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Federico Vegas: Vidas paralelas

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Plutarco se dedicó a comparar personajes de Grecia y de Roma que tuvieron oficios e intereses similares, como Alejandro y Julio César, Demóstenes y Cicerón. Las vidas que intentaré explorar son menos heroicas y mi análisis ciertamente será menos sabio, apenas un vuelo rasante. Son personajes que han vivido en el mismo tiempo histórico y en un mismo país, lo que acentúa tanto las similitudes como las diferencias, al punto que sus trayectorias pueden parecernos más perpendiculares que paralelas.

Presento dos casos, dos paralelismos. El primero me atrajo porque trata de los inicios, de lo determinante que pueden ser los puntos de partida, la promesa o la condena de un comienzo. El segundo me llega más cerca pues trata de los finales, de cómo la vida nos lleva unas veces al margen y otras al centro, y de las ambigüedades y trampas de estas elusivas posiciones.

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Yon Goicoechea (8-11-1984)– Héctor Rodríguez (26-3-1982)

Una sola vez los vi juntos. Fue en el 2007, durante un debate en Globovisión tan informal como intenso. Eran entonces dos prometedores líderes estudiantiles muy atractivos e inteligentes. Sus puntos de vista eran tan opuestos que pensé serían amigos para siempre al haber encontrado, ambos, un valiente contendor y un incitante complemento.

Lo primero que llamó mi atención fue que Héctor se refería a los compañeros de Yon como “Los muchachos”. Héctor es dos años y medio mayor que Yon, una diferencia que pesa mucho a los veinte años, pero no tanto como para usar un adjetivo que suena a barrera generacional. A lo largo del debate se hizo evidente que la verdadera diferencia radicaba en la ubicación con respecto al poder. Yon representaba a la oposición y Héctor al gobierno, y a la edad en que todo está por darse esta suerte de estatus es determinante, particularmente cuando el chavismo se perfilaba como una estructura todopoderosa y aún plantea con descaro su apetito de eternidad.

El punto central de la discusión era el cierre de Radio Caracas Televisión. Héctor defendía el cierre del canal como una medida para equilibrar a las televisoras, “en su mayoría en manos de privados”. Yon consideraba ese cierre como un atentado a la libertad de expresión y un paso del gobierno hacia el dominio completo de los medios de información.

La perspectiva sobre el tema ha cambiado mucho en diez años. Lo que entonces parecía relativo y discutible se ha ido haciendo cada vez más absoluto e irrebatible. Héctor podría hoy justificarse diciendo que era otro el momento histórico, pero las leyes de la historia suelen ser retroactivas y tienden a juzgar el pasado según los dictados del futuro. El tiempo, esa medida inexorable de lo vivido y por vivir, opera en contra de Héctor como un pantano en el que intenta avanzar mientras se hunde.

En el 2007 el gobierno celebró alborozado el talento y la juventud de Héctor. No tenía el magnetismo de Robert Serra, pero sí mucha más compostura y ponderación, la suficiente para confiarle varios sucesivos ministerios y la Vicepresidencia del Consejo de Ministros para el Desarrollo Social y Misiones. Ahora está en la Asamblea y es el mejor orador del oficialismo, al punto que hay ocasiones en que pareciera no haber otro.

Su tragedia está plasmada en una ecuación: mientras se ha ido haciendo más poderoso más se identifica con los errores de una tragedia a la que llegó tarde, convirtiéndose en el joven actor de una película empezada, Héctor va hurgando cada vez más atrás para justificar las recientes actuaciones del gobierno, diciendo que no son tan graves como la actuación del ejército en “El Caracazo” de 1989, o las suspensiones de las garantías que implantó Rómulo Betancourt en los años sesenta. Defiende el pasado reciente con un pasado remoto, pues ya no parece haber nada bueno adelante, solo cosas peores atrás, y avanza caminando de espaldas para no ver la corrupción y la incompetencia que lo rodea. La trampa que ha ido labrando con sus extraordinarias aptitudes es haberse convertido en lo mejor de lo peor cuando ya no parece haber remedio.

