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Felipe González: “El capitalismo triunfante está destruyéndose a sí mismo”

Fue presidente del Gobierno durante 14 años ininterrumpidos. De él siempre se ha dicho que tiene una “buena cabeza política”. Aquí desgrana sus reflexiones sobre el mundo en que vivimos y sobre la situación de España

Felipe González (Sevilla, 1942), socialista, fue presidente del Gobierno de España durante 14 años ininterrumpidos. De él siempre se ha dicho que tiene una “buena cabeza política”. Y efectivamente, Felipe González es ante todo un político y ese es su punto de vista, la manera en la que mira al mundo y examina la situación en España. Este texto es el producto de una larga conversación en su casa, en Extremadura, un encuentro en el que el expresidente llama la atención sobre cuestiones fundamentales del escenario internacional y nacional. Estas son sus reflexiones:

El capitalismo se autodestruye

El gran desafío es saber si el modelo económico financiero que se ha instalado en todo el globo es sostenible —y no le meto carga ideológica alguna—. Yo creo que no. Dicho en términos manchesterianos, el modelo del capitalismo triunfante está destruyéndose a sí mismo por su insostenibilidad. Tengo una perspectiva socialdemócrata y creo que la distribución del ingreso es muy injusta, pero más allá de la discusión sobre la justicia social o mejores oportunidades en la predistribución de la riqueza, un poco más allá del debate ideológico, hay una realidad, y es que la sostenibilidad de este modelo económico va a fracasar. Las sociedades no soportarán una nueva crisis. Ese es el primer elemento de análisis: el modelo no es sostenible desde el punto de vista socioeconómico.

El segundo elemento es que las relaciones internacionales están viviendo una completa anomia, una falta de reglas. Las pocas que se construyeron después de la II Guerra Mundial están destruyéndose. Y las nuevas reglas, construidas más recientemente, no se están respetando. Hay una falta de acatamiento al derecho, a la norma, que se refleja, por ejemplo, en la crisis de la Organización Mundial del Comercio (OMC), en la crisis de los acuerdos de desarme y no proliferación nuclear, y en la crisis del cambio climático. Podríamos citar algún caso más, pero la cuestión es que todos los mecanismos de ordenación están siendo negados y abandonados. Hay un absoluto desprecio por la normatividad, por el derecho, por las reglas que hace que las decisiones sean arbitrarias. El más claro protagonista es Trump, claro.

El nuevo desorden internacional

Venimos de un equilibrio del terror entre las dos grandes potencias, una antigua guerra fría, pero ahora hay, para entendernos, una nueva, con más actores y más distintos. Es decir, antes era la zona de rozamiento entre los grandes bloques la que sufría las consecuencias de esa política, pero el centro de esos dos mundos vivía en paz y con altos niveles de desarrollo, tanto en Europa como en Estados Unidos. ¿Quiénes sufrían? Centroamérica, el Cono Sur, África…, zonas de rozamiento. Ahora, en el nuevo desorden internacional, los protagonistas han cambiado. Hay una situación tremenda en Oriente Próximo y en otros puntos, pero el factor fundamental, en mi opinión, es el nuevo choque tectónico entre la gran potencia emergente, China, y Estados Unidos. Y ese choque se produce en un marco global en el que se acentúa la anomia, la falta de reglas de la que hablamos. No es que las reglas se estén reformando, es que se están destruyendo. Si lo analizamos a un nivel más regional, por ejemplo la Unión Europea, el fenómeno es el mismo. Tanto en la respuesta a la crisis de 2008, como en la crisis migratoria, como en el desencadenamiento del Brexit, como en la relación con Estados Unidos, se observa que la UE está trufada de miembros que no están dispuestos a respetar las normas.

“La sostenibilidad de este modelo económico va a fracasar. Las sociedades no soportarán una nueva crisis”

Europa y el Brexit duro

Algunos dicen que esa falta de respeto por las reglas en la Unión es consecuencia de la ampliación al Este y que antes no sucedía. Es verdad que algunos de esos países están acostumbrados a que se les impongan normas y confunden Bruselas con una nueva Moscú. Bueno, digamos que eso tiene cierta racionalidad, pero no creo que Salvini o Johnson sean muy del Este. Y cuando ­Johnson hace esa afirmación tan rotunda de que no está dispuesto a pagar la factura de la Unión en el caso de que se produzca un Brexit duro, está simplemente rompiendo todo tipo de normas. Por tanto, el fenómeno empieza en los países del centro y del Este de Europa y tiene psicológicamente una explicación que moviliza a mucha ciudadanía que quería entrar, sí, pero sin jugar dentro.

