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Estados Unidos no puede sostener la ficción de que Juan Guaidó es el presidente de Venezuela

 

William Neuman es un ex reportero del New York Times y jefe de la oficina del NYT en la región de los Andes; es el autor de «Las cosas nunca son tan malas que no puedan empeorar: dentro del colapso de Venezuela».

Cuando Estados Unidos organizó un intercambio de prisioneros con el presidente Nicolás Maduro de Venezuela la semana pasada -enviando a casa a dos sobrinos de la esposa de Maduro que habían sido condenados por tráfico de drogas en un intercambio por siete estadounidenses detenidos en cárceles venezolanas- puso de manifiesto la incoherencia de la política estadounidense hacia Venezuela.

Incluso mientras negocia con Maduro, la Casa Blanca sigue insistiendo en que Juan Guaidó, un político de la oposición, es el verdadero presidente de Venezuela. Estados Unidos no tiene relaciones diplomáticas formales con el gobierno de Maduro, y la embajada en Caracas ha estado cerrada desde principios de 2019, poco después de que el presidente Donald Trump reconociera a Guaidó como presidente en un intento infructuoso y arriesgado para obligar a Maduro a abandonar el poder.

Es hora de que el gobierno de Biden acepte que el gambito de Guaidó ha fracasado y que la mayoría de los venezolanos, y la mayor parte de la comunidad internacional, han pasado página. La Casa Blanca necesita una política para Venezuela basada en hechos, no en ficciones. Y el hecho es que el señor Maduro es presidente de Venezuela y el señor Guaidó no.

Aceptar la realidad tendrá muchos beneficios potenciales, sobre todo para la oposición venezolana, que se encuentra en medio de un turbulento esfuerzo de reconstrucción.

Después de que Trump anunciara su apoyo a Guaidó en enero de 2019, docenas de otros países siguieron el ejemplo de Washington. Pero hoy en día, solo un puñado cada vez más reducido sigue reconociendo al Sr. Guaidó como presidente de Venezuela y, al igual que Estados Unidos, evita los lazos diplomáticos directos con el gobierno del Sr. Maduro.

Y esa lista se está reduciendo.

Gustavo Petro, el recién elegido presidente izquierdista de Colombia, se movió rápidamente después de asumir el cargo en agosto para abandonar el reconocimiento de su país de Guaidó y reabrir su embajada en Caracas. Este cambio es crucial porque Colombia ha sido durante mucho tiempo el aliado más importante de Washington en América del Sur y un partidario clave de Juan Guaidó.

Brasil, otro poderoso apoyo de Guaidó, podría ser el siguiente, si Luiz Inácio Lula da Silva vuelve a ocupar la presidencia en una segunda vuelta electoral a realizarse a finales de este mes.

Guaidó siempre ha sido un presidente de nombre: no tenía gobierno ni poder para actuar dentro de Venezuela. Demostró valor cuando desafió al régimen represivo de Maduro, pero nunca tuvo un plan viable, más allá de las vagas esperanzas de un golpe militar o de la intervención de Estados Unidos. Además, se aferró al enfoque de sanciones de Trump, que exacerbó la crisis económica de Venezuela.

La aspiración de Guaidó de representar una presidencia alternativa se basaba en su papel como jefe de la Asamblea Nacional, pero su mandato legislativo terminó el año pasado, y en ese momento muchos de sus partidarios dentro y fuera de Venezuela abandonaron la idea.

Hoy en día Maduro es más fuerte que hace tres años, y la oposición está en caos.

Abandonar la pretensión de que el Sr. Guaidó es presidente pondría la política de Estados Unidos en una base racional, pero no implicaría un respaldo a Maduro. Podría facilitar las conversaciones con el Maduro sobre áreas clave, incluyendo la ola de refugiados venezolanos que entran en los Estados Unidos y los posibles cambios en las sanciones económicas relacionadas con las exportaciones de petróleo. La reanudación de las actividades consulares permitiría a los ciudadanos obtener o renovar visados y pasaportes.

Uno de los mayores beneficiarios podría ser la oposición venezolana, que se encuentra en un turbulento, y necesario, proceso de cambio. La oposición ha sido duramente reprimida por un gobierno de Maduro comprometido a toda costa con su permanencia en el poder; aunque la oposición ha dado muchos pasos en falso, es la principal fuerza política del país comprometida con la democracia y la defensa de los derechos humanos, y es por tanto fundamental para encontrar una solución a la crisis del país.

