La lección que nos deja Venezuela
No conviene hacerse muchas ilusiones. Porque las ilusiones alientan la espera y consumen tiempo, y el tiempo sólo beneficia al régimen chavista.
El curso de los acontecimientos a lo largo del último año así lo demuestra. Es cierto que hay por fin un cronograma electoral establecido. Pero eso luego de que el régimen eliminó todas las barreras que podían impedirle el fraude y la proscripción masivos para controlar los resultados. La progresión de éxitos lograda por Maduro en los últimos meses es incontrastable. Ellos le permitieron sobrellevar una dura crisis económica y muchas protestas, contra los pronósticos que auguraban su caída y se cebaban en su aparente torpeza.
Maduro, primero, desactivó el plebiscito que podía removerlo de la presidencia; luego sacó de la galera la Asamblea Constituyente, para lo que inventó un proceso electoral traído de los pelos, pero que mantuvo la pantomima en acción; después se sacó de encima a la procuradora Luisa Ortega Díaz y desactivó el Parlamento. Todo tapizado con más de cien muertos.
Es hora de reconocer que el régimen sabe lo que quiere y que muchos de sus adversarios se confundieron creyendo que no era así, que había más tensiones dentro del régimen de las que existían, que llegado el momento no daría pasos definitivos hacia el castrismo o que era demasiado torpe para tener éxito si lo intentaba, después de los fracasos acumulados en otros objetivos que se había propuesto.
La lógica del movimiento revolucionario era, sin embargo, ineluctable. Y es que para la enorme mayoría de los beneficiarios del sistema montado por Chávez -civiles y, sobre todo, militares- estaba claro que detenerse o retroceder suponía correr el riesgo de perderlo todo, las fortunas mal habidas, los negocios del narco, el mercado negro y la corrupción, la propia libertad. ¿Y para qué lo iban a hacer, para reconciliarse con una clase media y alta que los desprecia y un pueblo que ya no los quiere, que en todo caso les teme pero está ansioso de que la canilla del Estado lo vuelva a alimentar? ¿O para «volver al mundo»?
Mientras tanto, la radicalización se fue alimentando de sí misma. Lo vivimos, por suerte a escala menor, en la Argentina de los Kirchner: cada abuso condujo a otro mayor al volverlo imprescindible para controlar la situación, en una cadena sin límite. Además, en este tipo de procesos de revolución por goteo es muy difícil que quienes no dieron el salto fuera del régimen tempranamente lo puedan dar cuando ya la grieta entre él y sus adversarios es muy grande. El riesgo de terminar solo, escapando del país o cayendo en la cárcel es muy alto.
Y desde afuera, ¿se podía hacer más? Muchos progresistas todavía insisten en que lo peor habría sido que «el imperialismo yanqui interviniera». Pero sólo una decisión a tiempo de Estados Unidos de interrumpir su comercio con Venezuela podría haber compensado la masiva intervención militar, de inteligencia y también económica practicada allí por Cuba, Rusia y China. Pero Trump se limitó a las sanciones personales y a hacer alocadas declaraciones.
Lo dijimos, el tiempo juega a favor del régimen. Y ¿para qué necesita tiempo? Primero, para terminar de hacer el ajuste social, la lenta operación de extinguir a las clases medias. Esa tarea en Cuba, cuarenta años atrás, fue más sencilla. Venezuela era un país mucho más complejo, más grande y más rico. Pero mientras todo siga como va no hay otro resultado posible: se terminarán de ir los que no acepten un destino de pobreza y sometimiento, y los demás deberán acomodarse para sobrevivir. Segundo, el régimen necesita tiempo para que reboten los precios del petróleo. Para cuando suceda, el monopolio total en la distribución de alimentos desde las reparticiones militares les permitirá ser los garantes de la vida y la muerte de todos sus súbditos. Peor que la China de Mao.
Un experimento tan cruel de involución social y despotismo nos repugna, es natural. Pero ¿podemos hacer algo ante él, sin duda la peor tragedia de las últimas décadas en nuestra región?
Los latinoamericanos tenemos una valiosísima oportunidad: a contraluz de la fatídica deriva del chavismo, podemos reforzar la fe en las instituciones del liberalismo político, someter a crítica las ideas y prácticas del populismo radicalizado, promover el pluralismo, la moderación y la cooperación. En parte ya está sucediendo: una ola liberal y de maduración política se alimenta de este drama en cámara lenta, porque echa oportuna luz sobre las esperables consecuencias de seguir algunas supuestas buenas intenciones, desnuda taras ideológicas muy arraigadas ligadas al más primitivo anticapitalismo y los defectos inherentes a modelos políticos e intelectuales que nos agobiaron durante décadas.
A veces grandes males ofrecen buenas lecciones. Sucedió en la década del 80 con la democratización, tras años de fatídicas dictaduras militares. La diferencia con la situación actual es que, además de una renovada fe en el respeto de los derechos individuales, el valor del pluralismo y las conductas asociadas, ahora hay motivos para que prospere una visión también razonablemente liberal de la economía y una menos victimista y pueril de nuestro lugar en el mundo.
En los años 80 muchos todavía responsabilizaban a la política exterior norteamericana de todo lo malo sucedido en América latina (lo que en algunos casos, como el de Chile en 1973, tenía bastante fundamento) y asociaban autoritarismo y mercado por razones semejantes. Los a veces malos resultados de las reformas de los años 90 revirtieron parcialmente esa evolución y bandearon las políticas económicas hacia el otro extremo. Hoy, en cambio, países como Brasil y la Argentina, que vivieron con particular crudeza los costos de esa ciclotimia, están procesando complejas salidas de sus ciclos populistas, inspiradas por la consigna «no terminar como Venezuela». Y no parece ser muy diferente la situación en Ecuador y países de América Central, que están tomando distancia del eje bolivariano.
El cambio en curso es también generacional. Los protagonistas de la democratización de los años 80 habían entrado a la vida política en los 60, bajo el influjo de la revolución cubana y el auge consecuente del marxismo latinoamericano. Aunque muchos de ellos revisaron luego esas ideas, en particular las más afines al ethos revolucionario, no pudieron desprenderse del todo de esa herencia.
Todo eso ha quedado atrás. Ya no gravita como antes esa herencia marxista, más allá de algunos núcleos militantes en universidades muy politizadas. El mundo que enfrentan probablemente no estará hecho de grandes oportunidades, pero sí tendrá que lidiar con grandes peligros. La ensoñación romántica detrás de fantasías estrafalarias como el «socialismo del siglo XXI» se ha revelado como uno de ellos. La radicalización de los conflictos hasta destruir las condiciones mínimas de la convivencia es otro de los peligros. Y la amenaza y la exacción como vías para contener el lucro capitalista y promover la distribución social son otro tanto o más dañinas. Ojalá también los venezolanos puedan aprovechar a tiempo estas valiosas lecciones que nos brindan a su costo.