Pero, como le digo, el caso de Italia o del Reino Unido no tiene que ver con esa eventual explicación. Debería decir que me rebelo contra mi propio pesimismo y que no soy pesimista, pero la verdad es que la anomia global está calando hacia abajo, hacia los estamentos nacionales locales. ¿Cómo se traduce esa falta de respeto por las reglas en la realidad británica? ¿Y en la realidad española? Que alguien diga que la democracia está por encima de las reglas institucionales y que están dispuestos, por tanto, a romperlas porque lo hacen de “manera democrática” es impresionante y es lo que se puede oír a Trump, a un polaco o a un húngaro, pero también al brasileño Bolsonaro. Tengo la mayoría y puedo cargarme un poder judicial independiente. Lo que más me preocupa de todo esto es que quienes más sufren esta crisis global son las democracias representativas. Los autoritarios tienen menos problemas; si no, que le pregunten a Xi Jinping qué problema tiene con Hong Kong. No digo que no tenga dificultades, digo que tienen mecanismos de respuesta que nadie les cuestiona. En esa anomia general son los sistemas autoritarios los que mejor se desenvuelven, los que tienen menos costes, frente a los sistemas democráticos representativos.

Es importante ver que no se trata de un enfoque solo de izquierda, porque en la izquierda hay una parte con vocación autoritaria a la que las reglas de juego no le parecen tan importantes, pero también una izquierda que sabe que solo sobrevive con reglas democráticas. Y en la derecha tenemos un centroderecha liberal, o lo que quede de él, que sabe que su supervivencia también depende de lo mismo, y otra derecha autoritaria. Por tanto, no se trata de algo que se produzca en función exclusivamente de la ideología de la izquierda, sino en función de quiénes se desenvuelven mejor en un régimen de libertades y quiénes son los primeros que sucumben al autoritarismo de un signo o de otro. Y siempre sucumben los mismos, ¿no? En la tradición nuestra están los socialtraidores y los compañeros de viaje. Toda esta literatura lo que hace es acabar con el espacio, en sentido amplio, de la centralidad en defensa de la democracia. La otra desventaja para esa centralidad es que en las relaciones políticas basadas en el tuit, el espacio para la reflexión y la información de fondo se ha reducido mucho. Ahora, en la política tuitera se apela simplemente a reacciones emotivas, no reflexivas, y eso mina el escenario.

La crisis mal resuelta

Volvamos a la idea de que la sociedad no aguantaría ahora una nueva crisis; es cierto que la de 2008 se resolvió mal. Y donde no lo hizo, como en Estados Unidos —­donde en términos relativos se hizo mejor porque se recuperó pronto y crecieron—, lo cierto es que tampoco allí se volverá a aguantar una nueva crisis. Insisto, es el modelo lo que está en cuestión, un modelo que sigue concentrando renta. Lo que se está produciendo es una redistribución negativa del ingreso, tanto en las etapas de crisis como en las de crecimiento. Miremos en España: podemos tener ahora el mismo PIB per cápita que en 2008, por decir algo, lo que supondría en términos del PIB, macroeconómicos, que existiría una línea recta. Pero no es verdad. Ha habido un valle en el que ha quedado un montón de gente. No solo quedan cicatrices. Queda una desigualdad que se ha incrementado por efecto de esa crisis.

“Europa ha sido durante dos siglos el laboratorio de todas las grandes ideas del mundo, pero ahora es un museo”

Veamos cómo se afrontó la crisis de 2008 en la Unión Europea. Se hizo mal. Se afrontó mal la crisis migratoria, dando por muertas las normas de Dublín para el asilo y el refugio, y no se fue capaz de soportar la presión migratoria debida a los conflictos en el sur del Mediterráneo y a la miseria. Se afrontó mal el Brexit. Y, desde luego, la relación con Estados Unidos, porque hay fracturas internas. Hay más de un trumpista dentro de la Unión Europea. ¿Cómo se van a comportar? De momento, todo el mundo está a la defensiva porque ese señor ha hecho de Europa un objetivo, como de todos los países que tenía hasta ahora como aliados. Eso lo ha afrontado muy mal la Unión, que además está muy retrasada respecto a la revolución tecnológica. Europa está más adelantada, creo yo, en una cierta normativización para intentar tapar los agujeros que existen en la intimidad y los derechos personales, por ejemplo, pero no hay una sola tecnología de marca europea que compita con las de Estados Unidos, ni una. Europa ha sido durante dos siglos el laboratorio de todas las grandes ideas del mundo, pero en la actualidad es un museo, no un laboratorio.

