Ibsen Martínez: “Venezuela es un botín, y quien se acerca a él atrae sobre sí todas las maldiciones del petroestado”
Ibsen Martínez es un bisturí y, en cuanto tal, en virtud de ser preciso, a veces también es feroz y terminante. Algunos colegas del medio periodístico lo atribuyen nomás que a que es de “uva amarga”, como dicen graciosamente en España. Quizá sea también que desembucha, como lo confía él mismo, lo que le sale de las “tripas”, de las que “me fío a la hora de situarme”. Es, por tanto, en general, un hombre cuyas declaraciones suelen causar polémica y de seguro tendrá por igual admiradores y detractores. Recientemente estrenó en el Centro Cultural Chacao, en Caracas, su más reciente obra de teatro, Panamax, cuya primera (y breve) temporada finaliza el próximo domingo 25 de septiembre, aunque dada la buena recepción que ha tenido es de inferir que vuelva a los escenarios apenas sea posible.
–En Panamax usted aborda, así lo comentó en un programa de radio con Anna Vaccarella y Alonso Moleiro, “la ambigüedad moral con que muchas personas juzgan la vocación saqueadora del petroestado que tienen todos los venezolanos”. De solo plantearlo es pavoroso. ¿Por qué escogió llevar a escena este asunto en clave de comedia? El público se ríe durante casi toda la obra.
–No creo que haya autor que pueda decidir, fría y deliberadamente, “voy a escribir esto en tono de tragedia”, de “pieza didáctica brechtiana” o de comedia negra. Tampoco es del todo cierto que escoja uno el tema, como quien decide el asunto central de un ensayo literario. El proceso, en mi caso, es de vaivén. El tema me obsede y yo obedezco. Me interesa, en efecto, y desde siempre, el cinismo nacional que permite a un ex alto empleado de Pdvsa, por ejemplo, despedido televisiva e ignominiosamente por Chávez en 2003, aceptar como accionistas de la petrolera que dirige en Colombia, a los bolichicos del grupo Derwick y, al mismo tiempo, criticar a la MUD por no ser tan beligerante como en Polonia lo fue Solidarnosc [la federación sindical fundada y dirigida por Lech Walesa]. Es un cuadro tenebroso, desde el punto de vista moral, pero también mueve a risa a costa del pillo lleno de autocomplacencia moral. Creo que por eso Panamax está tan imbuida de humor y de eso que Valle-Inclán llamó “sabiduría desengañada” del mundo.
–¿Quién es ese ex alto empleado de Pdvsa? ¿Se refiere usted a alguien en particular?
–Puse un ejemplo innominado, pero auténtico. Innominado, para que la conversación no se distraiga, a la venezolana, con un chisme. Lo cierto es que, tal como a ese caballero, podemos todos evocar a más de un compatriota con tanta buena opinión moral de sí mismo que puede permitirse estar a ambos lados del mostrador sin parpadeo alguno: ser opositor duro y hacer negocios con un banquero chavista; ser chavista y pretender vivir criando purasangres en Kentucky, y así… en toda la escala social.
–Mencionó la tragedia. Usted estuvo cerca de uno de los dramaturgos principales de este país: José Ignacio Cabrujas, de modo que tiene algo que decir al respecto. Además, hoy usted mismo escribe teatro. Le pregunto: ¿aquí no es posible la catarsis por la vía del tono trágico?