En los últimos dos años, la mayoría de los partidos de la oposición venezolana han entrado en crisis, perdiendo activistas, dividiéndose en disputas por el liderazgo o viendo cómo los votantes que antes eran leales desertaban.

El gobierno ha intervenido con frecuencia para agitar las aguas, utilizando los tribunales o las autoridades electorales con el fin de ordenar la toma de los partidos por parte de un liderazgo sustituto que es considerado sospechoso por el resto de la oposición. Pero en la mayoría de los casos, las divisiones estaban ahí para ser explotadas.

Los venezolanos están hartos de los partidos de la oposición, que a menudo parecen más interesados en pelearse entre ellos que en mejorar la suerte del país.

Al mismo tiempo, han surgido nuevos partidos que se organizan en torno a nuevos líderes.

Los cambios políticos fueron evidentes en las elecciones celebradas el pasado noviembre. La oposición ganó un tercio de las alcaldías de todo el país, después de haber tenido menos de una de cada diez. Y aunque la oposición sólo ganó cuatro gobernaciones de 23, recibió la mayoría de los votos en todos los estados, excepto en algunos. La razón por la que no ganó más gobernaciones fue que los múltiples candidatos de la oposición dividieron el voto, dando esencialmente la victoria a los candidatos aliados de Maduro.

Las lecciones de noviembre fueron poderosas. Las elecciones demostraron que los venezolanos siguen viendo las urnas como una salida a los problemas de la nación. Desenmascaró la debilidad del partido de gobierno entre los votantes, y demostró, una vez más, que la falta de unidad es el talón de Aquiles de la oposición.

Además puso de manifiesto los avances de la oposición no tradicional, ya que cerca de la mitad del total de los votos de la oposición fueron a parar a candidatos ajenos a la coalición liderada por los cuatro partidos mayoritarios, según Eugenio Martínez, periodista especializado en análisis electoral.

La política venezolana apunta ahora a unas elecciones presidenciales que tendrán lugar en 2024.

¿Se unirá la oposición para elegir un candidato único o seguirá dividida? Estados Unidos ha instado a Maduro y a la oposición a reanudar las negociaciones que podrían conducir a una mejora de las condiciones electorales. ¿Pero quién se sentará a la mesa con los negociadores de Maduro?

Hasta el momento, Washington ha apoyado a la Plataforma Unitaria, una coalición de Guaidó y los partidos tradicionales, que busca dirigir la elección de un candidato para 2024 y que controla el equipo que negociaría las condiciones con Maduro.

Pero al seguir manteniendo la ficción de que el Sr. Guaidó es presidente de Venezuela, la administración norteamericana hace más difícil que la oposición pase por el necesario proceso de reforma. Estados Unidos debe reconocer la realidad, en lo que se refiere a quién gobierna realmente en Venezuela y a la necesidad de que los venezolanos elijan la oposición que prefieran. Esa es la única manera en que Washington puede desempeñar un papel constructivo en la solución de la crisis de Venezuela.

 

Traducción: Marcos Villasmil

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NOTA ORIGINAL:

The New York Times

The U.S. Cannot Uphold the Fiction that Juan Guaidó Is the President of Venezuela

 

Mr. Neuman is a former New York Times reporter and Andes region bureau chief, and the author of “Things Are Never so Bad That They Can’t Get Worse: Inside the Collapse of Venezuela.”

When the United States arranged an exchange of prisoners with President Nicolás Maduro of Venezuela last week — sending home two nephews of Mr. Maduro’s wife who had been convicted of drug trafficking in a swap for seven Americans held in Venezuelan jails — it exposed the incoherence of U.S. policy toward Venezuela.

Even as it negotiates with Mr. Maduro, the White House continues to insist that Juan Guaidó, an opposition politician, is the real president of Venezuela. The United States has no formal diplomatic relations with the Maduro government, and the embassy in Caracas has been closed since early 2019, shortly after President Donald Trump recognized Mr. Guaidó as president in an unsuccessful, long-shot bid to force Mr. Maduro from power.

It is time for the Biden administration to accept that the Guaidó gambit has failed and that most Venezuelans, and most of the international community, have moved on. The White House needs a Venezuela policy based on fact, not fiction. And the fact is that Mr. Maduro is president of Venezuela and Mr. Guaidó is not.