Las empresas tecnológicas

Se trata de un oligopolio de oferta. Eso está clarísimo. ¿Hay que hacer algo para liquidarlas o romperlas? Hay un problema previo. Veamos el cuadro de las primeras 20 empresas de Estados Unidos en los ochenta y el mismo cuadro en el año 2000, cuántas de esas 20 primeras grandes empresas han sido sustituidas, y comprobaremos que las primeras 15 o 16 de ahora no existían en 1980. Hagamos lo mismo con el cuadro de Europa: veamos las más grandes empresas de los años ochenta, desde Deutsche Telekom, Siemens, hasta France Telecom. ¿Quiénes han ido sustituyendo a esas grandes empresas europeas, dónde existe esa movilidad ascendente y descendente que premie la innovación, el talento y la investigación? Ningún alemán cree que haya alguien en un garaje que pueda desplazar a esas grandes empresas. Y si lo hay, cree que se irá a que le financien en Silicon Valley. Si alguien tiene una buena idea en nuestro espacio cultural europeo, una vez que dé los primeros pasos, es mucho mejor que se vaya a que le financien allí. Porque aquí no va a tener recorrido, ni en Alemania, ni en Francia. No nos engañemos. La movilidad ascendente y descendente está aplastada por la política, las empresas y los sindicatos, por todos los actores. Hay un oligopolio de oferta, cierto, pero dentro de ese oligopolio global no hay ningún europeo. Si uno piensa que las primeras relaciones a través de Internet se produjeron en Europa antes que en Estados Unidos…

1968 y la periferia

Todo lo que ocurre ahora en el mundo, la insostenibilidad del modelo y la anomia, ¿está relacionado directamente con la crisis económica de 2008? No, yo diría que no. Busquemos una onda larga y otra corta. Las ondas cortas se ponen de manifiesto explosivamente en las crisis. Pero la onda larga procede de una crisis anterior. La onda larga de respuesta al sistema dominante, independientemente de las características de ese sistema, está en 1968. Coincide además con los primeros pasos de la revolución tecnológica. Podemos situar la onda corta en 2008, es verdad. Pero cuando se produce la crisis de 1997-1998 en el sureste asiático y el Fondo Monetario Internacional mete la pata consistentemente, los únicos que se libraron fueron los que no aceptaron la intervención del FMI, como Singapur. Todavía estábamos fascinados por la idea de países centrales y países periféricos, pero eso ya no existe. Ahora existe la periferia dentro de los países centrales y periferia de países enteros. El gran triunfo de Trump es que la periferia de Estados Unidos sea el Medio Oeste del propio Estados Unidos. La América profunda es la periferia. La periferia no es Finlandia o Corea del Sur, por ejemplo. Por eso, cuando se produjo la primera crisis, uno de los debates que yo quise plantear era que no era posible que en un sistema financiero globalizado hubiera crisis periféricas que no afectaran a los países centrales. O sea, inculcar la idea de “no vivan tranquilos”. La crisis saltó de Asia a Rusia y a Turquía, de allí a Brasil y arrasó Argentina al año siguiente.

El optimismo de la inteligencia

¿Cómo no ser profundamente pesimista? Gramsci decía que tenía el pesimismo de la inteligencia y el optimismo de la voluntad. Yo tengo la reflexión contraria. Desde el punto de vista de la inteligencia, soy optimista. Desde el punto de vista de la voluntad política, soy pesimista. Creo que lo que falla es la voluntad y, por tanto, el liderazgo. Me dicen: “Hombre, es que no sabemos lo que pasa”. Sí, claro que sabemos lo que pasa. En los acuerdos de desarme que se han saltado a la torera este año sabemos lo que pasa. Sabemos qué pasa en Oriente Próximo. Lo que pasa con el cambio climático, con la OMC y con el nuevo proteccionismo. Lo sabemos. Intelectualmente podemos llegar a un diagnóstico y de allí a la terapia. Lo que cuestiono, o lo que me hace ser pesimista, es si existe esa voluntad para hacerlo, aparte de jugar con los tuits.

Y si se comprende, ¿por qué no se reacciona? Porque se comprende y al mismo tiempo se niega. El problema lo puedes hablar con los liberales demócratas británicos o con gente del laborismo, lo entienden perfectamente. No es un asunto que no se pueda entender en la izquierda. El problema es cómo traduces eso en acción política, en movilización de la voluntad. Y cómo huyes de respuestas simplificadas que no sirven para nada.

