¿La izquierda en un solo país?
En un mundo estrechamente interconectado, para llevar a cabo políticas distintas a las actuales es necesario organizarse a nivel supraestatal. Syriza no calibró bien su fuerza en el contexto europeo.
¿Qué promesas electorales son éticamente aceptables? ¿Deberían castigar los electores a aquellos partidos que formulen propuestas de imposible cumplimiento?
A veces los programas electorales se parecen más a una incoherente subasta cuyo único fin es obtener votos que a un conjunto de medidas coherentes y viables, fruto de una reflexión sobre los problemas de un país, acordes con unos principios y valores no contradictorios entre sí.
Una de las funciones críticas que debería practicar el buen periodismo es cuantificar los gastos e ingresos que pueden suponer las medidas que proponen los programas electorales, explicar las dificultades políticas y legales de su aplicación, detectar sus posibles incongruencias. Más allá de ideologías, de posiciones de izquierda y derecha, al elector le debería interesar una cuestión previa: que los programas no le engañen, que los partidos no le mientan con el fin de obtener su voto de manera fraudulenta. En política, como en la vida, los peores siempre son los farsantes.
Esto es lo que está pasando en Grecia con Syriza. Según los sondeos, sus votantes empiezan a desencantarse por las promesas electorales incumplidas. Y algo peor: aquellas que se cumplen son perjudiciales para la finalidad pretendida. La economía griega empeora desde las elecciones y los problemas se han agravado, en buena parte, porque el Gobierno de Tsipras ha intentado ser congruente con sus promesas electorales.
En efecto, el nuevo Gobierno griego llegó al poder porque convenció a sus votantes de que aplicando unas sencillas medidas se solucionarían los problemas. Todo parecía muy fácil. Pero las medidas resultaban ser milagrosas, casi mágicas, y en economía no hay milagros, ni creo que los dirigentes de Syriza, menos aún economistas como Varoufakis, crean en ellos. De modo que lo único que querían era ganar las elecciones y llegar al poder, una ambición natural y legítima siempre que no sea a cualquier precio, sobre todo si lo pagan otros. Porque quienes acabarán pagando el precio de estos planteamientos electoralistas de Syriza son los griegos, los ilusionados y sufridos griegos que les votaron sin conocer las inconsistencias de su programa y las debilidades estratégicas para implantarlo.
En primer lugar, Syriza no calibró bien su situación ni su fuerza política en el contexto europeo. Sobrestimó su capacidad de negociación con las autoridades de la UE y ni siquiera pensó que los Estados del sur de Europa, en quienes confiaban, difícilmente podían ser sus aliados. Italia ha pasado apuros para defenderse a sí misma, Francia tres cuartos de lo mismo y en cuanto a España y Portugal, para superar su desastrosa situación han llevado a cabo, precisamente, los sacrificios a los que Grecia se niega.
Además, medidas como, por ejemplo, doblar el salario mínimo, es natural que no sean aceptadas por otros países —como es el caso de los bálticos o de Eslovenia— con un salario mínimo que es aproximadamente la mitad del actual griego. ¿Cómo pueden justificar ante sus ciudadanos las ayudas a Grecia cuando su situación es mucho peor? ¿Hay que salvar a Grecia mientras ellos se sacrifican? En estos momentos, los otros 27 Estados de la Unión tienen razones para negarse a aceptar las propuestas griegas. Ser consecuentes con sus demagógicas promesas electorales, tan carentes de realismo, ha conducido al Gobierno griego a un total aislamiento, que solo puede romper si incumplen sus promesas electorales, con la consiguiente decepción para sus votantes.
Quienes acabarán pagando el electoralismo de Tsipras son los sufridos votantes griegos
El caso de Grecia recuerda vagamente una célebre polémica que tuvo lugar en la Rusia soviética, allá por los años veinte del siglo pasado, cuyos protagonistas fueron Stalin y Trotski. ¿El socialismo puede consolidarse en un solo país o bien para triunfar de verdad necesita extenderse mediante una revolución permanente? Como es sabido, Stalin defendió la primera posición, basándose en la ley del desarrollo desigual del capitalismo. Trotski, siguiendo a Marx y a Lenin, sostuvo la segunda alegando que un país socialista cercado nunca podría sobrevivir y acabaría siendo derrotado. Prevaleció el criterio de Stalin pero lo que se consolidó no fue un país socialista sino un capitalismo de Estado mantenido gracias a una férrea dictadura totalitaria.
