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Grandeza

«El espíritu de Kafka renacerá en algunos de nosotros en forma de carcajada incontenible y homérica cuando Donald Trump jure su cargo el 20 de enero»

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 Donald Trump, presidente electo de los Estados Unidos. | Archivo

 

 

El próximo 20 de enero, Donald Trump volverá a jurar su cargo como presidente de Estados Unidos, una ceremonia que se convertirá en la apoteosis del movimiento MAGA, las siglas que encierran la promesa de una grandeza renovada de la nación. Parece mentira, pero a pesar de todas las catástrofes, tanto remotas como recientes, que hemos sufrido por culpa de esa concepción megalómana de la humanidad, seguimos emperrados en creer en ella y dispuestos a sufrir todo tipo de calamidades en su nombre. Ebrio de narcisismo, mendacidad y delirio, Trump amenaza con invadir Groelandia, anexionarse Canadá y adueñarse del canal de Panamá. Si así fuera, los esfuerzos de Putin por restaurar la grandeza de la Unión Soviética mediante la invasión de Ucrania quedarían seriamente ridiculizados. Como Astolfo Hinkel y Benzino Napaloni en aquella escena de El gran dictador de Chaplin, Trump y Putin se miden elevando su silla en la barbería hasta darse con el techo como dos payasos.

No sabemos muy bien por qué, pero la ilusión de grandeza es consustancial a nuestra especie. Decía W. H. Auden que al hombre se le han ocurrido ideas atroces contemplando enormes valles y gigantescas montañas, la visión aérea y sublimada de todos los nacionalistas, que indefectiblemente son muy aficionados al alpinismo y cuando llegan a la cima se creen con derecho a dominar el mundo. A medida que nos adentramos en la «edad del progreso», la lente de aumento de la razón fue creando imágenes cada vez más amplias y absolutas del hombre como señor de la naturaleza. De la misma manera que la grandilocuencia de los totalitarismos del siglo XX es indisociable de la invención de los grandes medios de comunicación, las nuevas formas de poder a las que nos enfrentamos –y que aún esperan un nombre adecuado– son inseparables de la adicción virtual, que ha creado una ilusión de infinito y de omnipotencia de los que se nutre la incontinencia verbal de Trump y de Elon Musk, dispuestos a tratar con el mundo como si fuera un videojuego.

Kafka fue el primero en darse cuenta, a principios del siglo pasado, de lo que nos esperaba con la sobredimensión del poder humano en un mundo atenazado por la mecánica y la burocracia. Pero a diferencia de todo lo que se había hecho hasta entonces, él no eligió combatir ese poder, al modo revolucionario, sino que simplemente decidió hacerse pequeño, reduciéndose hasta lo invisible. Su enfrentamiento con el padre no fue sino una forma de escabullirse de la potencia, una obesidad a la que él le oponía su extrema delgadez, como su artista del hambre, que rechaza comer no por voluntad propia sino porque no hay nada que le guste y en cuya jaula, cuando sus despojos son retirados al fin por los empleados del circo, acaba dando vueltas una vigorosa pantera.

Elias Canetti, su mejor lector, observó que Kafka nos obligó a ver el mundo a ras de tierra, desde la posición de las bestias, tumbados junto a ellas, relegando nuestra posición erguida. En sus tremendos relatos de animales, Kafka consigue hacernos olvidar que los protagonistas no son humanos. Y, de pronto, cuando caemos de nuevo en la cuenta de que quienes hablan son chacales, hienas, ratones, escarabajos, topos y perros, nuestra propia condición se nos aparece monstruosa y siniestra. Ahí se demuestra la importancia de la imaginación y la brutalidad que puede generar su eclipse. Como escribió Karl Kraus en tiempos de Kafka: «Después de practicar durante décadas, el periodista ha llevado a la humanidad a ese estado de falta de imaginación que le permite una guerra de exterminio contra sí misma». Palabras que conservan intactas su vigencia.

«Después de Napoleón todas las grandezas nacionales han sido patéticas caricaturas de sí mismas»

Ante tanta sobredosis de grandeza y retórica vacía, uno busca consuelo en todos aquellos que nos recordaron nuestra insignificancia, volviendo a lo diminuto y nimio y que por ello mismo resulta indestructible. Como decía Canetti, «Lo más grande es aquello que ha llegado a ser tan pequeño que vuelve superflua toda grandeza». Todo parece indicar que en Occidente hemos entrado en otra fase épica de la Historia Universal, ese engendro hegeliano productor de cadáveres. Antes de morir, César había planeado invadir Persia imitando a Alejandro. Hitler invadió Rusia imitando a Napoleón. La planificación histórica nunca deja de renovarse con sus fatídicos modelos, así pasen los siglos y aunque sea cada vez más evidente la inutilidad de la empresa. Como dice Gloucester al final de El rey Lear, desengañado al fin de la grandeza en la que había creído toda su vida: «As flies to wanton boys / are we to the gods, / they kill us for their sport» («Como moscas para chicos traviesos / somos nosotros para los dioses, / nos matan por diversión»).