Los años que ha vivido Yon Goicoechea desde aquel encuentro en Globovisión resultan más propicios para una novela, y con esto intento justificar mi preferencia. La actuación del movimiento estudiantil a que pertenecía fue determinante en la única elección que perdió Chávez. Al año siguiente Yon gana el premio Milton Friedman por su labor defendiendo los derechos de los ciudadanos. Ha arrancado con buen pie, quizás demasiado rápido y demasiado bien. Él mismo cuenta que a los 22 años le “cayó la política encima como un edificio”.

La oferta de poder para un opositor no era tan precisa y grandiosa como la que recibió Héctor. El futuro lucía como una posibilidad que estaba por definirse y Yon sintió el enorme peso de expectativas para las que no tenía respuestas. Había un vacío que debía llenar y decide irse a estudiar a Columbia University.

Paralelamente, y para insistir en la posibilidad de una novela, existe una historia de amor. Me asombra cómo en la saga de nuestros actuales presos políticos aparece siempre una mujer bella, abnegada y bien dispuesta a dar la pelea. Yon debe haber sentido la tentación de convertirse en un exilado más y darle paz a su esposa y a sus hijos. Llega el 2016 y está a punto de continuar sus estudios en Europa; resulta tan fácil, tan posible, tan lógico. Pero no hay nada peor que dudar cuando sabes que el llamado de tu Patria es sagrado, y la familia Goicoechea regresa a un país que está viviendo un enfrentamiento, que no es más cruento porque un bando tiene el absoluto dominio de las armas.

Yon se encuentra con sus amigos y compañeros de partido, el más combativo y el que tiene el mayor porcentaje de presos y perseguidos. Empieza a recorrer el país, a entender el nuevo momento histórico, a sentir la insoportable tensión. Dos meses después es detenido y encerrado. Las pruebas del gobierno tienen tanto de montaje que avergüenzan al ministro encargado de presentarlas.

Si su detención fuera un incidente aislado sería un hecho rocambolesco, al borde de lo anecdótico y tragicómico, pero, cuando sabemos que es parte de un patrón aplicado a centenares de políticos se torna en algo pestilente, siniestro, enfermizo, pues la misma cantidad de casos hace que nuestra atención no se detenga lo suficiente en una injusticia cruel, enloquecida.

Algo de poética tiene que tener nuestra realidad. Me preguntó que habrá dicho Héctor cuando le pidieron ayuda para resolver una componenda tan evidente. En la novela que me gustaría escribir, Héctor va en auxilio del contrincante con quien tuvo uno de sus episodios más dignos. Desmonta la patraña y Yon vuelve a ser libre. Se dan un abrazo y ambos vuelven a la lucha.

El drama está servido para dedicarle toda nuestra atención: ¿Hacia dónde van estas dos vidas, en la plenitud de sus facultades, que aún pueden dar tantos frutos?

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Arturo Sosa (12-11-1948) – Armando Rojas Guardia (8-9-1949)

Arturo es un año mayor que Armando, quien a su vez me lleva solo seis meses. Los tres estudiamos en el mismo colegio, el San Ignacio de Loyola.

Cuando tenía unos ocho años me enviaron a un campamento de verano. Me pareció un campo de concentración y me fugué. No debo haber recorrido más de tres kilómetros pero el episodio fue un escándalo. Al final se estableció que quien estaba mal era yo, un niño más raro que rebelde. Fue una cruda manera de descubrir la racionalidad del poder.

Arturo estaba en ese mismo campamento. Siendo año y medio mayor tenía mejores armas para pasarla bien. Siempre usaba una chaqueta McGregor de las de cierre hasta el cuello. Creo que la primera manifestación de una vocación religiosa es la forma de vestirse, y en el caso de Arturo incluía una manera de mantener las manos en los bolsillos que me intrigaba. Un día me atreví a preguntarle:

—¿Qué tienes ahí?

