Los policías de Río de Janeiro: servir, proteger, matar y morir
RÍO DE JANEIRO — La primera vez que mató, André Luiz de Oliveira buscó el consejo de su padre.
Oliveira se había convertido en policía porque estaba en su sangre: siempre que su papá se ponía el uniforme, le fascinaba el brillo del cinturón y el lustre de las botas. Había crecido escuchando historias sobre servir y proteger, rodeado de policías que iban a su casa los fines de semana para disfrutar de un churrasco, convencido de que luchaban del lado de los buenos.
Pero quitarle la vida a alguien no le parecía natural. Así que aquel día de 1999, cuando abatió en un tiroteo a dos hombres armados que acababan de atracar una ferretería, la primera persona a la que llamó fue a su padre. “Quédate tranquilo”, le dijo, “va a pasar muchas veces. Es una consecuencia de tu vida”.
Después de casi 20 años, el hoy sargento segundo de la Policía Militar de Río de Janeiro dice que no recuerda a cuántas personas ha matado en servicio ni tampoco los compañeros que han muerto. Su única certeza, dijo en el salón de su casa, es que cuando entra en una favela va a haber tiros.
“Esto no es Beverly Hills, esto es Río de Janeiro y aquí se vive una guerra por territorio no declarada”, dijo el sargento Oliveira, un hombre de 43 años que parece una réplica humana de un G.I. Joe: mandíbula cuadrada, pómulos pronunciados, cejas espesas, pelo al rape: “Río de Janeiro es una ciudad en la que mueres por tu trabajo”. En lo que va del año, 84 policías han sido asesinados, el número más alto de la última década, la mayoría fuera de servicio.
La policía de Río de Janeiro es la que más muere en Brasil, pero también la que más mata: 480 casos en los primeros cinco meses este año, según el Instituto de Seguridad Pública (ISP), el mayor número desde que se creó la Unidad de Policía Pacificadora en 2008, un proyecto que pretendía retomar el control del tráfico en las favelas a través de la ocupación policial. En la “guerra” del sargento Oliveira y de los cerca de 47.000 policías militares de Río de Janeiro, “servir y proteger” equivale muchas veces a eliminar al enemigo, representado casi siempre por los miembros de las tres facciones criminales que dominan la ciudad: el Comando Vermelho, Terceiro Comando Puro y Amigos dos Amigos.
“Existe una indignación selectiva en la sociedad dependiendo de quién muere. El joven negro que vive en la periferia parece un sujeto matable”, dijo Renata Neder, asesora de derechos humanos de Amnistía Internacional en Brasil. “La favela es un territorio enemigo a ser conquistado. En esta lógica de guerra, las víctimas por las llamadas balas perdidas son aceptadas como daños colaterales. Si la policía parara de matar tendríamos entre un 20 y un 25 por ciento de descenso en los homicidios”.
En Brasil existe el dicho “Bandido bom é bandido morto” (Criminal bueno es criminal muerto) y, según varios estudios, más de la mitad de la población está de acuerdo con estas palabras.
CreditLeo Correa/Associated Press
En Río de Janeiro existe una cuarta organización criminal: la milicia, grupos paramilitares formados muchas veces por expolicías (o policías en activo) que supuestamente combaten al narcotráfico en las comunidades y se han convertido en una mafia.
“Los milicianos no suelen enfrentarse a la policía. Entramos en sus comunidades sin problema”, dijo el sargento Oliveira. La milicia vive de la extorsión en los barrios que controla. La corrupción en la policía también llega a otros niveles. La semana pasada, la Policía Civil realizó un operativo contra 96 policías militares del 7.º Batallón en Sao Gonçalo, acusados de recibir sobornos del Comando Vermelho por un millón de reales al mes (unos 300 mil dólares). Los policías fueron acusados de secuestrar traficantes, extorsionarlos y revender armas y drogas entre otros delitos. Los investigados suman 250 homicidios en servicio, uno de los números más letales de los batallones de la ciudad.
“La violencia brasileña es histórica y se agudizó por la dictadura militar. Continuamos con las mismas instituciones y el mismo sistema, tratando al crimen como una lucha del bien contra el mal”, explicó el Coronel Ibis Pereira da Silva, quien llegó a comandar la Policía Militar de Río de Janeiro, un cuerpo castrense formado antes de los tiempos de la República.
Pereira da Silva es un hombre bajito de una calva redonda perfecta, que durante la entrevista llevaba bajo el brazo un libro de poesía y hablaba con pasión sobre el escritor mexicano Juan Rulfo. No encaja mucho con el perfil de soldado que tiene un policía militar; sus más de 30 años dentro del cuerpo lo han hecho crítico.