–Para irnos entiendo: me late que piensas que Panamax es un sketch de Radio Rochela. Eso me parece, por decir lo menos, descaminador para el lector de esta entrevista. Y cuando hablas de “tragedia”, ¿debo entender que piensas que en Macbeth o en La Tempestad todo es llanto, pathos y misticismo moral? En cuanto a Cabrujas, aunque suene escandaloso, siempre discrepamos. Miro hacia atrás y es poco lo que aprendí de él. Recuerdo que me vaticinó que Humboldt & Bonpland, taxidermistas, mi primera comedia negra, sería un fracaso porque, según él, los venezolanos no sabrían seguir la acción: él favorecía elevar el tono satírico del sainete tradicional: le encantaban las piezas de Arniches, por ejemplo, y las tenía por modelo. En fin, no se fiaba Cabrujas de que hubiese algún sentido de lo trágico en el público venezolano. Yo, en cambio, me inclino por autores más graves. Me interesa mucho Sean O’Casey, por ejemplo. Pero, al mismo tiempo, soy un venezolano de esta era y, tal como Cabrujas, creo que Venezuela es un botín: un chiste sangriento de la Historia y un botín. Nada más pensar en un papanatas ignorante e inmoral como Hugo Chávez, autor de nuestra tragedia nacional, me mueve risa. Mucho. Lo siento, pero no soy de otro modo.
–No estoy desestimando Panamax. Si le hago estas preguntas es para reflexionar con usted sobre una cuestión que yo mismo me he planteado muchas veces. Tuve esta sensación al salir del estreno de la obra: que de pronto la risa nos distrae de hacer conciencia de la gravedad de los asuntos que los novelistas, los dramaturgos, etc., nos plantean.
–En efecto, tienes razón al señalar un rasgo nacional que afecta la circulación de ideas en el país. Una locución frecuente entre nosotros es “No te me pongas intenso”, queriendo decir, en realidad, “No me hieras con tantas verdades”. Es de lo peor que ofrece nuestra manera de pensarnos en el mundo. Junto a la levedad, que es palabra cercana a “liviandad”, ambas nociones tan apreciadas por nuestros compatriotas, convive una propensión que llamaré “venezolanocéntrica” del mundo. Y es esa que nos lleva a juzgar al resto del planeta por el estrecho agujero de nuestros malestares: así, por ejemplo, Juan Manuel Santos, vástago de una familia oligárquica y anticomunista probado, en opinión del “venezolanocéntrico” debe ser chavista o madurista porque hace cosas que, de tanto no intentar comprenderlas, nos contentamos con desaprobarlas. Así, por cierto, discurre también el chavista. No nos engañemos. Pongo este ejemplo colombiano por tenerlo muy cerca. El 61,7 % de los colombianos están hoy por hoy de acuerdo con el tratado de paz suscrito entre las FARC y el gobierno de Bogotá. Sin embargo, el “venezolanocéntrico” opositor a Maduro que observa esto, en lugar de tratar de comprender esa inclinación mayoritaria, decide simpatizar con Uribe, solo porque Uribe “le daba con todo” a Chávez. Para el venezolano del común, un escritor debe ser, ante todo, dueño de un ingenio del tipo “alma de la fiesta”. Debe ser primordialmente deslenguado, pero no mucho. Debe dominar el buen decir, pero no le conviene en absoluto ser hombre o mujer de ideas propias. Eso lo hace desagradablemente “intenso”, en el sentido que dejé dicho más arriba. Y mucho menos de ideas que contraríen el consenso. Un Günther Grass sería impensable en Venezuela. Solo así, siendo consensual, sobre todo últimamente, se llega a ser “voz de la tribu” entre nosotros: predicando entre conversos. En el mismo ámbito disfuncional puede ubicarse el horror a las ideas complejas y la abominación de todo diálogo mínimamente socrático. El venezolano se exaspera ante ambas cosas y recurre al consabido: “Defínete, dime de una vez si eres marisco o eres molusco”, para citar al ya casi olvidado Joselo.
–Ha tocado varios puntos. Vamos por orden para no perdernos: Bogotá. Vive allí desde hace un tiempo, pero nunca ha dejado de escribir sobre la situación de Venezuela. ¿Da algo la distancia, aun si es solo geográfica?