Pues bien, la Grecia de Syriza ejemplifica hoy, bajo supuestos teóricos bien distintos, los límites de la autonomía de una política de izquierdas en un solo país. Obviamente, la situación ha cambiado de forma substancial respecto de la época de Stalin y Trotski y las posiciones de la izquierda también. Los Estados ya no son los escenarios donde se desarrollan los cambios sociales y económicos. Los mercados determinaron hace varios siglos el ámbito de los Estados nacionales. La enorme ampliación de estos mercados determina hoy, por causas muy parecidas, otras formas políticas.
Este es el caso de la Unión Europea. El proceso de unidad europea es muy sigiloso y quizás no percibimos bien su evolución. Pero la concentración de competencias en las instituciones europeas es enorme y, paso a paso, va socavando los poderes estatales. Muchas veces se dice que el proceso de unidad europea se tambalea, está débil, incluso en peligro, cuando la realidad demuestra lo contrario y las instituciones europeas van adquiriendo cada día más poder.
Por otro lado, no es solo la UE el ámbito que condiciona el poder de los Estados. También instituciones de ámbito mundial, que actúan en el marco de Naciones Unidas, ejercen poderes decisivos en política económica y en otros campos que de ella derivan. El grado de globalización al que se ha llegado tiene estas consecuencias. Menospreciar el poder del Fondo Monetario Internacional, el Banco Mundial o la Organización Mundial del Comercio, para poner algunos ejemplos, es una equivocación que se puede pagar muy cara.
Un solo Estado puede enfrentarse a estas instituciones europeas y mundiales pero, en ese supuesto, su derrota es más que previsible. David casi nunca ha vencido a Goliat, la espada suele ser más efectiva que el tiro de piedra con honda. Decir que no se obedecerá a la troika de momento queda bien, pero cuando luego no hay más remedio que obedecerla, resulta difícil encontrar excusas.
Los Estados ya no son hoy los escenarios donde se desarrollan los cambios sociales y económicos
No hagamos, pues, demagogia. Es decir, no simplifiquemos los problemas, no ignoremos la época en que vivimos ni escondamos la realidad evidente de que estamos en un mundo estrechamente interconectado, en un sistema global que nos condiciona queramos o no. ¿Es esto, pues, una democracia? Sí, lo es, los Estados y los ciudadanos europeos participan en las instituciones de la Unión y, conjuntamente con el resto de los Estados mundiales, también en Naciones Unidas. No podemos escapar a las resoluciones de estas instituciones pero sí participar en ellas. Ahí está la clave.
Si la izquierda (o la derecha) pretenden llevar a cabo políticas distintas a las actuales lo que deben hacer es organizarse a nivel supraestatal, formar partidos que actúen en las instituciones de estos ámbitos regionales y mundiales para formular allí sus políticas al objeto de influir en las decisiones que se adopten. No hay atajos. La izquierda en un solo país —como le pasó al socialismo soviético— está condenada hoy al fracaso.
En cambio, en Europa y en el mundo, con las crecientes desigualdades que están a la vista de todos, a la izquierda le queda un amplio campo para recorrer y es tan necesaria para el progreso humano como siempre lo ha sido. Pero también como siempre, la única posibilidad de que David venza a Goliat radica en la inteligencia, en la habilidad táctica y estratégica, en el conocimiento del terreno que se pisa, en el apoyo popular, en la búsqueda de aliados para alcanzar los objetivos que se pretenden. Es decir, en definitiva, en todo lo que no han hecho ni hacen Tsipras, el Gobierno griego y Syriza. Por todo ello, sus promesas electorales no eran éticamente aceptables y merecen el castigo de sus electores.
Francesc de Carreras es profesor de Derecho Constitucional.