“La lógica de guerra sale de los cuarteles y la sociedad se va militarizando. Va creyendo que para enfrentar al crimen, necesitas la guerra. Que las muertes de la guerra son normales”, dijo. “La policía, de manera general, está enferma. La guerra, sin duda, fractura a la humanidad. Todos los policías somos víctimas de eso”.
‘Somos guerreros, somos cazadores’
A las afueras del Batallón 41 de la Policía Militar, el último creado en el estado de Río de Janeiro, hay un letrero con una abeja musculosa que sostiene un fusil acompañada de la leyenda: “Hombres comunes convertidos en extraordinarios”.
Adentro del lugar, donde antiguamente producían miel, hay decenas de patrullas medio descompuestas y un vehículo blindado —el caveirão— lleno de disparos de fusil sin un par de neumáticos. El Batallón 41 se encuentra en la Zona Norte, en medio de los complexos de Pedreira y Chapadão, una de las zonas más peligrosas de la ciudad, donde coexisten los tres grupos del tráfico. En este ecosistema de operaciones policiales, enfrentamientos armados, robos al transporte, tráfico de drogas y de armas, el 41 es el batallón más letal de Río de Janeiro.
El mayor Marcio Alexandre suele animar a sus soldados diciéndoles: “Somos guerreros, somos cazadores. Tenemos que actuar y garantizar la seguridad de todos”. El 41, para él, es un batallón de héroes. También es el que peor fama tiene. Desde su creación, en 2010, es la unidad con más “autos de resistencia” del estado: muertes en las que la policía alega legítima defensa. Según Amnistía Internacional, el 92 por ciento de los casos quedan impunes. El año pasado, el Batallón 41 registró 117 autos de resistencia, el 12 por ciento de los registrados en toda la ciudad.
Credit Mario Tama/Getty Images
“La letalidad policial en Brasil no está fuera del derecho, está dentro. El auto de resistencia es un documento jurídico que no analiza la actuación policial. Lo que importa es quién muere. La letalidad es una función de la policía en Brasil y en especial en Río”, dijo Orlando Zaccone, delegado de la Policía Civil y autor de la tesis “Indignos de Vida: la forma jurídica de la política de exterminio de enemigos en la ciudad de Río de Janeiro”.
El 28 de noviembre de 2015 cuatro policías del Batallón 41 asesinaron a cinco jóvenes. Los agentes buscaban a los responsables del saqueo de un camión. Vieron un auto y dispararon 111 veces. Sin ningún enfrentamiento de por medio. “Fue un error que está siendo juzgado. Cuando trabajas con vidas, si cometes un error puede acabar con muertos. No es por minimizar la muerte de aquellas personas. Es como en un juego de fútbol: si el portero falla, es gol y ese gol puede acabar con el partido”, justificó Alexandre. “No es que sea un batallón letal, es una realidad de violencia. El enfrentamiento acaba siendo natural”.
El 30 de marzo de 2017, el mayor Alexandre se preparaba para ir al funeral de Fernando Santos, un policía militar que había muerto tratando de impedir un asalto. Días antes, un soldado de su batallón, Pedro Araújo, había recibido un tiro en la cabeza. Esa mañana todavía agonizaba en el hospital.
“Tiene un impacto en la salud mental de la tropa, aunque sea una banalización: uno más que muere en el frente… El policía acaba perdiendo la sensibilidad. Queda en shock. Es natural”, dijo el portavoz de la Policía Militar, Iván Blaz, quien estaba presente en la entrevista ese día antes del funeral.
Después del entierro de Santos en el Jardím da Saudade, donde cientos de policías militares despedían a su colega con salvas, el Batallón 41 volvió a los medios. María Eduarda da Alves, de 13 años, había muerto de un disparo durante un fuego cruzado entre la policía y el crimen cuando estaba en clase de educación física. Un habitante grabó a dos policías del 41 mientras ejecutaban a dos jóvenes armados que yacían en el suelo.
Credit EPA/Antonio Lacerda
Los que más mueren
El teniente Nelson da Silva viste una camiseta negra con la leyenda S.O.S POLICIAL, un grupo que fundó para denunciar la situación de los policías militares: las precarias condiciones de chalecos y armamento; los retrasos en el sueldo; el impago de los adicionales por la crisis financiera del estado, que hace menos de un año acogía unos juegos olímpicos, y, sobre todo, las muertes de compañeros. Uno de sus lemas es una frase extendida entre los policías: “Derechos Humanos para Humanos Derechos”.
