lo que no suele apoyar ningún aumento de las prestaciones para los pobres.
Junto al asalariado está un grupo más pequeño, pero creciente, los que yo denomino profitécnicos, que no buscan seguridad laboral, pero ganan mucho dinero en consultorías y proyectos. Los llaman emprendedores y los utilizan como prueba de que este es un sistema meritocrático.
Debajo está el proletariado, lo que queda de la vieja clase obrera, para la que se crearon los Estados de bienestar, la negociación colectiva y los partidos socialdemócratas. Tiende a escuchar a los populistas que prometen recuperar el ayer y, en muchos casos, está cayendo en la nueva clase de masas, el precariado.
El precariado definirá la política en la próxima década. Sus miembros viven con empleos inestables, sin trayectoria profesional, haciendo trabajos indignos de tal nombre, con una educación por encima del empleo posible, salarios bajos y volátiles, deudas casi insostenibles, conscientes de estar perdiendo los derechos de ciudadanía. Se consideran suplicantes que piden favores y respiros al Estado. Suelen sentirse anómicos (por desesperación), alienados (hacen cosas que no quieren y no hacen las que querrían), angustiados e indignados. Como cualquier clase nueva, el precariado está dividido, entre los que denomino atavistas (aferrados a un teórico pasado), nostálgicos (sobre todo inmigrantes, sin un presente y psicológicamente sin hogar) y progresistas (sin un futuro, pese a la promesa de que lo tendrían yendo a la universidad).
La derecha populista tiende la mano a los atavistas, que votan por Trump, el Brexit, Salvini y Marine Le Pen. Demoniza a los nostálgicos, a los que culpa, junto con el sistema, de la situación. Los nostálgicos, por su parte, ven arrebatados sus derechos. Y los progresistas aguardan una nueva política del paraíso que no encuentran en los viejos partidos socialdemócratas. Por eso, cuando estos ganan alguna elección, es gracias a asumir principios populistas como el recorte de la inmigración. Y, aun así, obtienen muchos menos votos que en el pasado. Normalmente, solo ganan debido a la corrupción y el agotamiento de la derecha, como en España. Los viejos socialdemócratas no tienen ninguna visión, aparte del regreso a algún pasado. Y eso no atrae el afecto de la gente.
Lo malo es que los atavistas son numerosos y se movilizan para votar. Lo bueno es que, casi seguro, han alcanzado su máxima dimensión y están envejeciendo. En cambio, los otros dos grupos del precariado están creciendo y está empezando a forjarse una agenda política progresista, en parte por la inercia de los partidos socialdemócratas.
Debemos ser conscientes de que la vieja política de izquierdas no va a funcionar. Se necesita una nueva agenda, seguramente con nuevos partidos y movimientos. Habrá intentos fallidos como parecen ser el Movimiento Cinco Estrellas en Italia y Podemos en España, desgarrados por contradicciones internas y conflictos personales. Pero la nueva agenda está tomando forma. La clave será ofrecer una sociedad futura basada en los valores clásicos de la Ilustración y una base ecológica, un nuevo sistema de distribución en el que se respeten los valores ecológicos, la igualdad y la libertad. Por eso será fundamental que incluya el derecho a una renta básica. Es asequible, es socialmente justa y fomentará la libertad republicana. La izquierda debe dejar de rehuirla.
Guy Standing es profesor titular e investigador en la Escuela de Estudios Orientales y Africanos de la Universidad de Londres.
Traducción de María Luisa Rodríguez Tapia.