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Investidura: Pablo Iglesias, en combate eterno contra sí mismo

La escena más ilustrativa de Política, manual de instrucciones, el documental que Fernando León de Aranoa le dedicó a Podemos, se produce en un cuartucho de Vistalegre a unos minutos del discurso de Pablo Iglesias en su Asamblea Constituyente.

Íñigo Errejón trata de convencer al líder para que borre una frase del guion: «El cielo no se toma por consenso, el cielo se toma por asalto». Iglesias se emperra en mantener intacta la proclama y convierte en el aterrador titular de la jornada este remedo de la lectura que hacía Marx del fracaso de la Comuna de París en su correspondencia con Ludwig Kugelmann.

El hagiográfico documental ha envejecido muy bien. Se ve mejor ahora que cuando fue estrenado, hace tres años. Sigue conservando un punto cómico que lo hace muy divertido, como de niños tomándose demasiado en serio, pero el paso del tiempo lo ha dotado de cierto poso como testimonio histórico.

Toda la carrera política de Pablo Iglesias, de aquella asamblea a este debate de investidura, es un combate a muerte contra el pragmatismo. Esto es, contra la política. Ayer se lo recordó desde la tribuna el nacionalista Aitor Esteban con un hiriente tono paternalista. Iglesias será recordado por la virtud de saber llegar al lugar adecuado en el momento justo y una vez allí tomar la peor decisión. Como un Quique Estebaranz bolivariano. Llegar, llega, a veces gracias a una habilidad insólita, y siempre deja la impresión de que en el momento decisivo la testosterona ha tomado las riendas de su temperamento.

Pablo Iglesias no quiere investir al único presidente que lo admitiría como socio

La emergencia del populista parecía imparable durante la breve pero inmensa ventana de oportunidad de la crisis económica, con una tasa de paro del 25%, el empobrecimiento de las clases medias, las esperanzas exhaustas y las audiencias ahítas de demagogia. Entonces fue incapaz de deshacerse del pesadísimo equipaje sentimental que siempre ha lastrado a la izquierda revolucionaria. Esa épica desfasada que más que conmover, asusta.

Iglesias no es de esos cegatos que subestiman la identificación de los trabajadores con la nación y, sin embargo, fue incapaz de vencer su repelús por los símbolos comunes. Habría que ver adónde habría llegado un Iglesias orgullosamente rojigualdo. Un dirigente tan sentimental jamás tendría la oportunidad de tomar el cielo por asalto, sobre su cabeza hay un techo mucho más abajo, pero todavía tendría la oportunidad de tomarlo por consenso. Otra ocasión perdida para Iglesias.

Esta es la segunda vez que dice no a un gobierno de Pedro Sánchez. La primera experiencia no fue lo suficientemente aleccionadora. En la repetición de las elecciones que habría de garantizarle el sorpasso al PSOE, Podemos perdió un millón de votos y, tras una guerra fratricida en la que los ortodoxos doblegaron definitivamente a los pragmáticos, el partido transformó por completo su identidad y se impuso un horizonte más modesto. De la construcción de una nueva hegemonía a la mera refundación de Izquierda Unida.

Cuando Pedro Sánchez se pregunta retóricamente desde la tribuna «¿De qué sirve una izquierda que pierde incluso cuando gana?«, apunta a la debilidad estructural de Podemos. La percepción de que es una fuerza que sólo es capaz de mejorar las vidas de sus dirigentes. Porque este será el relato que imponga a partir de hoy la demoledora maquinaria de opinión socialista. Que toda la capacidad de transformación de Podemos opera sobre las condiciones materiales de sus líderes.

Y puede que tenga algo de razón. Basta recordar que en el documental de León de Aranoa él posaba en un vallecano salón con un perro palleiro sobre las rodillas y que ayer ella pulsó el voto de la abstención desde un luminoso chalé con piscina en una urbanización de la sierra. Ese innegable abismo estético ha convertido a Iglesias en uno más de aquella juventud izquierdista cuya súbita prosperidad retrató Francisco Umbral en El socialista sentimental. Sólo que a Iglesias la buena vida no ha conseguido hacerle socialdemócrata y sigue soñando con maximalismos adolescentes.

Siempre llega al lugar indicado en el momento justo, pero toma la peor decisión

El esquema, esta vez, volvió a repetirse con una precisión inaudita. Tanto que pareciera que el único empeño de Iglesias es hacer como sea verdaderas las tesis de Marx, cuya tontería más citada -mal- es que la historia ocurre dos veces, primero como una gran tragedia y luego como una miserable farsa. El líder de Podemos ganó en la negociación todo lo que había perdido en las elecciones. A unas horas de la votación definitiva había logrado imponer su historia del naufragio, que consistiría en que la arrogancia de Sánchez y la ambición de sus gurús abocaban a una repetición de los comicios con la única intención de borrar todo rastro púrpura del mapa electoral.

El candidato Sánchez sale demasiado herido del proceso como para que esta versión resulte creíble. En unas nuevas elecciones la fragmentación cambiaría de bando, el hartazgo desmovilizaría a un electorado al que ya no le asusta Vox e irrumpiría el factor Errejón, devastador para Podemos, sí, pero imprevisible para el PSOE.

En 80 días Podemos logró escalar del gobierno monocolor al gobierno de cooperación y de ahí al gobierno de coalición. No es un mal balance para un partido con un ideario radical compilado en un archivo audiovisual que da pavor. Quien quiera oír a Pablo Iglesias amenazar con nacionalizaciones lo tiene al alcance de un click, igual que quien lo quiera ver llorando a Chávezo en alegre comandita batasuna. Y estaba tocando el gobierno con las punta de los dedos.

Quizás tenía razón Pablo Iglesias cuando vaticinaba que si no era investido en esta ocasión, Pedro Sánchez jamás volvería a ser presidente. Es igualmente improbable que Podemos -ya lo encarne él o Irene Montero– vuelva a encontrarse en Ferraz con un secretario general capaz de llevar al PSOE a tal límite de excentricidad que esté dispuesto a compartir gobierno con un partido semejante. En esto Iglesias también ha demostrado su inspiración marxista: no parece dispuesto a investir al único presidente que lo admitiría a él como socio.

 

Documental: «Política, manual de instrucciones»:

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