La tierra, que no olvida, recordó cómo moverse, cómo hacer daño a la capital. Y así lo hizo
Pero en el lugar, en esas grandes montañas de lo que fueron edificios, no se veían caras de pánico, al menos de pronto. Las personas estaban concentradas en ayudar, gritaban pero para coordinarse y sacar las personas de los escombros.
Los picos y las palas no eras suficientes, las manos funcionaban también como herramientas; hombres rascaban la tierra para ayudar a las personas atrapadas en los dos edificios.
Ciudad de México, 19 de septiembre (SinEmbargo).- El movimiento telúrico alertó minutos antes que la alarma empezara a sonar. Justo un 19 de septiembre, un día histórico en México por el temblor de 1985 y justo el día en que la ciudad realizó un simulacro.
La tierra, que no olvida, recordó cómo podía moverse, cómo colapsar a la capital. Y así lo hizo. La cifra de personas fallecidas, desaparecidos y daños, es aún incierta.
Cuando el temblor comenzó a sentirse, no faltó quien pensara –a falta de la alarma– que sería de esos movimientos que se sienten cuando un camión pasa cerca en esta ciudad.
Pero la idea no terminaba de fraguarse cuando la alerta sonó. Y era indiscutible, justo ahora. Pero sí un terremoto.
“¡No se ponga abajo de los cables de alta tensión!”, gritó un hombre a una mujer en la colonia del Valle mientras transcurría el desastre.
“Justo unos momentos antes, se lo juro señorita, ahorita estaba escuchando en la radio que la alarma sísmica no funcionaba”, decía el hombre a una mujer.
Este día en el que se conmemoraba el terrible sismo, se realizaron simulacros. Los comentaristas de radio lo analizaban, y lo criticaban, fue lo que ese señor le alertaba a una mujer visiblemente confundida.
Los semáforos se movían intensamente, algunas personas con sus perros en manos cayeron al piso en pánico.
“Se siente más fuerte que el del septiembre”, aseguraba una mujer que trabaja en una lavandería en la avenida Eugenia y San Francisco.
Metros después, la portera de un edificio gritaba “allá se cayó algo, se ve una nube de polvo”.
Era en la avenida Gabriel Mancera y Escocia, dos edificios quedaron colapsados.
Esos grandes inmuebles que albergaban casas habitación se habían convertido en dos montañas de escombros en solo cuatro minutos.
Todos se dedicaron a ayudar. Foto: Sugeyry Gándara, SinEmbargo
Elementos de la policía municipal acordonaron, mientras que de inmediato las personas empezaron actuar.
Las sirenas se escuchan de fondo, más de lo habitual; acudían para trasladar a los heridos, cuando fueran rescatados, las menos, iban a las zonas aledañas para atender personas en estado de shock.
Pero en el lugar, en esas grandes montañas de lo que fueron edificios, no se veían caras de pánico, al menos de pronto. Las personas estaban concentradas en ayudar, gritaban pero para coordinarse y sacar las personas de los escombros.
Los picos y las palas no eras suficientes, las manos funcionaban también como herramientas; hombres rascaban la tierra para ayudar a las personas atrapadas en los dos edificios.
“¡Cuidado con los cables!, ¡necesitamos otro pico!, ¡traigan más palas!, ¡vayan al otro edificio sin casco” alertaban las voces.
Los ciudadanos se coordinaban casi de manera natural, formaban lineas humanas para pasarse, de mano en mano, los escombros.
En minutos los edificios se convirtieron en montañas de escombros. Foto: Sugeyry Gándara, SinEmbargo
De pronto, las indicaciones, el ruido de los escombros moviéndose se detenía, por unos segundos reinaba el silencio espectador. Uno de los rescatistas colocaban su dedo en la boca, otros gritaban «Silencio”: Era para escuchar si había o donde estaban las personas atrapadas.
Una de las primeras rescatadas fue una mujer. Los paramédicos de Cruz Roja la llevaron en la camilla de inmediato a la ambulancia.
Minutos después nuevamente pidieron silencio, sacaban a una mujer adulto mayor en camilla.
La gente aplaudía, usaban sus palmas para aplaudir como si fuera una forma en que las personas se daban ánimos.
La ayuda era reinada, en un principio por varones, albañiles que trabajaban en zonas cercanas; pero de pronto, en las lineas se venían mujeres que llegaba a socorrer, enfermeras y adultas.
Los bomberos y más voluntarios llegaban constantemente, mientras que los vecinos sacaban baldes de agua y vasos desechables para dar e hidratar a quienes quitaban escombros, otros empezaron a entregar cubre-bocas.
La búsqueda era de personas atrapadas, pero todo lo que tenía valor era de inmediato sacado del lugar.
Un rescatista tomó entre sus brazos a un perro, lo cubrió con una manta color beige y lo sacó de la muche-dumbre; otro, gritaba dónde podría dejar unos papeles de valor rescatados a nombre de un tal Carlos Arturo.
Un vecino se acomedió a recabar los papeles de importancia.
“Doña Rosita de 94 años vivía en ese edificio, ella nunca podía salir”, platicó el residente con un tono sombrío.
“Creemos que había varias, decenas de personas en esos edificios”, señalaron algunas personas que estaban detrás de los cordones amarillos que colocaron los policías para evitar el ingreso de más personas, que no fueran para ayudar.
Quienes estaban en los escombros, quitándolos, no hablaban nada que no fue indicaciones o pedir herramienta. Nadie tenía que decir nada, no lo esperaban pero sabían que la tragedia, aún no cuantificada, había regresado de nuevo, justo, justo 32 años después.