–Con Colombia sostengo un one-sided-love-affair desde hace más de 30 años, cuando vine por vez primera vez, en tiempos del Constituyente promovido, ¡mire usted lo que son las cosas!, por el M-19 y el presidente César Gaviria al mismo tiempo. Ese solo hecho, a pesar de la violencia imperante en aquel tiempo, me sedujo. Me habló de una disposición distinta a la venezolana ante lo público. Igual me pasa con la historia colombiana, la del siglo XIX, tan imbricada con la nuestra. Con Bogotá, en particular, la vaina es más compleja: me ha hecho creer en la llamada “poética del lugar”. Ocurre que aquí, en diversos momentos de mi vida, he escrito y mucho. He terminado novelas (libros) atascadas, escrito piezas teatrales (Petroleros suicidas fue escrita íntegramente en “Bogotown”, como la llama la joven actriz Abril Schreiber. Y lo mismo Panamax). ¡Ah!, y muchos artículos para El País… sobre Venezuela, en gran medida. Sí, es cierto lo mil veces dicho: te alejas y ves todo con más consciencia irónica de ti mismo, de los tuyos, de la circunstancia toda del país. De Bogotá me gusta, sobre todo, el anonimato. En Bogotá, aunque tengo muchos amigos y circulo constantemente por ella, nadie me reconoce en público. Nadie me echa en cara, para bien o mal, haber escrito Por estas calles. No soy nadie aquí. Y esa es una condición muy saludable para el espíritu.
–¿No le gusta hablar sobre Por estas calles?
–No tengo el menor inconveniente. Odio la telenovela como oficio, hablando en general: es muy largo y muy tedioso y, además, hay que entenderse con ejecutivos de televisión, que son gente ignorante, inculta y obtusa por definición. Oh, sí, hay excepciones. Me intriga que un producto como Por estas calles, de tan baja técnica, con premisas dramáticas tan simplonas y previsibles, con motivaciones personales (hablo de las mías) tan aviesas como la de hacerme renovar el contrato por RCTV, tan pésimamente dirigida por un tipo inenarrablemente ignaro, haya podido ingresar al canon de la interpretación histórica reciente como si de un texto canónico de la antipolítica se tratase. He escrito cosas que me han tomado más tiempo y médula –libros, piezas teatrales, ensayos– que esa nadería de Por estas calles. Ese recuerdo tan imperecedero que mis compatriotas tienen de lo que para mí no fue más que un ganapán me habla muy mal de ellos.
–Decía: “Un Günther Grass sería impensable en Venezuela”. ¿A qué se refería?
–Mi alusión a Günther Grass atiende a que, hoy por hoy, es impensable, o al menos yo no lo veo, un articulista –para no ir muy lejos en la cadena alimentaria de eso que en otras latitudes llaman “intelectuales públicos”– que se atreva a atacar los consensos de la oposición política al chavismo sin atender demasiado a las consecuencias que para él pueda tener su independencia intelectual. Alguien que no tema al ostracismo, a la descalificación, al ninguneo. Para quedarme con Grass (ejemplo perfecto pues está suficientemente alejado de nuestra circunstancia como para hacerme entender), hablo de un hombre que en los inmediatos años de posguerra se batió, no solo por la “desnazificación” de la administración pública en la Alemania Federal, sino que ya mucho antes, mientras vivió en la desaparecida RDA, en la Alemania comunista, quebró lanzas públicamente nada menos que contra la complacencia moral con la que Bertolt Brecht, figura tutelar de la izquierda en todo tiempo, aceptaba los dictados de la estalinista burocracia alemana oriental, y esto último no solo en materia “cultural”. Y, desde luego, pagó sin renegar demasiado el precio que ello entrañaba. La “opinática” opositora venezolana, tomada en conjunto, es tan anodinamente previsible como los vaivenes y los marasmos de la MUD. Pero en aras de la unicidad de propósitos, que pretendidamente son movernos hacia una “transición” nunca suficientemente bien descrita, se ha impuesto una vergonzosa forma de autocensura que ha logrado el prodigio de que las más arreboladas “voces de la tribu” publiquen cada fin de semana el mismo artículo denunciador de la inepta, tiránica farsa chavista. Ni hablar de los “intelectuales” chavistas del tipo Hernández Montoya o Britto García: no son más que apparátchiks [en la Rusia comunista: funcionarios del régimen soviético] de agitación y propaganda. Me apresuro a dejar muy claro que no me propongo para el cargo, solo que me gustaría leer a un joven francotirador con capacidad de giro de 180 grados.
