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La Rebelión de Abril enterró la sucesión dinástica de Rosario Murillo

Al encarcelar a sus principales competidores políticos, Ortega también liquidó la legitimidad de las elecciones de noviembre

La semana pasada se ejecutaron tres detenciones policiales que confirman la naturaleza totalitaria de un régimen que solo puede mantenerse en el poder por la fuerza.

Ninguno de los tres detenidos era candidato o aspirante presidencial, pero todos coincidían en demandar las elecciones libres que el régimen quiere impedir para perpetuarse en el poder.

El lunes fue capturado el politólogo José Antonio Peraza, del Grupo Promotor de las Reformas Electorales, quien afirmó que en Nicaragua “no existen garantías para una elección libre, transparente y competitiva”.

El martes fue secuestrado y desaparecido el excanciller de la República, Francisco Aguirre Sacasa, quien fue detenido después que intentara viajar a Costa Rica a través del puesto fronterizo de Peñas Blancas. Aguirre Sacasa estaba retirado de la política activa, incluso de su rol como analista sobre la crisis nacional, pero sigue siendo uno de los principales expertos del país sobre las relaciones políticas y económicas de Nicaragua con Estados Unidos.

Y el jueves fue detenida en León en la casa de su madre, la doctora María Oviedo, defensora de derechos humanos de la CPDH y abogada del precandidato presidencial Medardo Mairena y los líderes campesinos que están secuestrados en El Chipote. Oviedo había denunciado la violación de los más elementales derechos humanos de los detenidos en El Chipote, que se encuentran desaparecidos desde hace más de 50 días, sin acceso a un abogado defensor o una visita familiar.

Ellos son tres de los 31 presos políticos secuestrados en los últimos tres meses, entre líderes opositores y cívicos, estudiantes, campesinos, periodistas y empresarios, en una escalada de criminalización contra los derechos democráticos en la víspera de las elecciones de noviembre.

Y mientras los principales precandidatos y líderes de la oposición están en la cárcel o en el exilio, Daniel Ortega promueve su reelección, sin competencia política, utilizando el estado policial y el control partidario del Poder Electoral. Ortega le niega al pueblo el derecho a la libertad de reunión y movilización, y ha conculcado las libertades de prensa y de expresión, pero utiliza todos los recursos y las instituciones del Estado para la campaña de su reelección, como si fueran un patrimonio privado.

Este lunes se inscribió la fórmula presidencial del Frente Sandinista con la que Ortega pretende imponerle al país una sucesión dinástica, al mantener a su esposa Rosario Murillo como candidata a vicepresidente. Sin embargo, desde el estallido de las protestas cívicas de abril 2018, cuando la mayoría política azul y blanco del país de forma masiva demandó el fin de la dictadura y elecciones anticipadas, Ortega y Murillo perdieron las elecciones de noviembre 2021. La Rebelión de Abril enterró para siempre el proyecto de una dictadura dinástica y de una candidatura presidencial de Murillo en 2021, al colapsar el “modelo” de alianza con los grandes empresarios que le brindó legitimidad política durante más de una década. Doblemente sancionada, por Estados Unidos y ahora por la Unión Europea, por graves violaciones a los derechos humanos, la cogobernante Murillo comparte con Ortega toda la responsabilidad por el desmantelamiento de la democracia y los crímenes de de lesa humanidad, que han sido señalados por los organismos internacionales de derechos humanos.

La dictadura familiar no tiene, por lo tanto, ninguna posibilidad política de sucesión, y al encarcelar a sus principales competidores políticos, incluyendo a los líderes que surgieron en las protestas de abril 2018, Ortega y Murillo también liquidaron la legitimidad de las elecciones del 7 de noviembre y su propia reelección. Aceptar unas elecciones libres era la última oportunidad para que Ortega y Murillo formaran parte de la solución a la crisis política nacional. Al impedir una elección transparente y competitiva, solamente trasladarán a sus resultados —la reelección espúrea de Ortega y Murillo— las consecuencias de la ilegitimidad y de su no reconocimiento por la comunidad internacional.

La verdadera encrucijada de Nicaragua ya no son los resultados de las elecciones del 7 de noviembre, que agravarán la crisis política nacional, sino cómo iniciar una transición democrática, y convocar a nuevas elecciones en 2022, sin Ortega y sin Murillo.

El primer paso es la suspensión del estado policial y la liberación de más de 140 presos políticos, incluyendo los siete precandidatos presidenciales de la oposición, y cumplir con los acuerdos que el régimen suscribió con la Alianza Cívica en marzo de 2019, teniendo como testigos a la OEA y el Vaticano, para que se restituyan todos los derechos constitucionales y regresen los exiliados.

 

 

 

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