Durante la desastrosa campaña de Moscú, Stendhal, que hasta entonces había venerado al general, se dio cuenta de que Napoleón había cruzado la línea que separaba lo heroico de lo grotesco. Después de Bonaparte, como dictaminó Beau Brummel, ya no se podía ser soldado. Desde entonces, todas las grandezas nacionales, ya sean las sangrientas del Deutschland, Deutschland über alles de los nazis, de la «una, grande y libre» de Franco, del nuevo imperialismo romano de Mussolini o las espectrales al estilo de la grandeur de la France de De Gaulle, han sido patéticas caricaturas de sí mismas. Ahora solo nos falta saber qué tipo de grandiosa ruina nos va a dejar el ultranacionalismo comercial de Estados Unidos, China y Rusia mientras el resto del mundo parece plegarse a sus designios.

Hay otra herramienta que Kafka nos legó y que seguirá siendo la más útil. Se trata del humor, de la risa volcánica que cada día nos provoca esta suicida estupidez universal. En abril de 1910, Kafka fue ascendido a «redactor» dentro del Instituto de Seguros de Accidentes de Trabajo, la empresa en la que trabajaba en Praga. Con otros dos compañeros que también habían sido ascendidos, fue al despacho del presidente para cumplir con el ritual del agradecimiento. Según le contó él mismo a Felice Bauer, cuando su superior se puso a perorar y a hacer aspavientos con las manos, henchido de solemnidad, Kafka soltó una carcajada «tan sonora, tan franca y tan espontánea como tal vez les sea dado hacer solamente a los alumnos de la escuela pública sentados en sus bancos», como cuenta Reiner Stach, su biógrafo. Tanto sus colegas como el presidente se quedaron consternados. Kafka intentó reponerse, pero no lo consiguió. Según Stach, Kafka evitaba siempre la confrontación directa con las autoridades –su condición de judío le obligaba a ser muy prudente al respecto–, por eso esa carcajada es tan valiosa y franca, prueba de su inmensa libertad interior.

El próximo 20 de enero, Donald Trump volverá a jurar su cargo como presidente de Estados Unidos, una ceremonia que se convertirá en la apoteosis del movimiento MAGA, las siglas que encierran la promesa de una grandeza renovada de la nación. Parece mentira, pero a pesar de todas las catástrofes, tanto remotas como recientes, que hemos sufrido por culpa de esa concepción megalómana de la humanidad, seguimos emperrados en creer en ella y dispuestos a sufrir todo tipo de calamidades en su nombre. Ebrio de narcisismo, mendacidad y delirio, Trump amenaza con invadir Groelandia, anexionarse Canadá y adueñarse del canal de Panamá. Si así fuera, los esfuerzos de Putin por restaurar la grandeza de la Unión Soviética mediante la invasión de Ucrania quedarían seriamente ridiculizados. Como Astolfo Hinkel y Benzino Napaloni en aquella escena de El gran dictador de Chaplin, Trump y Putin se miden elevando su silla en la barbería hasta darse con el techo como dos payasos.

No sabemos muy bien por qué, pero la ilusión de grandeza es consustancial a nuestra especie. Decía W. H. Auden que al hombre se le han ocurrido ideas atroces contemplando enormes valles y gigantescas montañas, la visión aérea y sublimada de todos los nacionalistas, que indefectiblemente son muy aficionados al alpinismo y cuando llegan a la cima se creen con derecho a dominar el mundo. A medida que nos adentramos en la «edad del progreso», la lente de aumento de la razón fue creando imágenes cada vez más amplias y absolutas del hombre como señor de la naturaleza. De la misma manera que la grandilocuencia de los totalitarismos del siglo XX es indisociable de la invención de los grandes medios de comunicación, las nuevas formas de poder a las que nos enfrentamos –y que aún esperan un nombre adecuado– son inseparables de la adicción virtual, que ha creado una ilusión de infinito y de omnipotencia de los que se nutre la incontinencia verbal de Trump y de Elon Musk, dispuestos a tratar con el mundo como si fuera un videojuego.

