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Laudatio para Marisol

Tengo en mi haber el lujo de una amistad larga, bien tejida y alegre con la profesora emérita Soledad Loaeza Tovar. Desde siempre he reconocido en ella su índole tenaz, lúcida, cabal. No sólo el valor de la inteligencia y la razón con que se acerca a descifrar la historia y la ciencia política, sino el gozo con que es capaz de leer el mundo todo. Sin duda el de la vida privada, las emociones, dichas y desencantos. Suyos, y nuestros.

Por eso he creído siempre que Marisol, además de su vocación académica y su incansable empeño por descifrar y contar la historia social y política de nuestro país, y de tantos, tiene dentro una narradora de las más inusitadas leyendas, sagas, relatos y fantasías. Es imposible salir decepcionada de una conversación con ella. Siempre tiene en sus ojos y su lengua una maravilla que deshilar con la ironía clarividente que está en su obra académica pero aquí con la fuerza que puede darle la sombra buena de la intimidad.

Ilustración: Gonzalo Tassier

La ciencia política, por precisa que pueda ser, no permite la malicia misericordiosa con la que esta mujer conversa. No sé cuántas veces, oyéndola hablar, la he interrumpido para decirle: “Eso escríbelo, Marisol, por lo que más quieras”. Mucho de lo que confiesa o cavila en voz alta es esencial y está lleno de curiosidad y atrevimiento. Sin por eso estar tocado por la falta de compasión o la insolencia. Criticar descalificando, contar burlándose, no es de sabios, sino de ocurrentes. En la voz de la doctora Loeza siempre hay una chispa de verdad y otra de utopía. Siempre hay el acierto de quien anda por el mundo con la certeza de que es vulnerable y de que todos lo somos. Por eso debe tratarnos, describirnos, con esmero, como si cada uno de sus seres queridos fuera un libro por el que andar en busca de tesoros a los que se trata con cuidado.

Conocí a Marisol en una extraña reunión de maestros del Colmex a la que acudí más por azar que por deseo. Y sin duda como testigo casual, no como protagonista. Dije poco y oí mucho. La cabeza y los énfasis de la hermosa mujer de manos largas que parecía saberlo todo, me encantaron. Hablaban entre ellos como de su destino cuando de los derroteros del Colmex se trataba. Se les iba la vida en eso. Y la vehemencia de sus alegatos era tal que sólo se parece a la de los últimos tiempos. Estábamos tan jóvenes que Marisol llevaba el pelo atado en una trenza. Y tenía los ojos chispeantes como si todo lo viera por primera vez. No sé qué cara habré tenido, supongo que la de quien reconoce que no tiene nada que decir sobre el tema.

—Te parece que estamos perdiendo el tiempo y te aburrimos, ¿verdad?

Le dije que no. Y desde ahí hasta la fecha. Marisol no pierde el tiempo. Y no aburre a nadie. Bastaría con leer la enumeración de sus méritos académicos para saberlo. Sus años de formación, sus títulos, los nombres y la cantidad de sus libros, sus lecciones, sus premios, para elogiar su vocación y su entrega. Pero todo eso sólo es una parte, crucial, pero no única, de su trabajo en la vida. Querer y estar con los demás es otra parte. La tercera es su condición de Sherezada. Atrapar a sus oyentes, salvarse de la muerte consiguiendo que nadie se distraiga al oírla, estar llena de historias y enlazarlas, manteniéndose siempre dispuesta a encontrar nuevas para construir un mundo intrincado y desafiante.

Al poco tiempo de conocernos ella tuvo a su tercer hijo y yo a mi primero. Ella estaba en un inicial año sabático, de esos que luego dedicó con pasión a hacer libros y yo estaba en el intento de tramar uno. Llevábamos a los niños al colegio y luego escribíamos. Tres horas o cinco hasta que ella se daba una tregua y recorría un breve tramo de periférico para llegar a mi casa y al cuarto en que yo estaba tratando de atarme al orden necesario para hacer una novela. Nunca había escrito un libro, no era yo maestra de historia, ni tenía más grado académico que el de haber terminado la carrera de comunicación. No tenía posibilidad de ganarme la vida de otro modo que haciendo crónicas y periodismo. La veía yo llegar como a un ángel exterminador, oía sus pasos temiendo el fin del arduo litigar con la concentración que sigue siendo mi pena y que no era ni será la suya. Pero su presencia y su voz me llevaban sin más a abrazar el tema del día. Se acababa en nosotros el mundo de la ciencia y la imaginación y reinaba el de nuestros hermanos, nuestros padres, nuestros hijos, nuestra común orfandad paterna y nuestros cónyuges. También el de la memoria. Las dos hemos sido memoriosas desde muy chicas. Y hasta muy grandes. A los treinta años hablábamos de la infancia como de un mundo remoto y al mismo tiempo intacto. A los tardíos sesenta hablamos de entonces como si de ahora. Sin embargo, a las dos nos fascina el futuro. Su condición de indescifrable. Como indescifrable es nuestra infancia aunque alguna vez nos haya parecido cristalina.

Teníamos la adolescencia a la vuelta de la esquina pero hablábamos de ella como si fuera la época de las cavernas. Y es que en cierto sentido lo era. Las dos fuimos unas adolescentes consternadas. Ella, también, heroica. Porque yo no tenía cinco hermanas mayores. Y ella sí. Hablando, hablando yo me comí, en la búsqueda de mi primer beso los cuatro anteriores y ella me contó el suyo con una vivacidad radiante que aún me divierte recordar. Organizó todo un trajín para preverlo, un capítulo de novela de Jane Austen, con vestido largo, baile, carruaje y despedida en la puerta. Todo para llegar al momento en que tocarse se volviera una plegaria. “¿Y qué tal?”. “Nada. No me acuerdo”, dijo y explicó el motivo. Nos reímos un rato largo. No voy a terminar esa historia porque es suya y merece un Kiosco de malaquita. He jalado esta hebra sólo para que ella la teja como ha de tejer tantas otras. Lo hago también para agradecerle la confianza y la compañía de esas mañanas. Yo podía ser una fabuladora porque ella creyó lógico que lo fuera. Ni yo misma supe entonces la importancia de sus oídos. Lo sé ahora. Y se lo agradezco más de lo que se lo he dicho. Confiar en su certeza me dio certezas.

Nunca creí que mi vocación fuera estudiar el poder y la política, la oí decir en su discurso al recibir la orden de Caballero de la Legión de Honor de la República Francesa. Me sorprendió. Porque nos conocíamos de muchos años y yo nunca creí que esa no fuera su vocación. No la de hacer política, que según bien sabe ella, es más tolerado, en una mujer, sino el de comentarla y descifrarla. Hacer eso fue siempre su destino. Llegué a desarrollar una auténtica pasión por todo aquello que me ayudara a entender el poder y la política, tal vez porque los veo, primero, como laberintos de la naturaleza humana que son un reto a la imaginación.

Alguna vez pensé que Soledad era una escritora que se debía varias novelas. Me equivoqué, la profesora emérita es tal, no debe nada. Ha cumplido, con todas las de la ley, un sin fin de juramentos. Y lo ha hecho con entusiasmo porque su gozo es leer, enseñar, descubrir. Como parte de ese gozo ahora ha empezado a escribir una columna de memorias y un blog en nexos. Le hará los honores a esta rara profesión que ella venera como pocas que yo conozco: escribir como quien sueña. Novelar.

 

Ángeles Mastretta
Escritora. Autora de El viento de las horasLa emoción de las cosasMaridosMal de amoresMujeres de ojos grandes y Arráncame la vida, entre otros títulos.

 

 

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