Parásitos: Turbocapitalismo con Apocalipsis al fondo
Parásitos pertenece al género de lo deslumbrante. Por demolición, más que nada. Era Eisenstein el que, harto de tanto virtuosismo para revolucionarios con gafas, se dejó llevar: «No creo en el cine-ojo, creo en el cine-puño. Resquebrajar los cráneos con un cine-puño», dijo. Y, a su manera, Bong Joon-ho le toma la palabra. En realidad, el director coreano se limita a poner en fila buena parte de las obsesiones que le persiguen desde que, en 2000, estrenara Perro ladrador, poco mordedor. De nuevo, es la imposibilidad de comunicación la que guía una comedia con el alma negra. Otra vez, la sociedad dividida en dos bandos no sólo antagónicos sino condenados a la explotación, la humillación y el miedo. Y, como no podía faltar, esa extraña obsesión por las cloacas, los túneles y las vidas ocultas. La película cuenta la historia de dos familias idénticas. Eso sí, una vive en un edificio del más pulcro diseño y la otra, en un sótano hundido en el más turbio agujero.
UNA PESADILLA TAN CERTERA Y CERCANA QUE ESCUECE TANTO COMO DIVIERTE; UN SOBERBIO PUÑETAZO DIGNO DE EISENSTEIN
Y así hasta que todo se confunde y algo (no diremos qué) convierte una fábula siniestra en el más terrorífico de los relatos sobre la identidad. Por perfectamente real. El resultado es una pesadilla tan certera y cercana que escuece tanto como divierte; un soberbio puñetazo digno de Eisenstein. Sorprende la maestría de una puesta en escena siempre en el límite de lo verosímil, siempre en el sitio exacto en el que la tragedia se tropieza con la comedia; y entusiasma la facilidad para hacer daño. Pensábamos que era el capitalismo y se trataba sólo del Apocalipsis. Amén.