Sonrió como si tuviera días esperando la pregunta, sacó el puño derecho con elegancia y lo abrió ante mis ojos. En la palma tenía una pequeña virgen de estaño; quizás “Nuestra Señora del buen camino”, patrona de los jesuitas.

Luego desaparece por años, aunque estudiábamos en el mismo colegio. Algo en su misma distinción e impecabilidad lo hacía invisible. Pero seguía siendo una referencia. Era la constancia de que un niño puede elegir su destino como si Dios lo hubiera elegido al nacer.

Armando Rojas Guardia estaba en un salón al lado del mío y aparece en mis recuerdos cuando tendríamos unos doce años. Puede que a esa edad ya esté todo decidido y escrito porque la imagen que tengo es la de un poeta cansado. Lo cierto es que tanto Arturo como Armando estaban fuera de lo realmente físico; nada tenían que ver con las peleas y con los deportes, pero esta ausencia no la veíamos como carencia o debilidad, sino como una fortaleza inaccesible.

En las graduaciones del colegio a mediados de los sesenta hubo una cantidad inusitada de vocaciones sacerdotales. No sé cual fue la causa y muy poco de los efectos. Arturo y Armando formaron parte de ese grupo. Pocos van a perseverar en el seminario de Los Teques. Armando desistirá, pero su vida quedará para siempre ligada a la religión.

El verbo “ligar” no es el más adecuado en el caso de Armando. Religare es uno de los posibles orígenes latinos de la palabra “religión”, y nos sugiere una suerte de religación, de vínculo supremo que nos ata fuertemente. Esta versión me cuadra mejor con el Arturo de mis recuerdos. Para acercarme al Armando que conozco prefiero partir de otra posible etimología: relegere. Esta posibilidad tiene que ver con una lectura constante, diligente, que siempre espera encontrar algo más. Una frase que una vez le escuché a Armando lo explica mejor:

—No quiero una religión en la que introduzco una pregunta y brota automáticamente una respuesta.

Esa continua búsqueda te lleva inevitablemente a los márgenes de lo inexplorado. El mismo Armando nos ha hablado con insistencia de una marginalidad que puede “dejar de ser una maldición, una condena”, y convertirse en “una genuina vocación, en una manera insólita de acceder al centro”.

“A Dios se le encuentra en los lugares periféricos, aquellos que más nos obligan a salir en voluntario éxodo hacia las afueras del yo, hacia la intemperie ética que es la acogida radical del Otro, especialmente si ese Otro es el excluido, el marginado, el que vive en la periferia”

Armando describe sin temor y con transparente generosidad cuatro marginalidades que ha convertido en cuatro pilares. Las resumo: La marginalidad del cristiano, pues la figura de un intelectual-cristiano resulta atípica, excéntrica. La marginalidad del poeta dentro de una sociedad que no propicia estados profundos de consciencia donde se haga posible la experiencia poética. La marginalidad del homosexual en una sociedad donde los homosexuales reciben la condena tácita o explícita del ostracismo. La marginalidad del paciente psiquiátrico sometido a la exclusión en clínicas y hospitales junto a compañeros de todas las edades y clases sociales.

El ser cristiano, poeta, homosexual y paciente psiquiátrico son sendas periféricas que han llevado a Armando a una vocación de soledad “al margen de los prevalecientes modelos civilizatorios que signan determinadas horas históricas, al margen de comportamientos masificados, al margen de los patrones colectivos”.

Aquí quería llegar, aquí necesitaba llegar, pues estamos viviendo horas históricas e histéricas en las que poco ayudan los patrones colectivos y los comportamientos masificados. Y es desde esta tremenda necesidad de centralidad y de soledad que quisiera examinar las palabras que recientemente le escuchamos a Arturo Sosa después de ser elegido jefe de los jesuitas.

