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Michelangelo Bovero: El legado de Norberto Bobbio

Pues, ¿cómo? ¿Ya se acabó?

No, no me estoy refiriendo a esta magnífica fiesta que tantos amigos me habéis regalado. La emoción que he sentido en estos dos días no va a acabar, va a durar el tiempo que me resta.

Me refiero más bien a otro periodo de tiempo que, ése sí, está a punto de finalizar: el medio siglo de mi dedicación a la enseñanza. Primero en el liceo, desde octubre de 1968; luego en la academia. Siempre en Turín.

Hegel decía que una persona, al cabo de cincuenta años, mirando hacia atrás a la trayectoria de su vida puede percibir —¡nada menos!— el avance del mundo. Él no dudaba que el curso del mundo fuera reconocible, siempre y objetivamente, como un avance, a pesar de las frustraciones que los seres humanos padecemos por el fracaso de nuestros deseos, ilusiones, aspiraciones subjetivas. Nosotros tenemos muchas razones para ponerlo en duda. Pero, tal vez, habría que ponderar bien el juicio, problematizarlo, matizarlo. Después de medio siglo, en las últimas millas de un largo camino, al final del día de la labor activa, resulta espontáneo para un viejo lector de Hegel volverse a observar el mundo y su curso con los ojos del búho de Minerva. A la pálida luz de Véspero, la estrella del atardecer.

Cuando empecé a actuar como (jovencísimo) maestro, apenas había dejado el rol de alumno del liceo; pero ya había hecho, pocos meses antes, mi primera gran experiencia política: la del sesentayocho. Del cual celebramos este año, este mes precisamente, el cincuenta aniversario. Hace un momento ¡hablábamos de ilusiones! Bueno: ilusiones, sí, pero no sólo. Antes que nada, fue el primer movimiento político y cultural global, planetario; más bien, yo prefiero decir: (casi) universal. Múltiple, heterogéneo, incluso contradictorio, ciertamente. Pero sí tenía una dirección fundamental, un alma unívoca: el alma antiautoritaria, exacerbada y resuelta contra las disciplinas impartidas por poderes burdos en todos los espacios de la vida social: empezando por las estructuras universitarias y escolares, pero, más allá de éstas, en los otros aparatos públicos y en la empresa privada, en el Estado, la fábrica y la familia. Más en general todavía, el alma del sesentayocho era el rechazo de una forma de vida que percibíamos como impuesta, la lucha contra su cáscara opresiva y represiva que nos parecía sin sentido e intolerable. Queríamos sacudir el mundo. Quería ser una revolución, y fue una rebeldía. ¿Fracasó? Sin duda, como revolución, si es que de alguna forma, de algún modo o en algunos lugares, “imaginamos” conquistar el poder. No fracasó como rebeldía. No se quedó en la nada, igual que no había nacido de la nada. No era pura y simplemente una rebeldía generacional, repentina e improvisada, porque venía de más lejos, tenía raíces en los grandes y graves acontecimientos de los primeros años de la posguerra: la revolución de Cuba y sus consecuencias, la escalation militar norteamericana en Vietnam, las luchas sociales y políticas en América Latina y África, en Congo, en Argelia. Las nuevas generaciones del mundo tomamos la palabra, a gritos, encarando la represión del disenso. Claro que los numerosos enemigos políticos no se rindieron; al contrario, lograron finalmente neutralizar la protesta. Pero el enemigo cultural, el autoritarismo, fue desafiado y derrotado en su principio: después de nosotros, la obediencia dejó de ser una virtud (como había dicho un cura revolucionario italiano). El disenso, incluso radical, no sólo conquistó su espacio como un fenómeno normal de la vida social, sino que se mostró y demostró como la levadura de una entera forma de convivencia, de civilización, de la vida pública y privada, personal y política.

Pero, no: no habíamos entendido, reconocido, que esta forma era —nada más, nada menos— la democracia, la quintaesencia de la democracia en tanto que régimen del disenso antes que del consenso. No habíamos entendido, comprendido la democracia. Al revés, creíamos encarnarla, practicarla, más allá y en contra de la que nos parecía, a tantos de nosotros en aquel entonces, una apariencia engañosa, la “democracia formal” y sus reglas, ridiculizadas por muchos como si fueran un simple disfraz del poder autoritario. No habíamos entendido, aprendido, elaborado, asimilado el patrimonio de la cultura política y jurídica que los milenios de la civilización occidental habían dejado en herencia a nuestros padres, a la generación de Bobbio, para permitirles fundar la democracia constitucional tras los horrores de la guerra civil, desbaratando las ruinas del fascismo.

