
George F. Will: Si Trump es nominado, el GOP debe evitar que llegue a la Casa Blanca
NOTA PREVIA:
Aunque la nota es del pasado mes de abril, dada la importancia de quien la escribe -uno de los más consecuentes y respetados periodistas conservadores de los EEUU- y lo pertinente de su mensaje, decidimos darle publicidad.
América 2.1
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George F. Will – The Washington Post – 29 de abril de 2016
Los daños causados por Donald Trump al Partido Republicano, aunque ya muy extensos, apenas han comenzado. Los colaboracionistas republicanos se multiplicarán, escabulléndose para apoyar al aspirante presidencial más anti-conservador en la historia de su partido. Será inadmisible que estos colaboracionistas participen en la reconstrucción del partido.
El anuncio de Ted Cruz de su compañero de fórmula preferido ha mejorado el proceso de nominación al darle a los votantes información pertinente.Ellos ya saben cuál es la única cosa importante acerca de la decisión de Trump: su compañero de fórmula no estará calificado para ocupar un alto cargo porque él o ella van a pensar que Trump está calificado.
El compañero de fórmula óptimo para Hillary Clinton podría ser el senador Sherrod Brown, de Ohio, un populista a favor de los trabajadores cuya selección sería un bálsamo para los sentimientos heridos de las legiones de Bernie Sanders. Los compañeros de fórmula rara vez importan como factores electorales: En 2000, Al Gore obtuvo el 43,2 por ciento de los votos en Carolina del Norte. En 2004, John Kerry, tratando de mejorar ese resultado, escogió como candidato a la vicepresidencia al senador por ese estado John Edwards, pero recibió el 43,6 por ciento . Si, no obstante, Brown pudiera ayudar a garantizar Ohio para Clinton, el sendero republicano para alcanzar los necesarios 270 votos electorales sería más estrecho que el ojo de una aguja.
Los votantes republicanos, en especial en Indiana y California, pueden lograr, mediante el apoyo a Cruz, que la convención republicana sea un órgano de deliberación en lugar de uno que simplemente ratifica las decisiones tomadas en otros lugares, algunas de ellas hace seis meses. El deber soberano de una convención es elegir un candidato plausible, que tenga una oportunidad razonable de triunfo, no para afirmar de forma pasiva la voluntad de una mera pluralidad de votantes, voluntad registrada episódicamente durante un proceso prolongado.
Trump sería el candidato más impopular de la historia, incapaz de acercarse incluso al apoyo insuficiente que Mitt Romney obtuviera entre las mujeres, las minorías y los jóvenes. Al perder desastrosamente, Trump probablemente produciría una carnicería suficiente como para poner fin al control republicano en la Cámara de Representantes. La división del voto se está convirtiendo en un hecho poco común en una América polarizada: En 2012, sólo el 5,7 por ciento de los votantes apoyó a un candidato presidencial y a un candidato al Congreso de partidos opuestos.
Al menos media docena de senadores republicanos que buscan la reelección y aspirantes al Senado pueden esperar ganar si la persona que encabece la lista republicana pierde el respectivo estado de estos aspirantes por, digamos, sólo cuatro puntos, pero no si pierde por 10. Un Senado con mayoría demócrata probablemente garantizaría un Tribunal Supremo con un predominio liberal por una generación. Si Clinton es juramentada el próximo 20 de enero, Merrick Garland probablemente ya estará en la corte – confirmado en una sesión del Senado saliente – y los magistrados Ruth Bader Ginsburg, Anthony M. Kennedy y Stephen G. Breyer cumplirán 83, 80 y 78 años, respectivamente.
Las minorías ciudadanas que prestan mucha atención a la política incluyen a aquellos que definen un resultado político ideal y lo persiguen, y aquellos que se concentran en el peor resultado posible y tratan de evitarlo. Los primeros experimentan las emociones del utopismo, los segundos se conforman con el placer moderado de evitar sueños decepcionantes. Ambas sensibilidades tienen su utilidad, pero este es un tiempo para la prudencia, que exige la prevención de una presidencia Trump.
Si él fuera nominado, los conservadores tendrían dos tareas. Una de ellas sería ayudarle a perder 50 estados – castigo merecido por su amplio desdén para los fundamentos conservadores, incluidos los modales y la gracia que debe lubricar la vida cívica de la nación. En segundo lugar, los conservadores pueden tratar de salvar de la resaca anti-Trump a tantos senadores, representantes, gobernadores y legisladores estatales como sea posible.
Solo 32 años después de que Jimmy Carter ganara un 50,1 por ciento de apoyo en 1976, que un demócrata pudo ganar la mitad del voto popular. Barack Obama obtuvo en sus dos elecciones sólo el 52,9 por ciento y 51,1 por ciento, pero sólo tres demócratas– Andrew Jackson (dos veces), Franklin Roosevelt (cuatro veces) y Lyndon Johnson – han ganado más del 53 por ciento. Trump probablemente haría que el cuarto sea Hillary Clinton, y él sería un tónico para el partido demócrata, deshaciendo el daño extraordinario (13 escaños en el Senado, 69 escaños de la Cámara, 11 gobernaciones, 913 escaños legislativos estatales) que Obama ha infligido a su organización.