Me preguntan sobre los criterios básicos para configurar esa voluntad, dado que el diagnóstico parece compartido por mucha gente. En Europa, por ejemplo, estaría bien un análisis autocrítico en el Consejo Eu­ropeo sobre cómo se ha enfrentado la crisis y por qué ha habido consecuencias mucho más dolorosas y peores para la UE que para Estados Unidos. Decidir en qué nos equivocamos. Recordar que solo apareció “monseñor” Draghi con políticas monetarias y que cada vez que daba un paso pedía medidas político-fiscales de acompañamiento. Yo diría que, más que una autocrítica, lo que ha habido en Europa ha sido un deslizamiento, interesante, para flexibilizar de facto las posturas, pero sin flexibilizarlas desde el punto de vista normativo.

A veces me preguntan sobre las ventajas de las sociedades autoritarias con poderes fuertes que olvidan a sus Parlamentos, y por las sociedades democráticas en las que los Parlamentos destruyen a los Ejecutivos. Y sí, los Parlamentos democráticos no ofrecen fórmulas alternativas de solución. Por eso insisto en la necesidad de que las democracias representativas tengan capacidad de resistencia frente a la anomia generalizada que se extiende. Veamos. ¿Qué está pasando en Italia? Salvini estaba seguro de que tumbaba al Gobierno y provocaba elecciones. Y de pronto, en un ataque de lucidez, la izquierda democrática dice: “Ni hablar”. Por eso recuerdo lo que hizo Chávez en 1999 en Venezuela, cuando juró cumplir y hacer cumplir la Constitución, y solo pasó un año antes de convocar al pueblo para destruirla y hacer una nueva. Así que, sí, soy más pesimista de la voluntad que de la inteligencia.

Trabajo y autónomos

¿Por dónde empezar a hablar de la situación de la economía? ¿Por los nuevos tipos de trabajo? Quizá. Quizá del hecho de que ya no se habla de jornadas laborales semanales o mensuales, sino que se discute del salario por hora. ¿Cuáles son los derechos laborales en ese espacio? Tenemos que regular esas nuevas formas de relaciones laborales, de la ocupación en el sentido más amplio, para evitar el abuso. Teníamos que haber empezado ya a afrontar el tema de aquellos que están obligados a sobrevivir como autónomos.

Riqueza y big data

Y ¿cómo hacemos para avanzar en la lucha en términos de desigualdad, teniendo en cuenta que la revolución tecnológica ha provocado un fenómeno de concentración de la riqueza, sobre todo de la riqueza financiera y de la riqueza que se parece mucho a la otra, que es la de las grandes tecnológicas? La concentración de la riqueza está en el sistema financiero informal más que en el formal. Atención con lo que digo, para no confundir. Los bancos tradicionales lo están pasando rematadamente mal. El mayor banco de Alemania está, diríamos, arruinado. Los que no lo pasan mal son los sistemas parafinancieros, desde los llamados fondos de inversión hasta los sistemas financieros ligados a Amazon o semejantes. Hasta Facebook quiere poner en marcha su propia criptomoneda. Es muy importante tener en cuenta que la materia prima de las grandes tecnológicas, lo que podríamos llamar el petróleo del siglo XXI, es el big data. Es decir, la acumulación de los datos personales de todos nosotros desde que nacemos hasta que nos morimos y también de nuestros herederos, todo ello de manera gratuita. Por primera vez la materia prima es gratis. Intentamos regular algunos derechos, pero nunca decidimos lo fundamental: que los datos personales son propiedad de cada persona. Si el concepto de “propiedad privada”, el más respetado de los conceptos del capitalismo, se aplicara al big data, nadie podría usarlo sin una autorización informada y consciente.

Esto sería, claro, una revolución. De verdad. La única revolución que de verdad cambiaría las cosas porque obligaría a las tecnológicas a tener una comunicación contractual e informada directa con las personas cuyos datos van a utilizar. ¿Una batalla perdida? Quizás en parte. Los datos acumulados ya son el pasado y no puede haber, digamos, efecto retroactivo. Pero yo no estoy hablando en términos penales: el efecto retroactivo es difícil plantearlo, pero no imposible. De lo que se trata es de, a partir de un reconocimiento de esa naturaleza privada, darle un tratamiento distinto. Pienso que el siglo XXI es eso. Esas empresas imbatibles dejarán de serlo y tendrán que respetar al ciudadano. Ahora ni respetan a los ciudadanos, ni a sus representantes, ni a los Gobiernos.