No, no habíamos entendido. Pero no éramos ignorantes, tampoco estúpidos. Sí habíamos comprendido en cambio, más o menos claramente, que la revolución y la democracia son dos caminos no sólo distintos sino divergentes e incompatibles. Con la revolución a veces se puede instaurar la democracia, pero también y más fácilmente destruirla; mas sobre todo, con la democracia no se puede hacer ninguna revolución. Creo que valdría la pena remontarnos a nuestras antiguas convicciones, volver a pensarlas, a reflexionar crítica y autocríticamente, revirtiendo el punto de vista desde el que entonces considerábamos el problema: en aquel tiempo, desde la perspectiva de la revolución; ahora, de la democracia.

Los estudiantes y los jóvenes estudiosos “sesentayocheros” nos hicimos marxistas, en una amplia mayoría. Pero una mayoría dispersa y fragmentada en una miríada de minorías de varios colores, políticos y culturales. Algunos nos inclinábamos hacia un marxismo “tercermundista”; otros, rígidamente leninista; otros más, pasionalmente maoístas. Algunos se reconocieron en una interpretación del marxismo como una pretendida superciencia, a veces muy doctrinaria y dogmática; otros, por vocación filosófica, nos presentábamos como hegelomarxistas (tal vez fuimos marxistas o filomarxistas en tanto que hegelianos). Eran resultados precarios y provisionales de un proceso de formación apretado y excitado, forjado al calor de los eventos. Y fueron puntos de partida para varios caminos de transformación y maduración de nuestras identidades.

Sobre el sesentayocho se derramaron después, y siguen derramándose, mil acritudes. Inmerecidas, distorsionadoras. No es cierto que consecuencia necesaria y fatal del sesentayocho haya sido la fase histórica del terrorismo interno (de las BR en Italia y de la RAF en Alemania), de los enfrentamientos violentos, de las matanzas fascistas, de los homicidios políticos como el asesinato de Aldo Moro (en 1978): los que en Italia se conocen como “los años de plomo”. Algunos de estos fenómenos sí han tenido raíces en el sesentayocho, pero no han sido generados por él: tenían un código genético diferente. El sesentayocho generó en cambio, o bien impulsó, procesos de reivindicación y emancipación social, los cuales a su vez suscitaron —como siempre, como en cualquier tiempo de la historia y en cualquier región del mundo— respuestas reaccionarias.

Del clima de los “años de plomo” formó parte también un componente precoz del terrorismo internacional, todavía ajeno de identificaciones religiosas: basta mencionar la organización palestina “Septiembre negro” y su atentado en las olimpiadas de 1972. Pero si abrimos la mirada al globo encontramos las manifestaciones más horribles de aquella etapa: el nacimiento o la consolidación de dictaduras militares, de Grecia a Brasil, de Argentina a Chile; el empeoramiento esclerótico de las dictaduras de partido en el universo soviético, a partir de la represión de la primavera de Praga.

Luego, volvió a parecer que un viento nuevo soplaba sobre el mundo entero. La salida de los años de plomo comenzó a caminar en distintas direcciones, ambiguamente. Por un lado, empezó la época de la (que a posteriori fue llamada la) “tercera ola” de transiciones a la democracia, a partir del agotamiento de los vetero-fascismos sobrevividos a sí mismos en Portugal y España, el restablecimiento de instituciones representativas en muchos países oprimidos por dictaduras en América Latina, y finalmente la quiebra del imperio autocrático en Europa Oriental. En la misma dirección se encaminaron, en varias regiones del mundo, los movimientos para instaurar o restaurar o fortalecer el Estado constitucional; para impulsar el reconocimiento y promover la efectividad de los derechos fundamentales; para devolverle, o bien otorgarle, finalmente, dignidad y seriedad a las reglas del juego político, comenzando por las reglas del juego electoral, primera columna de la democracia de los modernos.