If Trump is nominated, Republicans working to purge him and his manner from public life will reap the considerable satisfaction of preserving the identity of their 162-year-old party while working to see that they forgo only four years of the enjoyment of executive power. Six times since 1945 a party has tried, and five times failed, to secure a third consecutive presidential term. The one success — the Republicans’ 1988 election of George H.W. Bush — produced a one-term president. If Clinton gives her party its first 12 consecutive White House years since 1945, Republicans can help Nebraska Sen. Ben Sasse, or someone else who has honorably recoiled from Trump, confine her to a single term.
Si Trump es nominado, los republicanos que trabajan para expulsarlo, junto a su comportamiento, de la vida pública, cosecharán la gran satisfacción de preservar la identidad de su partido de 162 años de edad, mientras laboran para renunciar por sólo cuatro años al disfrute del poder ejecutivo. Seis veces desde 1945 una de los dos partidos ha intentado (y en cinco veces ha fracasado) asegurar un tercer mandato presidencial consecutivo. El único éxito – la elección de George HW Bush en 1988- produjo un presidente que no pudo reelegirse. Si Hillary Clinton le da a su partido sus primeros 12 años consecutivos en la Casa Blanca desde 1945, los republicanos pueden ayudar al senador de Nebraska Ben Sasse, o a alguna otra persona que honorablemente no haya apoyado a Trump, a que ella sea presidente por un solo periodo.
Traducción: Marcos Villasmil
The Washington Post – April 29th 2016
If Trump is nominated, the GOP must keep him out of the White House
George F. Will
Donald Trump’s damage to the Republican Party, although already extensive, has barely begun. Republican quislings will multiply, slinking into support of the most anti-conservative presidential aspirant in their party’s history. These collaborationists will render themselves ineligible to participate in the party’s reconstruction.
Ted Cruz’s announcement of his preferred running mate has enhanced the nomination process by giving voters pertinent information. They already know the only important thing about Trump’s choice: His running mate will be unqualified for high office because he or she will think Trump is qualified.
Hillary Clinton’s optimal running mate might be Sen. Sherrod Brown of Ohio, a pro-labor populist whose selection would be balm for the bruised feelings of Bernie Sanders’s legions. Running mates rarely matter as electoral factors: In 2000, Al Gore got 43.2 percent of the North Carolina vote. In 2004, John Kerry, trying to improve upon Gore’s total there, ran with North Carolina Sen. John Edwards but received 43.6 percent. If, however, Brown were to help deliver Ohio for Clinton, the Republican path to 270 electoral votes would be narrower than a needle’s eye.
Republican voters, particularly in Indiana and California, can, by supporting Cruz, make the Republican convention a deliberative body rather than one that merely ratifies decisions made elsewhere, some of them six months earlier. A convention’s sovereign duty is to choose a plausible nominee who has a reasonable chance to win, not to passively affirm the will of a mere plurality of voters recorded episodically in a protracted process.
Trump would be the most unpopular nominee ever, unable to even come close to Mitt Romney’s insufficient support among women, minorities and young people. In losing disastrously, Trump probably would create down-ballot carnage sufficient to end even Republican control of the House. Ticket splitting is becoming rare in polarized America: In 2012, only 5.7 percent of voters supported a presidential candidate and a congressional candidate of opposite parties.
At least half a dozen Republican senators seeking reelection and Senate aspirants can hope to win if the person at the top of the Republican ticket loses their state by, say, only four points, but not if he loses by 10. A Democratic Senate probably would guarantee a Supreme Court with a liberal cast for a generation. If Clinton is inaugurated next Jan. 20, Merrick Garland probably will already be on the court — confirmed in a lame-duck Senate session — and Justices Ruth Bader Ginsburg, Anthony M. Kennedy and Stephen G. Breyer will be 83, 80 and 78, respectively.
The minority of people who pay close attention to politics includes those who define an ideal political outcome and pursue it, and those who focus on the worst possible outcome and strive to avoid it. The former experience the excitements of utopianism, the latter settle for prudence’s mild pleasure of avoiding disappointed dreams. Both sensibilities have their uses, but this is a time for prudence, which demands the prevention of a Trump presidency.
Were he to be nominated, conservatives would have two tasks. One would be to help him lose 50 states — condign punishment for his comprehensive disdain for conservative essentials, including the manners and grace that should lubricate the nation’s civic life. Second, conservatives can try to save from the anti-Trump undertow as many senators, representatives, governors and state legislators as possible.
It was 32 years after Jimmy Carter won 50.1 percent in 1976 that a Democrat won half the popular vote. Barack Obama won only 52.9 percent and then 51.1 percent, but only three Democrats — Andrew Jackson (twice), Franklin Roosevelt (four times) and Lyndon Johnson — have won more than 53 percent. Trump probably would make Clinton the fourth, and he would be a tonic for her party, undoing the extraordinary damage (13 Senate seats, 69 House seats, 11 governorships, 913 state legislative seats) Obama has done.
If Trump is nominated, Republicans working to purge him and his manner from public life will reap the considerable satisfaction of preserving the identity of their 162-year-old party while working to see that they forgo only four years of the enjoyment of executive power. Six times since 1945 a party has tried, and five times failed, to secure a third consecutive presidential term. The one success — the Republicans’ 1988 election of George H.W. Bush — produced a one-term president. If Clinton gives her party its first 12 consecutive White House years since 1945, Republicans can help Nebraska Sen. Ben Sasse, or someone else who has honorably recoiled from Trump, confine her to a single term.