¿El enemigo? Sí, sin duda. El enemigo, en un sistema tan individualista y de tal democracia liberal en origen como Estados Unidos, fueron en su momento las siete grandes compañías petroleras que llegaron a suponer el 10% del PIB en Estados Unidos. Entonces se decidió acabar con esa situación. Esta broma se acabó. Hay que hacer política: primero, para dividir y, segundo, para defender iniciativas innovadoras y evitar que sean engullidas de manera salvaje por las grandes compañías. En el momento en que esas empresas se hicieron tan fuertes y potentes, ¿por qué van a perder el tiempo en innovar…? Si ya tienen a una serie de buscadores de innovadores en todo el mundo que pueden absorber. Y de dos maneras: los que suponen una innovación que puede añadir valor al propio grupo se incorporan, y los que pueden ser competencia se hacen desaparecer, incluso en su mismo origen si creen que perjudica a su modelo de negocio. Todo esto se puede regular. Claro que sí…

Federalización de la Constitución

Me plantean a menudo cuáles son los criterios básicos para la reforma constitucional. Lo principal es la federalización de la Constitución para garantizar la lealtad institucional y para que no volvamos a tener este medio camino, un Estado autonómico que se convierte en reino de taifas, un Estado fuertemente descentralizado, más que los Estados federales, pero sin garantías de cohesión. Ese me parece el primer elemento, básico. Hay otras muchas cosas que modernizar en la Constitución, fundamentalmente referidas a la nueva realidad comunicacional y a nuevos derechos; de algunos ya hemos hablado.

“Hay que federalizar la Constitución para no tener un Estado autonómico que se convierte en reino de taifas”

Lo que más me preocupa en estos momentos de la situación política española es que una crisis política tan prolongada se ha traducido en deterioro institucional. Seguimos, por ejemplo, con unos presupuestos que se prorrogan casi indefinidamente. Podemos repasar instituciones, pero no quiero ser muy doloroso. Está absolutamente caducado el Consejo del Poder Judicial. Y muchos otros organismos. Como mínimo, podemos decir que existe una parálisis institucional. Y yo añado que no entiendo por qué el Parlamento no está funcionando a pleno pulmón desde que se constituyó. Tendrá limitaciones, porque obviamente el Gobierno no puede presentar proyectos de ley estando en funciones, pero el Parlamento en sí debería funcionar. El Tribunal Constitucional acaba de desautorizar a Rajoy por oponerse como Gobierno en funciones a las comparecencias.

La parálisis acarrea una afectación institucional. Hay incluso un debate sobre los poderes de la jefatura del Estado, respecto de la crisis del nombramiento del candidato a la presidencia. Dicen que el artículo 99 es ambiguo; bueno, casi todos los buenos elementos de las Constituciones tienen un margen de interpretación, no son tan cerrados como para que se puedan aplicar con un ordenador. Yo creo que habría que fortalecer más el papel de la presidencia del Congreso, para que tuviera la capacidad de tantear las posiciones de los grupos para saber si procede o no una ronda nueva de audiencia con el Rey. El Jefe del Estado no puede decidir si es necesaria esa ronda o no. El papel de la presidenta del Parlamento no solo tiene que ser llevar un papel, ir y venir, sino que tiene que hacer un sondeo con los grupos para poder dar después una explicación de cómo está la situación a quien tiene que hacer la ronda.

Felipe González, en 1982, tras ser proclamado presidente del Gobierno en el Congreso de los Diputados. 
Felipe González, en 1982, tras ser proclamado presidente del Gobierno en el Congreso de los Diputados.  MARISA FLÓREZ

Autonomías, Cataluña y referéndum

Si se da cuenta, ya no estamos hablando de la Constitución (que permitiría ese papel de la presidenta del Congreso), sino del deterioro de las instituciones. Ese peligro es evidente. No puede ser que cada comunidad autónoma no solo tenga una fiscalidad radicalmente distinta, sino que tenga además normas de formación profesional distintas o normas de uso de transporte distintas. No puede ser que al camionero o al que tiene un título de formación profesional en Castilla-La Mancha no le sirva para trabajar en Madrid. O al revés. Esto no puede ser. Tiene que existir una armonización que te permita moverte por todo el territorio. Por tanto, hay deterioro institucional. ¿Hay una crisis de Estado? Hombre, como no quiero ser ombliguista y mucho menos pesimista, yo creo que está peor el Reino Unido que nosotros. Lo digo en serio y con dolor. Porque el Reino Unido, la democracia con mayor tradición y más sólida, se está jugando hasta la unidad territorial. Pero, en fin, es obvio que nosotros tenemos una crisis propia que está deteriorando el funcionamiento institucional.