–Pero a lo largo de todos estos años no son pocos los articulistas de prensa que han llevado a cabo una labor excepcional de observación y reflexión. Pensemos en Teodoro Petkoff, que escribió sin descanso un editorial diario para Tal Cual. O en Alberto Barrera Tyszka, que ya no está en El Nacional pero sí en Prodavinci. O en Marianella Salazar, que varias veces ha puesto en tela de juicio la actuación de la MUD o de los líderes de turno. Y usted mismo publica sus opiniones en El País de España.
–El caso Petkoff es muy singular, tan singular que su sola mención obra como la consabida excepción a la regla. Insisto en que, tomada en conjunto, la opinión nacional (que es un organismo hecho de opinadores y receptores) abomina de la complejidad, de las ideas complejas y de las distinciones inherentes a un debate verdaderamente fructuoso. Mencionas otro ejemplo ilustre: Barrera Tyszka, cuyo articulismo, juzgado en promedio, ejemplifica, a mis ojos al menos, sin duda el ingenio, pero también la previsible mesura y la equidistancia a la que me refiero.
–¿A qué cree usted que obedezca ese abominar de la complejidad? ¿Siempre ha sido así o es algo que percibe solo ahora?
–Es un rasgo primordial de lo que, a falta de una expresión más “científica”, llamaré “modo de ser venezolano”. Y no es algo nuevo, no es achacable a los tiempos que corren. Adviértase que en cualquier canje de ideas entre venezolanos, con o sin tragos de por medio, quien intente desplegar pausadamente un pensamiento “frondoso”, en el sentido arbóreo y lleno de bifurcaciones, ¡y de dudas!, que trae consigo esa palabra, se verá importunado con intimaciones a no andarse por las ramas, a “concretar”. La conversación entre venezolanos rara vez es un indagar a varias voces, sino una algarabía de sordos. Yo he ido inhibiéndome de participar en tertulias con mis compatriotas: tengo pocas certidumbres y estoy lleno de dudas, soy más preguntas que respuestas y por eso, me digo, mejor no exponerme a que me encajen un zafio: “Pero di de una vez cuál es tu vaina”.
–De todos modos, escribir novelas y obras de teatro es una manera de participación directa. Por no ir más lejos, pensemos en Panamax. Quiero decir, usted no está del todo inhibido. ¿Se siente más cómodo en la narrativa y en la dramaturgia que en, digamos, la tertulia presencial?
–“Tertulia presencial”. A ella me refería. Le saco el cuerpo al debate presencial. No es bueno mi desempeño como hablante. Noto que tartamudeo y se me esconden las palabras y ello tal vez porque cada día tengo menos convicciones y por eso no me atrevo a asegurar ni me inclino al vaticinio. Me fío de mis tripas a la hora de situarme, pero lo que ellas dictan no son buen argumento, y menos en una conversación venezolana. Invocar el parecer de tus tripas en un debate no ayuda mucho a la hora de generar “auctoritas”. Con todo, coincido con Antonio Machado cuando hace decir a Juan de Mairena que “bajo lo que se piensa está lo que se cree”. ¡Gran decir! En mi caso, lo que creo me lo dictan, ya lo he dicho, mis tripas, pero de un modo tan oscuro y reacio a dejarse traducir en “discurso” que casi siempre dejo pasar deliberadamente la ocasión y opto por callarme. Por eso, quizá, me siento más a gusto (independientemente de los resultados, medidos estos en términos de audiencia) en la escritura dramática, concretamente en la dramaturgia. Aun más que en la narrativa. Noto que, moviendo y haciendo dialogar a mis personajes, vienen algunas ideas (no muchas) a visitarme. El articulismo, sobre todo el de asunto político, en cambio, se me ha hecho cada vez más duro y difícil, más cuesta arriba. Es la edad, me digo, con su creciente desinterés por saber lo que ha de ocurrir al final: total, siempre ganan los peores.