Por otro lado, y en el mismo periodo —sobre todo en otros países, los de la “primera o segunda ola”, pero no sólo en ellos—, los años de plomo fueron reemplazados por los del llamado “reflujo”, el desquite de lo privado sobre lo político, la revancha de los microegoísmos cotidianos sobre las pasiones colectivas. Fue el paulatino pero inexorable triunfo del principio de publicidad en el sentido antikantiano: ya no el principio de transparencia, del gobierno público en público, del uso crítico y manifiesto de la razón, sino la penetración en la cultura difusa, en las neuronas de todos los cerebros, del lenguaje y de la lógica de los comerciales. Era un viento tibio, tonto, debilitante que envolvió toda sociedad en una atmósfera homogénea, o como se decía entonces “homologada”: en un cabaret televisivo italiano a esto se le llamó el “hedonismo reaganiano”. En efecto, a finales de los setenta y a inicios de los ochenta había llegado al poder en el centro del primer mundo, antes en Inglaterra e inmediatamente después en Estados Unidos, una orientación política sustentada por una corriente cultural que habría logrado difundir la ideología de la muerte de las ideologías.

Era en realidad, ésta, solamente la cara negativa (en sentido lógico) de la ideología destinada en un tiempo relativamente breve a volverse dominante, a imponerse como “el pensamiento único”: el neoliberalismo. Así, mientras que Bobbio escribía El futuro de la democracia y La época de los derechos, ya había comenzado la larga marcha de los enemigos de la democracia y de los derechos. Él, Bobbio, nos había avisado: el neoliberalismo es “una amenaza grave”, decía ¡en 1981! Pero no podía imaginar qué tan serio se habría vuelto el peligro. Tampoco nosotros, sus lectores y alumnos, lo percibimos.

Al contrario. La historia pareció mandarnos una señal inesperada y fortísima que se había encaminado —ella misma, la historia— en el buen sentido, hacia el triunfo de la democracia y de los derechos. La caída del Muro de Berlín nos sorprendió cuando estábamos celebrando el segundo centenario de la revolución francesa. Seguimos con trepidación los efectos de la nueva ola sísmica, hasta la quiebra del imperio soviético y, en fin, la defunción del socialismo real. Algunos, aunque con muchas vacilaciones, escribimos que tal vez se estaba abriendo la oportunidad de instaurar una democracia mejor, no solamente en el Este sino también en el Occidente. Las decepciones llegaron muy pronto. Las ruinas del Muro dejaron pasar, no sólo y no tanto, los vientos favorables a la libertad, sino los contrarios a la igualdad, en todos los sentidos. Ahora la democracia está sola, escribió Bobbio, sin la competencia de un ideal alternativo como pretendía ser el comunismo: ¿será capaz, la democracia, de satisfacer las demandas de justicia que el socialismo real dejó frustradas? Esto preguntaba Bobbio. Pero no, la democracia no estaba sola. Había dejado crecer a su interior otro enemigo que se volvería fatal, y que podemos nombrar con una fórmula kantiana: la “libertad salvaje” de los neoliberales, del capitalismo financiero global, de sus instituciones transnacionales y de sus partidarios en los poderes estatales. Un enemigo tan peligroso como para hacernos temer que la democracia ya no sería capaz de defender ni la justicia, ni a sí misma. También, y tal vez sobre todo, porque la libertad salvaje no ha encontrado una verdadera y eficaz oposición: ya desde los ochenta, con formas y ritmos diversos, todos los partidos tradicionales de izquierda se deslizaron fatalmente hacia la derecha, persiguiendo políticas de privatización y “liberalización”.

Desde los primeros años noventa el mundo no ha avanzado hacia formas de vida mejores y más justas, como esperábamos, sino que se abrió paulatina y sigilosamente el camino hacia la precarización de la existencia de la gente común, mientras que la corrupción inundaba los pisos altos de la sociedad y del Estado, y la locura más tragicómica y grotesca empezaba a subir a la escena política. Guía y faro del mundo, en esto, Italia: después de “manos limpias”, enseguida la kakistocracia.

Pero, quizá justamente por eso, es decir porque nos topamos con estos procesos de degeneración, no nos dimos cuenta lo suficiente que era necesario pararnos a reflexionar crítica y profundamente sobre la “utopía puesta al revés”. El experimento del comunismo histórico, a pesar de toda su carga de horrores, en el origen había sido el intento espectacular de hacer descender el cielo en la tierra, de resolver el enigma de la historia. ¿Por qué la utopía se volvió distopía, en vez de corregirse y adaptarse a la bruta materia del mundo? No me parece que la cultura haya discutido con suficiente atención y tensión sobre el problema. Ahora que se perfila un nuevo regreso a Marx, tal vez con el riesgo de repetir errores de mala comprensión, habría que volver a considerar las tantas facetas de la tragedia del comunismo en el siglo XX, un verdadero enigma de la historia al cuadrado.