Entiendo que la senda de Arturo lo llevó siempre al centro de las instituciones ligadas (continúo usando el verbo “ligar”) a sus tareas de educador, de intelectual y de sacerdote. Ha sido director del Centro Gumilla, Superior Provincial de los Jesuitas en Venezuela, Rector de la Universidad Católica del Táchira y, desde el 14 de octubre, General de la Compañía de Jesús. De manera que es comprensible que nos hable desde una posición de absoluta centralidad. Comienza advirtiendo que “la situación en Venezuela es muy difícil de explicar a quien no vive allá”, y ciertamente se expresa como si ya no viviera acá, en este margen incomprensible del mundo.

También explicó que como politólogo ha dedicado la mayor parte de su vida a comprender el proceso sociopolítico venezolano y que ha reiterado “como una letanía” que “no se entiende lo que pasa en Venezuela si no se entiende que el país vive de la renta petrolera y que la administra con exclusividad el Estado”. Yo pensaba que esta era de las pocas cosas que sabían de nosotros quienes no viven en Venezuela, incluyendo el diagnóstico que Arturo nos da del gobierno: “El modelo rentista que ha encabezado el comandante Chávez y que ha seguido Nicolás Maduro ya no se sostiene”. Falta agregar que Maduro está a punto de acabar con el modelo rentista al acabar con la renta. Esa ha sido la fórmula más efectiva del chavismo: “Muerto el perro se acabó la sarna”.

La segunda parte de su diagnóstico es más desoladora: “Lo mismo ocurre en la oposición venezolana, que tampoco tiene un proyecto rentista diferente, que es lo que se necesitaría para salir a largo plazo de esta situación en la que está el país”.

¿Si ni el gobierno ni la oposición tienen la solución, quién la tiene entonces? Me pregunto si será el propio Arturo desde sus letanías. Ese centro elevado y distante es clásico del héroe religioso, quien, al ser dueño de una verdad, será más heroico en la medida que resulte más difícil acceder a su fórmula infalible.

Un gobierno todopoderoso y corrupto, que ha manejado miles de millones durante 17 años, que ha planificado no solo manejar el país desde la renta del petróleo, sino también destruir las posibles alternativas, no podemos compararlo tan alegremente con una oposición atomizada, perseguida, a la que se le arrebata los espacios que ha conquistado con el voto, que gasta una energía incalculable manteniéndose unida, aplacando sus diferencias para enfrentar a un gobierno insaciable. Hacerlo es un ejercicio tan injusto como superficial y pretencioso. ¿Acaso Arturo conoce el pensamiento de toda una nueva generación de jóvenes políticos que luchan por la oportunidad de expresarse, de llevar a la práctica sus ideas? Su planteamiento nos resulta aún más doloroso en medio de una crisis que puede llevarnos a la autodestrucción. No existe ninguna posibilidad de generar un proyecto alternativo si no se nos permite ejercer el derecho al voto.

Arturo Sosa plantea su resumen de nuestra situación tres días antes de que nos fuera negado el derecho a votar. Ese día no tuvo palabras de cariño, ánimo y consuelo para sus compatriotas, ni se refirió a la necesidad imperiosa de volver a contar con ese medio fundamental para el diálogo que es expresarse con el voto. Prefirió elevarse tanto como sus cejas sobre nuestra historia mirándola en su conjunto como a unos condenados que nunca han logrado entender que diablos les pasa.

Entiendo que no puedo juzgar a un hombre con una obra tan amplia y profunda por unas pocas palabras extraídas de un fragmento de su vida, pero es que el momento era tan estelar, tan ecuménico, tan propicio, y nos hacía tanta falta un abrazo de comprensión y apoyo. Exigir que se respete el derecho al voto no es hacer política, es mucho más, es defender la dignidad del hombre, la libertad de los pueblos para elegir su destino.

Armando no tiene la solución pero si la actitud cristiana que necesitamos:

“De mí depende y de nadie más, que mi soledad se degrade a un individualismo militante, sordo y ciego frente a las heridas sangrantes de mi entorno, o, por el contrario, venga a ser una soledad poblada de presencias amadas, llena de atención, de tacto y de delicadeza ante el dolor ajeno”.

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