Accepting reality will have many potential benefits — not least to the Venezuelan opposition, which is in the midst of a turbulent effort to remake itself.

After Mr. Trump announced his support for Mr. Guaidó in January 2019, dozens of other countries followed Washington’s lead. But today, only a dwindling handful continue to recognize Mr. Guaidó as Venezuela’s president, and, like the United States, eschew direct diplomatic ties with Mr. Maduro’s government.

And that list is getting shorter.

Gustavo Petro, the newly elected leftist president of Colombia, moved quickly after taking office in August to abandon his country’s recognition of Mr. Guaidó and reopen its embassy in Caracas. That change is crucial because Colombia has long been Washington’s most important ally in South America and a key supporter of Mr. Guaidó.

Brazil, another powerful backer of Mr. Guaidó, could be next, if Luiz Inácio Lula da Silva retakes the presidency in a runoff election later this month.

Mr. Guaidó was always president in name only — he had no government and no power to act inside Venezuela. He showed courage when he defied Mr. Maduro’s repressive regime, but he never had a viable plan, beyond vague hopes for a military coup or for U.S. intervention. And he was wedded to Mr. Trump’s sanctions-heavy approach, which exacerbated Venezuela’s economic crisis.

Mr. Guaidó’s claim to an alternate presidency rested on his role as head of the National Assembly, but his legislative term ended last year, and at that point many of his supporters inside and outside of Venezuela gave up on the notion.

Today, Mr. Maduro is stronger than he was three years ago, and the opposition is in disarray.

Dropping the pretense that Mr. Guaidó is president would set U.S. policy on a rational foundation but would not be an endorsement of Mr. Maduro. It could facilitate talks with Mr. Maduro over key areas, including the wave of Venezuelan refugees entering the United States and possible changes to economic sanctions related to oil exports. A resumption of consular activities would make it possible for citizens to obtain or renew visas and passports.

One of the greatest beneficiaries could be the Venezuelan opposition, which is in a turbulent, and necessary, state of flux. The opposition has been harshly repressed by a Maduro government committed at all costs to staying in power; while the opposition has made many missteps, it is the primary political force in the country committed to democracy and the defense of human rights, and it is therefore critical to finding a solution to the country’s crisis.

Over the last two years, most mainstream Venezuelan opposition parties have been thrown into crisis, hemorrhaging activists, splitting apart in leadership squabbles or watching once-loyal voters defect.

The government has frequently stepped in to stir the pot, using the courts or electoral authorities to order the takeover of parties by substitute leadership that is considered suspect by the rest of the opposition. But in most cases, the divisions were there to be exploited.

Venezuelans are fed up with opposition parties that often seem more interested in fighting with each other than in improving the country’s fortunes.

At the same time, new parties have emerged, organizing around new leaders.

The political changes were evident in elections held last November. The opposition won a third of the mayorships around the country, after previously holding fewer than one in ten. And although the opposition won just four governorships out of 23, it received a majority of votes in all but a few states. The reason it didn’t win more governorships was that multiple opposition candidates split the vote, essentially handing victory to candidates allied with Mr. Maduro.

The lessons of November were powerful. The election showed that Venezuelans still see the ballot box as a way out of the nation’s troubles. It unmasked the weakness of the government party among voters. It demonstrated, once again, that lack of unity is the opposition’s Achilles’ heel.

And it revealed gains for the nontraditional opposition, with about half of total opposition votes going to candidates outside the coalition led by the four mainstream parties, according to Eugenio Martínez, a journalist who specializes in election analysis.

Venezuelan politics are now aimed at a presidential election that will take place in 2024.

Will the opposition come together to choose a single candidate, or will it remain divided? The United States has urged Mr. Maduro and the opposition to resume negotiations that could lead to improved electoral conditions. But who will sit across the table from Mr. Maduro’s negotiators?

So far, Washington has thrown its weight behind the Unitary Platform, a rebranded coalition led by Mr. Guaidó and the traditional parties, which is seeking to steer the choice of a 2024 candidate and which controls the team that would negotiate conditions with Mr. Maduro.

But by continuing to uphold the fiction that Mr. Guaidó is president of Venezuela, the administration makes it harder for the opposition to go through the necessary process of reforming itself. The United States must acknowledge reality — as it relates to who actually governs in Venezuela and the need for Venezuelans to fashion the opposition that they choose. That is the only way that Washington can play a constructive role in solving Venezuela’s crisis.

 

 

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