Leonardo Padrón: #YoRevoco
Permítanme iniciar estas palabras con una pavorosa certidumbre. El venezolano del siglo XXI vive actualmente en el sótano de su propia historia. Y, como en todo sótano, la oscuridad es la reina. Como en todo sótano, la ausencia de luz genera una temperatura de asfixia. Hoy la vida se nos ha convertido en un asunto penoso, en una experiencia agotadora. La depresión es el idioma de moda. Somos los escombros de un antiguo esplendor.
Parecemos los sobrevivientes de una guerra. Gente deambulando en un inabarcable sótano donde la luz parpadea agónicamente, donde ya casi no hay agua, donde la comida nos la peleamos a dentelladas, los enfermos mueren de mengua, y el que asome su imprudencia a la calle corre el riesgo de toparse con un ejército de criminales que, en parejas o en tropel, asolan con lo que queda en pie. Parece un paisaje de fin de una raza. Parece la invasión de los bárbaros. Una película sobre el apocalipsis. Un episodio de prosa esquizoide y sórdida. Pero no. Es Caracas, es Barinas, es Margarita, es el Zulia, es el barrio y el toque de queda, el afligido y el iracundo, el alumno y la bala perdida, el hombre degollado, la madre y las últimas arepas del mes, el secuestrado y el milagro que nunca llegó. Es un sótano de 912 mil 500 kms cuadrados. Un sótano donde ya no caben más malas noticias. Una hipérbole de la noche más oscura. El traspié más grande de nuestra historia.
El pasado 6 de diciembre los venezolanos expulsamos un sonoro grito, una misma opinión, una urgencia desde 7 millones 800 mil gargantas que votaron por un cambio en el rumbo del país. A esas gargantas habría que sumarle las de decenas de miles que braman su nostalgia desde el exilio o las de tantos y tantos que ese día aún no tenían edad para votar pero sí para la decepción o las gargantas de quienes sucumbieron a la coacción, al miedo y al chantaje.
El 6 de diciembre del 2015 demostramos que el hartazgo es mayoría. Y ese hartazgo ha ido creciendo vertiginosa, exponencialmente. Hoy, pocos meses después, el gobierno ha ocupado su tiempo y energía, no en evitar el naufragio de todo un país, sino en preservarse en el poder, en salvar sus abundantes arcas y privilegios, en disimular sus hectáreas de dólares y corrupción. No importan los excesos, no importa la voracidad, no importa la insania empleada para tal fin. El gobierno le dio la espalda a la multitudinaria opinión de sus ciudadanos, azuzó a sus malandros, los de corbata, los de pie en moto, los de toga, birrete y curul, y los hizo cercar nuestra victoria civil y llenarla de emboscadas y agravios. La democracia, que asomó su rostro tajante y decidido en las pasadas elecciones, hoy vuelve a estar sitiada por los colmillos del autoritarismo.
Y entonces, la desesperanza ha reaparecido, con nuevas galas, dispuesta a volarnos la sonrisa de la cara, a derramar su jugo amargo, a prender su atronadora música de funeral. Y entonces, esa nube pastosa que hoy nos cubre nos convierte una vez más en inercia, domestica nuestro ánimo, arrincona a los enfáticos, estimula las ganas de claudicar y firmar la rendición.
Pero así no se escribe la historia, no con la tinta de la depresión, no con mansedumbre, no con el paso dócil de quien se resigna, no con las sílabas del miedo. Este país merece dejar de ser un sótano. No solo lo merece, lo demanda. Es un imperativo, un asunto de supervivencia, un acto de humanidad con nosotros mismos. Por eso se impone que la propia gente, la misma gente que anda errabunda de cola en cola, la misma gente que clama en masa por medicinas y alimentos, que llora en la morgue a sus muertos, o que no tiene alma para hacer la maleta del adiós, tome el protagonismo de su destino. Nos toca lo que debemos: escribir nuestra propia historia.
Y allí está ella, la pequeñísima y monumental constitución, con sus leyes, con sus artículos, con su letra sagrada que nos rige. Ella, la burlada, la deshonrada, la escarnecida. Está ella diciéndonos: hay una opción. El revocatorio. Es el tiempo constitucional del revocatorio. Y sí, también hay otras opciones: la enmienda, la renuncia, la constituyente, la calle, la locura golpista, la desesperación, la anarquía. Yo reviso la prensa, leo a los analistas, escucho a los más doctos y a los más sencillos, subrayo aquí y allá, sondeo lo que presumo sensato o vano, y todas mis modestas apreciaciones desembocan esencialmente en un pedimento: que seamos nosotros mismos los intérpretes de la resurrección del país.
Nosotros, la gente, nosotros el larense, el oriental, el trujillano, nosotros, el hombre de frontera, nosotros amazonas, nosotros miranda, el biólogo y el oficinista, el enfermo y la cocinera, el académico y el taxista, el atribulado y la perpleja, el voluntarioso y el indefenso, en fin, el país entero. No sólo quienes aspiran a una gobernación o alcaldía, no quienes ondean su carnet político, no quienes piensan en la banda presidencial. Nosotros, los mismos que el 6 de diciembre dijimos basta. Y si no nos oyeron, si Nicolás Maduro y su ineficaz legión de ministros no entendieron, si decidieron ignorarnos, esta vez nos toca decirlo más duro. Con todos los decibeles, a todo pulmón, a toda rabia y cansancio. Y el revocatorio nos permite eso. Nos permite decir Yo revoco. Así, sin la siniestra alcabala del Tribunal Supremo de Justicia, sin laberintos y zancadillas, sin lodazales partidistas. Cada uno de nosotros puede decirlo, entonarlo así, Yo revoco, con la firmeza que merece nuestra cédula de identidad de venezolanos.
Yo revoco lo que no sirve. Yo anulo lo que me arruina. Yo invalido lo que me humilla. Yo destierro la incompetencia. Yo expulso la corrupción. Yo desautorizo la indolencia. Yo cancelo tanta muerte. Yo proscribo el cinismo. Y, sobre todo, yo revoco el miedo a no luchar por mi destino. Yo exijo al Consejo Nacional Electoral que me permita ejercer mi derecho ciudadano. Yo le exijo a la señora Tibisay Lucena, no la ofensa de su silencio, sino la respuesta necesaria en el lapso debido. Yo les demando a todos los partidos políticos de la oposición la urgencia unánime de una sola voz y un mismo propósito.
Yo, ciudadano de este atormentado y entrañable país, caraqueño hasta los huesos, venezolano hasta mi muerte, quiero, solicito, propongo, con el derecho que me confiere la constitución, revocar de su cargo al mandatario que ha llevado hasta el paroxismo la crisis más abrumadora que hemos vivido alguna vez como nación. Yo revoco al poder mediocre y envilecido. Yo revoco la pesadilla. Yo revoco tanta oscuridad. Yo, en definitiva, revoco mi dolor de ser venezolano para recuperar mi honor de ser venezolano.
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