Las verdades del día después
La Unión no ha extraído aún las enseñanzas de la tragedia del Brexit. Es falso que se pueda avanzar rápidamente en la integración sin los británicos
Hoy comienza la nueva etapa histórica de un Reino Unido escindido del mejor proyecto político y económico en el que nunca ha participado fuera de sus fronteras. Estos días en Londres la sensación es que el Gobierno de Boris Johnson sigue instalado en un triunfalismo antieuropeo que combina dosis iguales de arrogancia y nacionalismo. El optimismo del primer ministro, apropiado durante la campaña electoral, es contrario al pragmatismo exigible a la vista de las urgencias que debe afrontar. Paso firme hacia el precipicio del 31 de diciembre de 2020, fecha en la que termina el período transitorio en el que seguirán aplicando el Derecho comunitario.
El primer ministro no quiere en los puestos clave de su Gobierno a buenos conocedores de los pasillos de Bruselas. Otorga esta responsabilidad a partidarios de esconder la cabeza en la arena y ensalzar una soberanía recobrada, a cambio de perder poder europeo y global, e incluso de poner en riesgo la cohesión territorial de su país.
No hay tiempo en once meses para negociar un acuerdo económico a medida de los intereses británicos. Como ha explicado Charles Grant, uno de los mejores conocedores de la UE en el antiguo Estado miembro, la Unión podría ofrecer un acuerdo exprés de libre comercio basado en el precedente canadiense, siempre que el Reino Unido cediese en pesca, alineamiento con estándares regulatorios europeos que afecten a mercancías y jurisdicción del Tribunal de Justicia de la UE. Pero el Gobierno de Londres está muy lejos de tales planteamientos posibilistas. Se entretiene en las nostalgias de una Inglaterra que ya no existe y en enunciar fantasías globales que pueden acabar en una ruptura abrupta con su mercado natural al final del año.
Por su parte, la Unión no ha extraído aún las enseñanzas de la tragedia del Brexit. Es falso que se pueda avanzar rápidamente en la integración sin los británicos. No hay voluntad de hacerlo ni en Berlín ni en París y con razón. Hay que reinventar antes en términos políticos atractivos el significado del europeísmo –nada menos–, afirmar la compatibilidad plena de las identidades nacionales con la idea de Europa que se quiere relanzar y dejar atrás la imagen tecnocrática que tanto ha favorecido el Brexit.
Si la UE no hubiera pasado por horas bajas en 2016, el referéndum de David Cameron no se habría perdido. La onda expansiva de la doble crisis de refugiados y de la moneda común no solo dividió al continente. Inclinó la balanza en una consulta excéntrica que nunca se debió plantear.