“Hoy matar a un policía es una victoria [para los criminales]. Y no sentimos que haya castigo. A veces, cuando un policía mata a un criminal acaba preso”, se quejó Da Silva.
En una ciudad en guerra, como la definen sus soldados, la policía muere mucho pero mata más. En un periodo de 10 años, entre 2005 y 2014, hubo 8471 homicidios policiales en el estado de Río de Janeiro. En ese mismo tiempo, 1261 policías fueron asesinados. Tampoco matan y mueren en las mismas circunstancias.
“El policía mata en enfrentamiento, cuando está en la punta de la lanza, pero muere en el bar, muere en el trayecto a casa”, explicó Giniton Lages, delegado de Homicidios de la Policía Civil en la Baixada Fluminense, la región más violenta del estado.
Ser policía en la cidade maravilhosa implica perder ciertos derechos. Es común secar el uniforme en el horno para que los vecinos no sepan que un policía vive en el barrio. También dejan de ir a lugares públicos y sus relaciones personales cambian. El delegado de Homicidio de la Policía Civil, Rivaldo Barbosa, dijo en marzo que un 80 por ciento de los policías moría porque iba armado. Ninguno de los policías entrevistados se atreve a salir a la calle sin su arma.
En febrero, mujeres e hijas de los policías de Río de Janeiro organizaron una huelga y bloquearon las puertas de algunos batallones para que sus familiares no pudieran salir a trabajar (el código militar por el que se rige la PM impide el sindicato o la huelga).
Credit Yasuyoshi Chiba/Agence France-Presse — Getty Images
“La mujer del policía se despide del marido cuando sale al trabajo pero no sabe si va a volver”, dijo Janira Rocha, esposa de un teniente retirado que participó en la protesta. “A veces lo llamaba y escuchaba ‘Pam-pam-pam-pam’. El día a día era el enfrentamiento”.
Rocha cuenta que su marido cambió en los 30 años que estuvo en el cuerpo. A veces llegaba a casa sin ganas de comer ni hablar. Critica los métodos de entrenamiento, la exaltación a la bandera, al nacionalismo, a lo macho, a lo heroico. “Por ejemplo, tiran una bomba de gas lacrimógeno en un lugar y ven quién es el que consigue permanecer más tiempo ahí. El entrenamiento es muchas veces inhumano, a veces torturador. Pero para ellos es una cuestión de honor”.
Rocha también conoce los esquemas de corrupción dentro de la policía. La mayoría de los comandantes, dice, tiene redes articuladas con el tráfico. “Los soldados recogen el dinero. Hay policías que aceptan y policías que no. Y aunque no estés en el esquema de cierta forma participas porque sabes lo que está pasando. Si te resistes eres un paria”.
María Rosemeyre de Oliveira estaba embarazada de cuatro meses cuando mataron a su marido, el soldado Marcelo da Silveira. Una prima con problemas mentales se había escapado y su esposo fue a buscarla. Estaba saliendo de servicio y todavía tenía su uniforme en la maleta del coche. Un grupo de traficantes lo interceptó y descubrió que era policía. Lo mataron a él y a un amigo que lo acompañaba. “Lo entendería si hubiera muerto en un enfrentamiento, si estuviera en combate porque ese es su trabajo. Pero ¿solo por ser policía?”.
La ‘tregua’
El sargento André Luiz de Oliveira guarda en su casa un álbum con recortes de la prensa local que narran sus hazañas como policía: detenciones de traficantes, incautaciones de armas y drogas, enfrentamientos que duran horas. En la estantería de su salón hay expuestos dos trofeos al “Mejor policía del año” que concede un diario de sucesos de São Paulo. Entre sus recuerdos más preciados está una foto montada en la que tanto él como su padre visten el uniforme. Oliveira parecía un policía orgulloso de ser policía. “¿Vamos a dejar al tráfico imponer su ley? Ellos ahí matan. Ellos son jueces. Imagina salir con tu hijo y ver a un tipo con un fusil y una bolsa de cocaína vendiendo en la puerta de tu casa. Los niños acaban pensando que aquello es normal. Y los bandidos se convierten en sus héroes”, dijo aquella noche de marzo. También dijo que el policía corrupto no era policía, sino un delincuente.
La semana pasada, Oliveira volvió a aparecer en la prensa local. Pero esta vez no reseñaban sus operativos. El sargento es uno de los 96 implicados en la mayor operación de la historia de Río contra la corrupción policial.