El inicio del siglo XXI ha vuelto a poner el terror y la guerra en el primer plano de la escena mundial y, en consecuencia, ha inducido una extendida y agudizada percepción de inseguridad en la vida de las personas comunes, luego sumamente agravada por la gran crisis económica y social que ha golpeado al globo entero. Los tantos fenómenos y movimientos de protesta que se han despertado en estos años —No GlobalOccupy, Indignados, etcétera— no han logrado ni parar, ni tampoco revertir la marcha de los procesos de degeneración. En Europa y en Estados Unidos el descontento social y la desconfianza política se han concentrado sobre todo en las nuevas víctimas de la globalización, las clases medio-bajas relativamente (o incluso absolutamente) empobrecidas: déjà vu, escenario ya visto, hace un siglo. Con muchas diferencias, por supuesto. Indico una: allí donde no existen oportunidades, salidas a la izquierda que parezcan viables, la protesta se encauza masivamente por canales de derecha, viejos o nuevos. Por un lado, renovando figuras y estrategias bien conocidas y bien olvidadas, como el nacionalismo y la invención de un enemigo, social y/o político, esta vez los migrantes (más) pobres. Por el otro, buscando formas inéditas, a través de la red, de identificación colectiva; sin lograrlo, si no con muchas ambigüedades. Queda como fondo común, y a menudo se hace patente, la arrogancia de la ignorancia. Los llamamos populismos. En Europa, en el año electoral 2017, circulaba el miedo de que esta ola de protesta derechista llegara al poder, poniendo en riesgo los equilibrios básicos de los sistemas políticos e incluso del orden mundial. No aconteció. Había sucedido pocos meses antes en Estados Unidos, con la elección de Trump: la kakistocracia en un solo individuo. Pero tal vez esto es lo que está pasando en Italia, justo en estos días. El laboratorio de Frankenstein sigue activo.

Sin embargo, con todo, hasta ahora hemos resistido a través de todas las vicisitudes de este medio siglo. Las arquitecturas de la convivencia que nuestros padres habían construido, la constitución, la democracia, aunque dañadas y a menudo desfiguradas por tantos innobles personajes públicos, siguen en pie. Hasta ahora. Bajo los arquitrabes y resguardados por los muros maestros hemos encontrado espacios para nuestras vidas, amparo en nuestras amistades y amores, hemos tratado de ayudarnos y sostenernos. Los que nos dedicamos al estudio y la enseñanza seguimos nutriéndonos con seriedad del inmenso patrimonio de la cultura. En Turín, con particular atención a los clásicos, a partir de los griegos. Bobbio citaba a menudo y con gusto un pasaje de Maquiavelo: “Los hombres prudentes suelen decir, y quizá no sin motivo, que quien quiera ver lo que será, considere lo que ha sido, porque todas las cosas del mundo tienen siempre su correspondencia en sus tiempos pasados. Esto sucede porque, siendo obra de los hombres que tienen y tendrán siempre las mismas pasiones, conviene necesariamente que produzcan los mismos efectos”. Y comentaba que, justamente por eso, Maquiavelo “leía a Tito Livio para extraer, como escribe en el Proemio, ‘aquella utilidad por la que debe buscarse el conocimiento de la historia’”. Proseguía Bobbio: “Algunos siglos después, y por las mismas razones, Gramsci leía a Maquiavelo, y nosotros y nuestros descendientes leeremos a Gramsci, a Maquiavelo y a Tito Livio”. Agrego yo: siempre por las mismas razones, nosotros seguiremos leyendo a Bobbio y, a través de él y con su ayuda, a todos los autores que plasmaron nuestra cultura. También para defender las arquitecturas de la convivencia que nos han protegido.

Un día —al inicio de ese medio siglo al que me he referido, yo tenía entonces poco más que veinte años—, encaminándose hacia nuestra aula para dar clase, Bobbio me dijo: “Acuérdate, nosotros tenemos el deber de transmitir el conocimiento”. Este es el legado que Bobbio me dejó. No sé si he cumplido. Pero mi labor de profesor está a punto de finalizar. Ahora este legado se lo transmito a ustedes, sobre todo a los más jóvenes. Custódienlo. Manténganse fieles.

Los abrazo a todos.

México, 17 de mayo de 2018

 

Michelangelo Bovero
Filósofo. Ha impartido la cátedra de Filosofía Política en la Universidad de Turín. Entre sus libros: ¿Cuál libertad? Diccionario mínimo contra los falsosTeoría de las elites y La democracia en nueve lecciones.

 

 

 

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