Una parte de ese deterioro se debe a algo que ya he comentado y que me preocupa mucho. La falta de respeto, también en España, por las normas. Ese es un elemento fundamental de la crisis en Cataluña. Hay una parte de la representación política catalana, me da igual si es el 47% o el 52%, porque ese no es elemento nuclear, que cree que se puede saltar las normas. Por eso digo que da igual que sean el 47% o tengan la mitad más uno. ¿Qué pasa? ¿Que en ese caso pueden ignorar las reglas? No. Y si se hace en nombre de la democracia es todavía peor. La democracia está por encima de las reglas de juego, dicen. No. Las reglas de juego que hemos aceptado entre todos se pueden cambiar, por supuesto, pero por los procedimientos previstos para el cambio. ¿En qué ha contaminado este discurso la realidad de España? En que hay fuerzas políticas, como Podemos, que compran ese producto. Esa es una de las enormes dificultades, en mi opinión, para que haya una relación de confianza. Hay incluso algunos analistas, se supone que muy enterados, que dicen que es perfectamente posible pactar un referéndum específicamente catalán para decidir el futuro de Cataluña. En el marco constitucional no lo hay. ¿Es posible hacerlo cambiando la Constitución? Sí, pero ya advierto que yo me opondré a que se haga ese cambio. Porque no introduciría nunca en una reforma constitucional un elemento autodestructivo de lo que compartimos todos los españoles. Yo, personalmente, me opondría y llamaría a la gente a que se opusiera. ¿Por qué? Porque nos hace desaparecer como Estado, y detrás del Estado hay una realidad, un espacio público compartido que se llama España. ¿Desde cuándo está compartido? Desde cuando quieran. Desde luego, sí desde la formación del Estado moderno. Y mucho antes de la formación del Estado moderno, desde hace cinco siglos. Y antes de eso, ¿de verdad había Estado o había un demos divisible? Por tanto, ahí hay un elemento fundamental para comprender que no es que tengamos un problema territorial con una parte de la sociedad catalana representada por el independentismo, tenemos un problema que contamina a fuerzas políticas de otras partes del territorio que no tienen claro que las reglas del juego están para ser respetadas; incluso para cambiarlas tienen que ser respetados los mecanismos de cambio previstos. Es que son muy duros, dicen. Bueno, esto es lo que hemos decidido entre todos y entre todos tenemos que decidir si se cambia o no. Luego tenemos además la amenaza de Vox que todavía no se ha convertido en un hecho real, pero que claramente no quiere el Estado de las autonomías. ¿Tienen derecho a no quererlo? Sin duda. Por los procedimientos acordados. En fin, es evidente que debería haber un pacto mínimo constitucional con respecto a Cataluña. No es concebible que Ciudadanos, PP, PSOE… estén utilizando el tema para romperse la cabeza.

“Que hagan lo que quieran, pero que no nos lleven a elecciones y que respeten  las reglas del juego”

El Gobierno y el presidente

Pasando a la política nacional, una parte del debate se centra ahora en la diferencia entre Gobiernos de cooperación y de coalición. Yo honradamente digo que hagan lo que quieran, pero que no nos lleven a elecciones y que respeten las reglas del juego. Y las reglas del juego mínimas son tres: que el Gobierno funcione como debe funcionar de acuerdo con el ordenamiento jurídico. Que el presidente no deje de ser el presidente, que tenga la facultad de nombrar y de cesar al ministro que crea que tiene que nombrar y que cesar, porque es su responsabilidad, no de nadie más. Y que las decisiones sean del Consejo de Ministros. De mis batallas, que nunca cuento con detalle, una esencial era el grado de autonomía del Gobierno respecto de las partes con las que tienes que dialogar y acordar en defensa de los intereses generales. Porque la obligación del presidente es defender los intereses generales. Estas cosas se están olvidando.

La conclusión de este viejo político, que no es un político viejo porque no quiero resignarme, es que hagamos lo que tengamos que hacer, el esfuerzo que tengamos que hacer para poner en la agenda de la sociedad los desafíos que tenemos.

 

 

 

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