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La confianza de Chile en las principales instituciones se ha desplomado en los últimos cinco años

El 42% de los elegidos para la Constituyente son independientes, una alta desafección hacia los partidos que el Latinobarómetro ya marcaba desde 2016

La sorpresa de las recientes elecciones en Chile para escoger a la Convención que debe redactar una nueva Constitución ha sido el mal resultado de los partidos políticos y el éxito logrado por los candidatos independientes. No debía haber sido una sorpresa ante la tendencia que desde hace unos años venía marcando el Latinobarómetro.

Esa encuesta regional anual había recogido desde 2016 que entre el 72% y el 82% de los chilenos decía no querer votar por un partido político. Al final, la cifra de independientes no ha llegado a esos niveles, pero se ha concretado en un destacable 42% (65 puestos en la Constituyente), frente al 58% logrado por las tres coaliciones de partidos (90 puestos: los 37 de la derecha del presidente Sebastián Piñera, los 25 del centro y centro izquierda, y los 28 de la izquierda).

Un repaso del último informe del Latinobarómetro sobre Chile (el pasado mes de diciembre hubo una edición especial centrada en ese país, recogiendo datos de los últimos 25 años), permite otras consideraciones de interés. No solo ha habido un deterioro en la percepción ciudadana de los partidos políticos, sino que en los últimos cinco años se ha desplomado también la confianza en otras instituciones, registrando mínimos históricos. Para 2020, la confianza en las Fuerzas Armadas y también en la Policía había caído al 32%, la confianza en el Gobierno al 18% y la confianza en el presidente al 16%, un proceso influido por el estallido social de finales de 2019 y la respuesta dada desde el Ejecutivo. Previamente la pederastia había hundido también la confianza en la Iglesia Católica, que en 2018 llegó a un mínimo del 27%.

Riesgo y oportunidad de la Constituyente

En ese clima político y con una Constituyente extremadamente atomizada e ideológicamente dispersa, sin ninguna coalición de partidos con capacidad de veto al no alcanzar un tercio de los asientos (ese umbral está en los 52 votos) –aunque ciertamente más inclinada hacia la izquierda–, la redacción de una nueva Constitución supone tanto un riesgo como una oportunidad para Chile.

El riesgo es que planteamientos populistas acaben tejiendo un texto rupturista que lesione los contrapesos que en el sistema democrático chileno han existido hasta ahora. A diferencia de lo que ocurre en otros países del entorno, donde en las últimas dos décadas se han reforzado los poderes presidenciales, en Chile más bien se debate limitarlos; cualquier retoque, no obstante, debe tener en cuenta que fórmulas híbridas pueden sumar más los vicios que los méritos de los sistemas que se combinan.

El sistema político chileno, que era tomado como ejemplo de salud democrática en el conjunto latinoamericano, venía siendo acogido con satisfacción por los propios chilenos, con sus altas y bajas puntuales, en ocasiones bruscas, en función de determinados episodios. Sin embargo, la valoración del propio sistema cayó enormemente en 2020, cuando el 76% de los chilenos decían estar insatisfechos con su democracia, frente a solo el 18% que expresaba conformidad, de acuerdo de nuevo con el último Latinobarómetro.

Esto no debiera conducir, sin embargo, a experimentos antidemocráticos. De hecho, los chilenos han seguido aumentando su apoyo a la democracia como sistema de gobierno (de un mínimo del 45% en 2001 se pasó al 61% en 2020; en 2015 se llegó al 65%); el apoyo a una solución no democrática que fuera efectiva en la resolución de los problemas ha caído (del 51% en 2002 al 30% en 2020), y aumenta el rechazo a cualquier posibilidad de gobierno militar (del 64% en 2004 al 72% en 2020).

La oportunidad que se presenta es que aquellos sectores que desconfiaban de un marco político regulado por la Constitución del final de la era Pinochet perciban también como propias las nuevas normas que se establezcan. Pero el éxito solo vendrá del vigor y autonomía interna que pueda tener el orden institucional, algo no siempre defendido por quienes más frontalmente se oponían vigente ordenamiento.

La inquietud es socioeconómica

La inquietud de la sociedad chilena es en realidad más socioeconómica que política. Y es más una frustración de expectativas que un empeoramiento propiamente dicho de las condiciones económicas (al menos hasta notar los efectos de la pandemia; recuérdese que las protestas de 2019 son anteriores a la crisis por el Covid). Así lo refleja el Latinobarómetro, que también registra más una percepción de creciente injusticia y descontento con las instituciones que la constatación de un retroceso en la desigualdad.

La satisfacción con la vida se ha mantenido constante en los últimos veinte años (ligeramente por encima del 60% de los chilenos). Incluso en 2018 la perspectiva de la situación económica futura personal y del país se mantenía en los niveles habituales (alrededor del 40%) de mayor parte de la llamada «década de oro» del precio de las materias primas (2004-2014).

Esa «década de oro» significó un progreso social, que elevó en 2015 al 40% la porción de chilenos que se consideraban de clase media, mientras que bajó al 57% los que se evaluaban de clase baja. Y esas cotas de autoclasificación social se ha mantenido hasta el comienzo de la pandemia. Además, en los últimos años han aumentado ligeramente quienes dicen que sus ingresos les dan para vivir (en torno al 60% de los chilenos).

Pero junto a esto, la sensación de discriminación aumenta de modo constante (en diez años, ha pasado del 14% al 34%), y más del 90% de la población cree que hay un injusto acceso a la justicia, la sanidad y la educación. También ha aumentado la preocupación por quedarse sin trabajo aumentó al término de la década de oro (ahora en torno al 50%).

Aquí la oportunidad es corregir los aspectos menos incluyentes de un sistema económico puesto en marcha décadas atrás por los «Chicago Boys», el cual si bien ha supuesto riqueza para el país, no ha logrado el reparto social ambicionado. Pero el riesgo es olvidar que para que haya lo segundo debe haber, como condición necesaria, lo primero, y no todas las fórmulas son garantía de generación de ingresos nacionales.

 

 

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