Héctor Abad Faciolince: Borges y el Olvido
Hace treinta años fallecía en Ginebra, de enfermedad hepática, el abstemio poeta Jorge Luis Borges, que prefería acompañar con leche y no con vino sus comidas. Según la señora Kodama, su viuda, el más escéptico de los escritores argentinos se despidió de la vida rezando el padrenuestro en tres lenguas distintas: inglés, anglosajón y castellano. Muchos otros poemas y oraciones se sabía Borges de memoria y supongo que la recitación repetida de esa bella plegaria -menos religiosa que literaria- revelaba más amor y devoción por su padre muerto que por el supuesto Padre inmortal de todos los mortales.
Tuvo Borges, el gran cuentista, el ironista demoledor y el más original de los ensayistas, una memoria prodigiosa. En un maravilloso relato filosófico, Borges evoca y exagera este don, al contar la asombrosa historia de “Funes, el memorioso” que, después de un accidente, queda tullido, pero empieza a recordarlo todo. En él el atributo del recuerdo preciso se lleva a tal extremo que se convierte en una incapacidad de pensar por categorías. Si Funes era capaz de recordar cada perro y cada hoja de árbol como si fuera una cosa única, distinta, y si podía darles nombre y recordar cada uno de esos nombres, la idea general de hoja o de perro le resultaba tan vaga e imprecisa como sería para una madre llamar “vástago”, por igual, a cada uno de sus hijos, en lugar de llamarlos por sus nombres propios. No a pesar, sino a causa de su prodigiosa memoria, Funes no puede pensar, pues para Borges “pensar es olvidar diferencias, generalizar, abstraer”.
Al mismo tiempo que juega con la idea de dotar de una memoria ilimitada a una inteligencia humana (la de Isidoro Funes), a la mente prodigiosa de Borges le gusta también jugar con la fantasía de esa misma memoria perfecta, pero en la mente de Dios, o sea de un ser capaz de comprenderlo todo. En este caso, “solo una cosa no hay, es el olvido”, pues en la mente divina todo está registrado, todo existe, lo que ya pasó y lo que no ha ocurrido. Allí caben el oro y la escoria, el bien y el mal, el heroísmo y la cobardía, la benevolencia y la infamia, Hitler y Jesús, Calígula y Augusto, los teoremas correctos y los fallidos.
Pero la genialidad de Borges se alimenta también de dudas, perplejidades y contradicciones. De ahí que acaricie también la idea contraria, es decir, la de que todo fue y será nada: quizá el río de Heráclito “fluya desde el olvido hacia el olvido”. Si existen Dios Todopoderoso y la eternidad, todo será recordado para siempre: lo bueno y lo malo. Si no existen, en cambio, la vida y la conciencia no son más que un breve espejismo, un paréntesis de ser entre dos nadas. Harto de fama y sufrimiento, Borges acaba por preferir, por implorar, lo segundo. No la inmortalidad ni la memoria (que es recuerdo de dichas y desdichas), sino la muerte completa, en cuerpo y alma. Su última aspiración no es a la posteridad, sino al descanso de lo inerte que nada piensa o siente.
En uno de sus últimos sonetos, devotamente recobrados por unos estudiantes mendocinos hace 30 años, Borges, al final de su vida, “ya no quiere memoria sino olvido”. Condenado a muerte por la enfermedad, opta por la desmemoria y el anonimato como antídotos a las molestias y a la fama. Su consuelo es creer que su nombre y su obra serán olvidados. Este testamento literario, entregado a manos oscuras y anónimas, ha sobrevivido, sin embargo, del modo más extraño: en el bolsillo de un hombre asesinado. Así incluso su última voluntad, ser olvidado, se vuelve objeto, en mi caso, de más devoción, más amor por su obra y más memoria. Borges no es el olvido que seremos. Y al paso que va, en este tercio de siglo desde que murió, no lo será nunca, mientras haya neuronas que lean o mentes que piensen en sus juegos mentales. Si cultura es, como él dijo, lo que queda después de haberlo olvidado todo, la obra y el nombre de Borges formarán para siempre parte de lo inolvidable, es decir, de la cultura.