La semilla del final de la dinastía Omeya
Gobernar el califato cordobés siendo culto y queriendo acabar con la corrupción fue el sueño de Al Hakam, a quien va dirigida esta misiva. Erró al delegar en su hijo y colmar de cargos a Almanzor
ESTIMADO AL Hakam: Tal vez, la presente te encuentre sumido en las placenteras actividades del paraíso de los creyentes. Ya sabes, ese lugar que un autor andalusí, al que ambos conocemos, describía como un palacio, cuyos moradores gozan de coitos que duran 70 años y “sin que su pasión y su deseo insaciable se agoten”. Si esto es así, disculpa por la intromisión. Te aseguro que estas líneas apenas te ocuparán unos instantes: nada comparado con la eternidad que, en cualquier caso, mereces. Al Andalus no fue tierra de muchos califas y, dado que fuiste el único que tuvo una mínima posibilidad de que toda la comunidad musulmana le acabara prestando obediencia, tu persona y tu época siempre me han fascinado. Si existe el paraíso de los historiadores (y si consigo llegar a él), aparte de hacerte alguna visita, me gustaría departir contigo durante un instante perpetuo.
Creo que lo primero que te preguntaría es si fuiste feliz. Tu padre, el califa de Córdoba Abd al Rahmán III, declaró antes de morir que durante toda su larga vida apenas había podido apuntar en su diario 14 días de dicha completa. Poca cosa para un hombre tan poderoso y respetado. Siempre he pensado que te viste afligido por una melancolía similar. Gobernar en pleno siglo X no era tarea fácil, especialmente para alguien tan culto como tú y tan obsesionado por desterrar la corrupción de su administración. Dentro de la maraña de intereses cruzados, facciones e intrigas que poblaban tu corte, intuyo que siempre buscaste consuelo en esas grandes ceremonias y solemnes cortejos a los que eras tan aficionado, o en la supervisión de obras y construcciones que parecen haberte apasionado. Buscaste siempre poner orden en el caos. Por eso, tal vez, uno de tus momentos de mayor satisfacción fue cuando en invierno del año 965 culminaron las obras del mihrab de la mezquita de Córdoba que hoy en día sigue maravillándonos. Y algo similar debías de sentir cuando despertabas cada mañana en tu alcázar de Madinat al Zahra, la ciudad palatina que tú y tu padre concebisteis en la vecindad de la antigua capital, y cuyos restos y diseño todavía impresionan por el inmenso talento que vuestros arquitectos desplegaron en ella.
Tengo también una duda. ¿Por qué fuiste tan testarudo? Me consta que era difícil quitarte una idea cuando se te metía en la cabeza. Tal vez pensabas que Dios siempre estaría al lado de tu linaje omeya; o tal vez realmente pensaste que eras infalible, debido a la prosperidad y riqueza que se extendían por Al Andalus en tu época. Visto lo ocurrido, sin embargo, convendrás conmigo en que cometiste serios errores. Te empeñaste en que te sucediera tu adorado hijo, Hisham, a pesar de que no estaba capacitado para ser califa, y diste todo tipo de cargos y encargos a un resuelto y eficaz joven, que más tarde se dio en llamar Almanzor, y que traicionó tu confianza y tu legado después de tu muerte, plantando la semilla del final del califato omeya de Córdoba. Solo tu cabezonería explica que tomaras decisiones tan funestas.
Termino. Son más de 1.000 años los que han transcurrido desde que habitaras esta misma tierra por la que hoy en día transito. Necesitaría muchas cartas como esta para explicarte todo lo que ha ocurrido y cuánto ha cambiado el mundo desde entonces. No reconocerías nada, excepto una cosa que parece haberse enquistado entre nosotros: el absurdo empeño que ponen algunos fundamentalistas y paladines de la “reconquista”, que quieren hacernos creer que seguimos anclados en los mismos conflictos del medievo que tú viviste. Te quedarías pasmado y, a buen seguro, recordarías aquellas sabias palabras que un rey persa dirigió a unos visitantes árabes: “Id a vuestros dominios y mantened el orden… Reprimid a los necios y mejorad la educación”.
Eduardo Manzano Moreno es autor de La corte del califa (Crítica).