–Pero le interesará saber cómo termina este episodio oscuro de Venezuela, ¿no? Una cosa es el desengaño y otra la condena de la fatalidad. El desengaño no cierra la puerta a posibles regocijos, aunque suene cursi y lo sea.
–“Desengaño” no es la palabra justa. Sí me expresa, en cambio, una frase valleinclanesca que ya cité antes: “sabiduría desengañada”, que no es lo mismo ni se escribe igual. Es fruto de la experiencia: de lo vivido y lo ya visto. Ella recomienda poner seriamente en duda que una oposición política (no hablo aquí de la gran masa opositora, sino de la MUD) que debe actuar en medio de mayores restricciones que las que, en su momento, embarazaron a la oposición ucraniana, pueda imponer un curso “democrático, constitucional, electoral, etcétera” a los acontecimientos. El affaire Timoteo Zambrano, en su repugnante dimensión miserable, deja ver otro elemento que cierto “angelismo” suele obviar: la ecuménica descomposición moral de la clase política venezolana. Nadie me hará creer que Zambrano obró por su cuenta ni que el haber prescindido de Ramón Guillermo Aveledo fue algo casual. Me preguntas por el final y no puedo vaticinarlo a punto cierto, pero mis proverbiales tripas piensan que es más que probable que se profundice la prevalencia de los militares (de todos ellos: los narcos, los comisionistas y los simples ladrones de gallinas) en los tiempos por venir. El “militar constitucionalista” del que tanto hablan muchos que sueñan con un general golpista partidario de la economía de mercado y de un entendimiento con el FMI, es un ser mitológico. A buen seguro, ningún general venezolano hoy en activo puede ver ventaja alguna en dialogar con nadie mientras puedan los militares retener el poder sin demasiado esfuerzo. Ya tienen al pelele perfecto: Maduro. Y en el mejor de los casos, tutelarán desmañadamente una pantomima que muchos querrán hacernos ver (y otros muchos querrán ver) como “transición”. Los malos tiempos suelen ser muy duraderos. Y eso no es culpa de mi escepticismo.
–Podríamos por tanto concluir que usted observa que lo de Panamax es endémico.
–Panamax resultó, al fin, una fábula dramatizada. La presidió desde el primer día en que comencé a escribirla un verso de W.B. Yeats, el mismo que Melisa Lobo y Guillermo Arocha, en distintos momentos de la pieza, comparten con el público: “Las responsabilidades comienzan en los sueños”. Los sueños venezolanos –hablo del común de los soñadores– no suelen ser responsables. En realidad, se ha tratado de un único sueño desde que el geólogo Ralph Arnold halló indicios de que había petróleo en Mene Grande, allá por 1911: echar mano al botín de la renta petrolera sin doblar el espinazo. Si el choque con la realidad desbarata ese sueño, el venezolano prefiere persistir… en soñar. Es un tópico de muchas fábulas el que la codicia atraiga sobre quien la abriga males sin cuento, infortunios tan inesperados como perdurables. Estoy hablando de la mala suerte que, como bien sabe la protagonista femenina de Panamax, es infecciosa. “Venezuela es un botín”, nos dejó dicho Cabrujas, y quien se acerca a él desprevenidamente atrae sobre sí todas las maldiciones del petroestado: el despilfarro y la mendicidad.