La Constitución es un pecado
Nicolás Maduro hereda su presidencia por una disposición testamentaria de Hugo Chávez, que despeja antes de su muerte en La Habana y ejecutan con disciplina los poderes públicos venezolanos bajo su control.
Al margen de las mutaciones o violaciones constitucionales que provocan estos a conveniencia, la verdad es que Maduro no podía, como vicepresidente del régimen que feneciera en enero de 2013 y ante la ausencia del presidente reelecto por haber muerto, asumir como encargado presidencial, y lo hizo. Menos pudo ser candidato presidencial, debido a una prohibición constitucional; pero es electo ese año en comicios teñidos por el fraude y bajo amenaza del presidente de la Asamblea, del Poder Electoral, y el Tribunal Supremo de perseguir a los rebeldes.
¡Que dichos poderes, en un enlatado de prepotencias y complicidades, hoy trastoquen las fórmulas constitucionales para designar a su antojo los nuevos integrantes del Poder Moral –Ministerio Público, Contraloría General, Defensoría del Pueblo– o los rectores del Poder Electoral o los magistrados del Tribunal Supremo, no debe sorprender!
Al respecto media, como cuestión de fondo, una suerte de cosmovisión casera, efectiva como en todo cesarismo, que mi estimado condiscípulo y vicepresidente del TSJ Fernando Vegas Torrealba desnuda en 2011: “Así como en el pasado, bajo el imperio de las constituciones liberales que rigieron el llamado Estado de Derecho, la Corte… y demás tribunales… combatían con sus sentencias a quienes pretendían subvertir ese orden… deben aplicar severamente (en lo adelante) las leyes para sancionar conductas o reconducir causas que vayan en desmedro de la construcción del socialismo bolivariano”; ese que hoy se agota, por cierto, tanto como se acaban las bacanales por falta de condumio y espiritosas. Después quedan los dolores de cabeza, las excrecencias sobre la mesa y, al paso, atender a las víctimas y recoger los trastos, cosa ingrata pero inevitable para la servidumbre.
Al referirme a las víctimas o a la servidumbre imagino a nuestros presos políticos y perseguidos –que saben de derechos por haberlos perdido– y a quienes entienden la política como servicio sin recompensa ni horario. Distinto es el trabajo del político, ahíto de prebendas o amante del sosiego.
Con Maduro, cabe señalarlo, se realiza el sueño de Bolívar constante en la Constitución de Chuquisaca de 1826. El gobernante, además de vitalicio, tiene la potestad de escoger a dedo a su sucesor en la persona de su vicepresidente. De modo que, si se pretende retomar el camino de una reconstrucción desde el hito del extravío, cabe decir que el pecado original de lo visible y evidente en el país –cultura de la muerte, quiebra de la economía, hiperinflación, desabastecimiento de bienes esenciales, deslave de la pobreza– fue la decisión comicial antidemocrática de la que somos responsables por acción u omisión todos los venezolanos, al acoger como modelo de sociedad la Constitución de 1999.
En democracia lo esencial se decide mediante deliberación previa, razonada e “informada”, que no a manotazos y tropezones o mediante asaltos constituyentes, como si la democracia fuese un objeto de usa y tire.
En la Revisión crítica de la Constitución Bolivariana (2000), Historia inconstitucional de Venezuela (2012) y El golpe de enero en Venezuela (2013), reseño los atropellos constitucionales sucesivos acometidos bajo Chávez y Maduro, pero lo hago, debo admitirlo, desde de un ángulo distinto a la de sus autores.
Nuestro drama nacional ancla, sin lugar a dudas, en la matriz intelectual del despotismo cívico-militar que se entroniza con la Constitución actual. Según sus artículos 1, 3 y 102, corresponde al Estado como padre fuerte y encargado de un pueblo no preparado para el bien de la liberta del “desarrollo de la persona”, a la que se debe educar según los “valores” del pensamiento único bolivariano.
En esa perspectiva, los derechos y libertades jamás preceden ni atan al poder del Estado sino que este los modela, concede o dispensa a su arbitrio. El presidente gobierna y legisla (artículo 203), tanto como el Poder Moral, parte en los juicios y sujeto a la autoridad de la justicia, destituye a los jueces supremos que se han desviado (Ley del Poder Moral); lo que desdice de la separación de los poderes como garantía de los derechos de la persona y que, a tenor de la citada Constitución, son el objeto de la seguridad nacional (artículo 326) respaldada por las armas.
Roberto Viciano Pastor, profesor valenciano, uno de los padres putativos de Podemos en España, dice, sin que le falte razón, que mis críticas constitucionales responden a mi “particular visión del derecho… y desde una priorización de los valores de la que, desde luego, no es espejo fiel la nueva Constitución”; esa de 1999 en cuyo parto tuvo muy metidas sus manos y no deben olvidarlo los españoles.