Dice Eugenio Trías acerca de la pasión que esta es la catapulta que genera toda verdadera creación en cualquier campo. En definitiva, la pasión se justifica a sí misma y bajo su influjo se entiende perfectamente la palabra “sujeto”, tan cara al pensamiento actual. La sujeción significa la fuerza de la historia en nosotros; la pasión es la consciencia plena de nuestra condición de agentes capaces de transformar la vida. No es casualidad que científicos, pensadores, artistas y políticos sigan adelante contra viento y marea. Puede resultar contraintuitivo y absurdo que se dé la espalda a la seguridad material, a la aceptación social, a la convivencia familiar y a la tranquilidad propia de un cotidiano sin sobresaltos a cuenta de un impulso más parecido a la adicción que a un sostenido ejercicio de la razón dirigido a un objetivo concreto. Mejor dicho, más parecido a la pasión amorosa, cuya fortuna en la literatura, el arte, el cine y la psicología ha disminuido, entre paréntesis, después de un larguísimo reinado.
Pero, al igual que la pasión amorosa, la pasión política puede convertirse en un ejercicio de la muerte, una búsqueda de superación de los límites éticos y morales, una convocatoria a la devastación. También puede ser constructiva en la medida en que su inevitable toque megalómano no nuble la razón y permita avanzar más allá de nuestra tan humana avidez de poder. Sin este toque es imposible la existencia de un político de nación, porque a quién se le ocurre que sin su concurso un país no saldrá de abajo: se padece cárcel, tortura, exilio, persecuciones y humillaciones desde la convicción de que el sufrimiento tiene sentido. ¿El poder es un apetito tan tremendo? Claro que sí. Michel Foucault no se equivoca al afirmar que el poder es inevitable en la sociedad, de lo que se trata es de disminuir en lo posible la opresión.
Desde luego, la opresión es un concepto propio de las tradiciones liberales y socialistas promotoras de la emancipación. Para los votantes de Nayib Bukele, triunfante presidente electo de El Salvador, la seguridad es mucho más vital que la democracia, asunto absolutamente comprensible en sociedades a las que el miedo ha mantenido arrodilladas. El sometimiento de los delincuentes, opresores absolutos de sus paisanos, despierta el aplauso de quienes solo aman la seguridad. ¿Bukele tiene genio político? Por supuesto, lo que pasa es que el genio y la ética liberal siempre han mantenido tensiones tremendas. El éxito de Bukele indica que América Latina puede decantarse por opciones que ofrezcan la preciada seguridad; lo mismo pasa, por cierto, en la democrática Europa occidental, aterrada con las olas migratorias. Es una mala noticia para quienes apostamos por la emancipación, pero hay que comprender más allá de juzgar, a menos que se sea una militante y no una académica.
La izquierda en su momento vio con buenos ojos la Revolución bolivariana, fascinada ante el indudable genio político de Hugo Chávez. No caí bajo el influjo del artífice de la ruina de Venezuela porque soy antimilitarista y opuesta a su tipo de liderazgo, pero entiendo al país que lo votó: sin nuestra gota de renta petrolera y sin un militar en el poder, vivimos entre 1958 y 1998 una curiosa incomodidad que no se convirtió en instituciones sólidas y bienestar perdurable. Momento perfecto para que un golpista con las gónadas bien puestas se ganara el poder. Chávez y Bukele se parecen, qué duda cabe, pero el primero jamás logró la unanimidad del segundo porque las realizaciones de su gobierno no pusieron orden en la seguridad y la economía; muy por el contrario, hundieron a Venezuela en un pantano tremendo. Si la Revolución bolivariana en lugar de causar la implosión de la economía y destruir a opositores hubiese devuelto la seguridad personal a los venezolanos, tal vez su historia sería otra; no lo fue, la revolución sigue la vieja tendencia de izquierda antiliberal y de la derecha fascistoide de coquetear con malandros y terroristas.
Los genios de la política cambian sus países, encarnan un antes y un después. No tienen que ser intelectualmente brillantes ni mucho menos informados de manera racional, aunque cuando lo son significan una ruptura formidable en el sentido positivo. El venezolano Rómulo Betancourt y el estadounidense Franklin Delano Roosevelt son buenos ejemplos; también la chilena Michelle Bachelet y la alemana Angela Merkel. No son infalibles ni perfectos, son demócratas con gran consciencia de la historia. El genio político encarna las esperanzas, generando la confianza suficiente para concederle el voto o para arrodillarse ante su poder dictatorial, verbigracia las dictaduras inacabables al estilo de la de Josef Stalin, Fidel Castro (genio entre los genios) o Francisco Franco. La inteligencia y la ética son asunto de demócratas liberales sobresalientes, los dictadores no las requieren, y pueden ser profundamente amados por su pueblo o al menos más temidos –Maquiavelo siempre vigente– que odiados.
El genio político alimentó la escritura de la historia hasta los siglos XIX y XX, más interesados en profundizar sobre su naturaleza, como lo hicieron por ejemplo Max Weber y Karl Marx, que en exaltar a los grandes nombres del pasado estilo Napoléon Bonaparte, Alejandro Magno o Gengis Khan. Pero los grandes nombres persisten, carismáticos e irresistibles hasta el punto de erigirse en objeto de culto, como está ocurriendo con Bukele, que al igual que Chávez ha adornado El Salvador con su rostro y con los colores de su partido. En un tiempo en que la política parece arrollada por el poder de la tecnología para modelar el mundo, nuestras imperfecciones y necesidades nos recuerdan que detrás de nuestra condición de humanos fundidos con la tecnología somos temerosos, débiles y desnudos, necesitados de la protección colectiva y el sentido trascendente de fundirnos todos en uno. Lástima que brillen los Bukele y los Orbán, en quienes no confío para nada, pero por algo será, y ese algo no es solo la universal y malvada conspiración del “capitalismo neoliberal” sino la incapacidad de llevar la emancipación al terreno de las realizaciones tangibles en un mundo dominado por el miedo. ~