Kafka fue el primero en darse cuenta, a principios del siglo pasado, de lo que nos esperaba con la sobredimensión del poder humano en un mundo atenazado por la mecánica y la burocracia. Pero a diferencia de todo lo que se había hecho hasta entonces, él no eligió combatir ese poder, al modo revolucionario, sino que simplemente decidió hacerse pequeño, reduciéndose hasta lo invisible. Su enfrentamiento con el padre no fue sino una forma de escabullirse de la potencia, una obesidad a la que él le oponía su extrema delgadez, como su artista del hambre, que rechaza comer no por voluntad propia sino porque no hay nada que le guste y en cuya jaula, cuando sus despojos son retirados al fin por los empleados del circo, acaba dando vueltas una vigorosa pantera.

Elias Canetti, su mejor lector, observó que Kafka nos obligó a ver el mundo a ras de tierra, desde la posición de las bestias, tumbados junto a ellas, relegando nuestra posición erguida. En sus tremendos relatos de animales, Kafka consigue hacernos olvidar que los protagonistas no son humanos. Y, de pronto, cuando caemos de nuevo en la cuenta de que quienes hablan son chacales, hienas, ratones, escarabajos, topos y perros, nuestra propia condición se nos aparece monstruosa y siniestra. Ahí se demuestra la importancia de la imaginación y la brutalidad que puede generar su eclipse. Como escribió Karl Kraus en tiempos de Kafka: «Después de practicar durante décadas, el periodista ha llevado a la humanidad a ese estado de falta de imaginación que le permite una guerra de exterminio contra sí misma». Palabras que conservan intactas su vigencia.

«Después de Napoleón todas las grandezas nacionales han sido patéticas caricaturas de sí mismas»

Ante tanta sobredosis de grandeza y retórica vacía, uno busca consuelo en todos aquellos que nos recordaron nuestra insignificancia, volviendo a lo diminuto y nimio y que por ello mismo resulta indestructible. Como decía Canetti, «Lo más grande es aquello que ha llegado a ser tan pequeño que vuelve superflua toda grandeza». Todo parece indicar que en Occidente hemos entrado en otra fase épica de la Historia Universal, ese engendro hegeliano productor de cadáveres. Antes de morir, César había planeado invadir Persia imitando a Alejandro. Hitler invadió Rusia imitando a Napoleón. La planificación histórica nunca deja de renovarse con sus fatídicos modelos, así pasen los siglos y aunque sea cada vez más evidente la inutilidad de la empresa. Como dice Gloster al final de El rey Lear, desengañado al fin de la grandeza en la que había creído toda su vida: «As flies to wanton boys / are we to the gods, / they kill us for their sport» («Como moscas para chicos traviesos / somos nosotros para los dioses, / nos matan por diversión»).

Durante la desastrosa campaña de Moscú, Stendhal, que hasta entonces había venerado al general, se dio cuenta de que Napoleón había cruzado la línea que separaba lo heroico de lo grotesco. Después de Bonaparte, como dictaminó Beau Brummel, ya no se podía ser soldado. Desde entonces, todas las grandezas nacionales, ya sean las sangrientas del Deutschland, Deutschland über alles de los nazis, de la «una, grande y libre» de Franco, del nuevo imperialismo romano de Mussolini o las espectrales al estilo de la grandeur de la France de De Gaulle, han sido patéticas caricaturas de sí mismas. Ahora solo nos falta saber qué tipo de grandiosa ruina nos va a dejar el ultranacionalismo comercial de Estados Unidos, China y Rusia mientras el resto del mundo parece plegarse a sus designios.

Hay otra herramienta que Kafka nos legó y que seguirá siendo la más útil. Se trata del humor, de la risa volcánica que cada día nos provoca esta suicida estupidez universal. En abril de 1910, Kafka fue ascendido a «redactor» dentro del Instituto de Seguros de Accidentes de Trabajo, la empresa en la que trabajaba en Praga. Con otros dos compañeros que también habían sido ascendidos, fue al despacho del presidente para cumplir con el ritual del agradecimiento. Según le contó él mismo a Felice Bauer, cuando su superior se puso a perorar y a hacer aspavientos con las manos, henchido de solemnidad, Kafka soltó una carcajada «tan sonora, tan franca y tan espontánea como tal vez les sea dado hacer solamente a los alumnos de la escuela pública sentados en sus bancos», como cuenta Reiner Stach, su biógrafo. Tanto sus colegas como el presidente se quedaron consternados. Kafka intentó reponerse, pero no lo consiguió. Según Stach, Kafka evitaba siempre la confrontación directa con las autoridades –su condición de judío le obligaba a ser muy prudente al respecto–, por eso esa carcajada es tan valiosa y franca, prueba de su inmensa libertad interior.

Cuando el próximo 20 de enero, Donald Trump jure su cargo sobre la Biblia, prometiendo cumplir la Constitución y luego nos suelte su sólita perorata ‘oligofrénica’ sobre la grandeza recuperada de Estados Unidos, el espíritu de Kafka renacerá en algunos de nosotros en forma de carcajada incontenible y homérica.

 

 

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