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Murillo: Con todos los dientes

El diente miente. La cana engaña. La arruga saca de duda. Uno de los incontables dichos de mi abuela que quizá no era muy sabia pero sí muy cabrona.

Según ella, las arrugas eran el único indicador confiable para calcular la edad de alguien.

La primera vez que la escuché o que recuerdo que la escuché decir eso yo tenía once años y ya me habían sacado la primera muela.

La dentadura es una radiografía de nuestro origen socioeconómico y, ahora lo sé, es también un nítido mapa emocional.

Crecí mal alimentada, con pocos recursos y además fui el embarazo número nueve de mi madre. Así que mis dientes finos, delgados, para mi fortuna derechitos como única ventaja; salieron malos.

A los once me sacaron una muela, a los doce otra; a los dieciséis la última. Me faltan tres piezas que he reemplazado con prótesis; además tengo tres endodoncias, dos molares parchados con porcelana, y una mordida de dientes sensibles. No puedo tomar nada ni muy dulce ni ácido ni frío porque me duelen hasta las costuras de los pares craneales.

Como siempre digo: mi dentadura es el coliseo romano.

Y ya pasé la línea de los 40 años. Y nací en tiempos de longevidad ociosa, para abdicar de toda esperanza.

Perder los dientes significa perder fuerza, juventud, capacidad de agresividad o defensa. Capacidad de asimilar triturando y tragando la vida. Ni más ni menos. Por eso son símbolos recurrentes en nuestros sueños, indicadores de debilidad o fortaleza, de renovación, de capacidad de devorar o no lo que la vida nos pone delante. Son también la posibilidad de uno de los gestos más humanos: la sonrisa.

Llega una edad en que la observación es un ejercicio de experiencia directa, en que el conocimiento de ciertos temas no viene de los datos sino de la vivencia pura. Si lo supiéramos antes… Les prometo que no es en plan de queja sino mera curiosidad científica: ¿para qué y por qué queremos vivir tanto si nuestros cuerpos no están diseñados para ello?

Recuerdo que mi abuela se sacaba la dentadura postiza y la depositaba en un vaso de agua todas las noches, ver cómo le cambiaba el rostro era perturbador y cómico. Ella disfrutaba haciendo caras con su boca desdentada. La sádica de mi abuela que vivió 98 años. Ay de mí si heredé esa longevidad insana.

Y yo no tendré nietos a los cuales aterrar. Una pena, porque sería maravilloso verlos correr despavoridos conmigo detrás gesticulando como criatura del inframundo.

Mi madre, a sus setenta y cinco, lleva también una dentadura postiza. Nunca la he visto sin dientes. No quiero verla, aunque supongo que algún día me tocará. Después de nueve embarazos las criaturas que gestó acabamos con todo en ella.

Y luego están las emociones. Mis niveles de ansiedad son serios. Pasé por paliar los ataques de pánico con ansiolíticos y cuanta cosa hasta que encontré la terapia, la escritura y la carrera como calmantes cotidianos. Pero en las noches no hay modo. Tuve bruxismo, mis dientes crujían unos contra otros y se fracturaban y debilitaban en consecuencia. Un buen día simplemente desapareció la presión y dejé de estrellarme la sonrisa.

De modo que esta calamidad agridulce (no saben cómo me río mientras escribo) me hace pensar que, como tantos otros pedazos de nosotros, los dientes son un símbolo del tiempo. Un pequeño milagro, o una hilera de milagros con una funcionalidad preciosa y una vigencia precisa. No por nada son tan valorados en todas las culturas y hasta han sido motivo de contrabando y saqueo.

Llevo dos semanas arraigada al consultorio de mi dentista, un viejo erudito, y hemos hablado tanto de estos temas que anoche soñé a mi abuela diciendo aquella cosa de los dientes, las arrugas y las canas. Mi abuela viene a conversar conmigo en sueños o a dictar línea como la tirana que era, con una sola frase; y luego yo me quedo días rumiando la conversación como una imbécil.

Hoy toda la mañana pensé que finalmente entendía no sólo esa sentencia sino también la fiera declaración que quizá alguna vez tengamos la fortuna de hacer: te amo con todos los dientes. Es decir que amamos con nuestra fuerza y nuestra agresividad. También somos ese animal, después de todo la vida es una mordida interminable, acaso por eso el vampiro hiere con unos largos y afilados caninos capaces de succionar la sangre.

En fin, pensé si no habrá una falla fundamental en la expresión “armados hasta los dientes” porque los dientes son arma en sí mismos. ¿No sería mejor decir “armados hasta con los dientes”?

Te escucho, abuela.

Vayamos con todos los dientes al amor y a la guerra, o con lo que quede de ellos. Y que la mordida sea letal.

 

 

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