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Héctor Abad Faciolince: El pasaporte Covid

Todavía guardo en el forro de mi pasaporte un viejo certificado de vacunación contra la fiebre amarilla. Hay países que lo piden (o podrían pedirlo) para cruzar la frontera, y si mal no recuerdo entre ellos están Ecuador, Singapur, Filipinas y un montón de países africanos. Aunque nunca me lo han pedido, tampoco me sentí discriminado por esa exigencia. Es más, pensaba que era una forma de protegerme a mí, más que de proteger al país que quería visitar. Soy una especie de fanático de las vacunas y creo que, si pudiera, me pondría todas las vacunas que existen, incluyendo aquellas que protegen órganos que no tengo, como el útero.

Últimamente leo, cada día más, que algunos países e instituciones están considerando implementar una especie de pasaporte Covid: si quieres entrar, presenta tu carnet de vacunación completa contra el virus que ha trastornado el mundo desde hace más de un año. Esta posible exigencia despierta un gran debate y los argumentos a favor y en contra de la “patente de inmunidad” son ambos bastante sólidos. Después de analizarlos, sin embargo, me siento más a favor que en contra de este tipo de “carnets de salud”, como también se los llama.

Quizá el argumento más fuerte en contra de este pasaporte es que va a dividir a la gente entre “inmuno-privilegiados” e “inmuno-discriminados”. Se sabe muy bien que la distribución de las vacunas contra el coronavirus es completamente desigual y que en los países pobres y con mucha más población no se ha aplicado ni el 1 % del total de las vacunas que se han puesto en el mundo. Esta discriminación de tipo internacional, en todo caso, se cae por su propio peso: los habitantes pobres de los países pobres no pueden viajar a los países ricos por razones de más peso que el pasaporte Covid: por no tener pasaporte oficial de su propio país ni plata para viajar a ningún otro. Habría que superar estas dos discriminaciones antes de pensar en la tercera. Además, en casi todos los casos los viajeros internacionales tienen que presentar una prueba de inmunidad, bien sea PCR o test de antígenos, así que el requisito de un pasaporte de vacunación, lejos de empeorar las cosas, las haría más fáciles y menos caras.

En Israel, un país que ha logrado vacunar casi al 90 % de la población, la “patente Covid” sirvió sobre todo para animar a los más jóvenes y escépticos a vacunarse. Ante la perspectiva de no poder entrar a bares y discotecas sin un certificado de vacunación, corrieron a vacunarse. La tal patente nunca la pidieron, pero tuvo un efecto de sometimiento a las recomendaciones de la ciencia y ayudó a alcanzar el objetivo de la inmunidad de rebaño.

Quizás el mejor símil para defender el pasaporte Covid es el que se hace con la licencia de conducción. Tener pase de conducir discrimina a los que no lo tienen (que no pueden manejar carro, bus o moto). Pero exigirla es algo que protege a todo el mundo, incluyendo peatones y pasajeros que no saben conducir. Discrimina a los que no pueden comprar carro y a los que no tienen siquiera para el pasaje del bus. Pero la situación para ellos no mejoraría si de un momento a otro se expidiera una ley igualitaria para suprimir la patente de conducción.

Una patente de inmunidad permitiría volver al trabajo a mucha gente. Un documento así podría llegar a ser muy importante para poder trabajar en un hospital, en un asilo de ancianos, en un restaurante, en un supermercado, en un avión o en un bus, para proteger enfermos, viejos, comensales, clientes, pasajeros…

Pero todo esto, en Colombia, solo se puede decir usando condicionales. Sería, podría, serviría, convendría… Porque de nada sirve hablar de pasaporte Covid en un país que no ha logrado abastecerse siquiera de las vacunas suficientes para inmunizar con la primera dosis a los mayores de 60. Y el Gobierno prefiere gastar $300.000 millones en un noticiero oficial que comprar 60 millones de vacunas. Mientras tanto nuestros amigos se enferman y se mueren; vamos muy mal.

 

 

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