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Pragmatismo, cinismo y derechos humanos

Nuestros tribunales transmiten el mensaje de que las violaciones graves de los derechos humanos no han de ser juzgados. Se esconde la razón jurídica para avalar la impunidad de los grandes aliados comerciales

La lucha contra la impunidad ante violaciones graves de derechos humanos acaba de experimentar en España serios reveses. Por un lado, el proyecto legislativo de recuperación de la jurisdicción universal a través de la reforma del artículo 23.4 de la Ley Orgánica del Poder Judicial (LOPJ), anunciado por la ministra de Justicia, naufragó ante la firme oposición de la Asesoría Jurídica Internacional del Ministerio de Asuntos Exteriores, marcada por la prioridad de las relaciones con China. Recordemos que ya fue sepultada en 2014 por el Gobierno de Rajoy, ante las presiones del régimen de Pekín, al haberse decretado órdenes de arresto internacional contra dirigentes del Partido Comunista Chino por la comisión de un crimen de genocidio en Tíbet. Así lo manifestó públicamente el Ministro de Exteriores de aquel entonces, García Margallo, cuando trajo a colación el 20% de la deuda pública española en manos de China como la única razón que precipitó el cambio legislativo. Pero, junto a esta frustración en el orden legislativo, hay que hacer notar una triple debacle judicial.

En efecto, más de cuatro años y medio después de la presentación por parte de los diputados socialistas del recurso de inconstitucionalidad contra la Ley Orgánica 1/2014 que derogaba de facto el artículo 23 de la LOPJ, el pleno del Tribunal Constitucional (TC) dio un sonoro carpetazo en su Sentencia de 20 de diciembre de 2018. Este fallo, que otorgó validez constitucional a la reforma legal del PP, no presagiaba nada halagüeño para los intereses de las víctimas de crímenes internacionales. La sentencia admitía sin ambigüedades que “se puede concluir sin dificultad que, tal como alegan los recurrentes, la LO 1/2014 restringe el alcance del principio de jurisdicción universal previamente regulado”. Pero descargaba toda la responsabilidad en el propio “legislador”, que es quien tiene la potestad de establecer los requisitos procesales que estime oportunos. Y todo ello haciendo abstracción de la presión ejercida por China, origen directo del cambio legislativo. Por no hablar de la supresión de la acción popular, o del desprecio absoluto a nuestras obligaciones internacionales nacidas de tratados internacionales ratificados por España, como las Convenciones de Ginebra, que obligan a los Estados firmantes a perseguir los crímenes de guerra, o el Estatuto de Roma del Tribunal Penal Internacional. El TC hace caso omiso también de las críticas desde la ONU a la reforma, tanto por el Relator Especial para la promoción de la verdad, la justicia, la reparación y las garantías de no repetición, el reputado internacionalista y expresidente de la Comisión de Derechos Humanos de la ONU, el profesor Fabián Salvioli, como por el Grupo de Trabajo sobre Desapariciones Forzadas.

Son los efectos de una política exterior que aún está plegando la alfombra de la visita del presidente chino, Xi Jinping

Especial consideración merece la participación en esta sentencia de quien, ya como fiscal general del Estado, se mostró particularmente sensible a la posición de la Embajada de EE UU en el caso Couso, y, posteriormente, como magistrado del Tribunal Supremo, fue el ponente de la sentencia que vino a denegar la casación a las víctimas tibetanas. Nos referimos al señor Conde Pumpido. En aquel veredicto, con un razonamiento que nos parece más propio de quienes enarbolan el principio de realpolitik como fatum de la política exterior y no de los criterios propios de un jurista y magistrado, ya advertía que no se pueden “desconocer los problemas en las relaciones internacionales de España que la interpretación expansiva de la Jurisdicción Universal estaba ocasionando”. Así, parecía dar el paso desde el pragmatismo hasta el cinismo cuando concluía que, si una víctima no puede buscar justicia en los tribunales españoles, deberá buscar otras alternativas más allá de nuestras fronteras: “La víctima deberá bien activar la jurisdicción en países con mejor derecho, bien instar al Estado a que actúe, en defensa de su nacional, ante el Tribunal Penal Internacional”.

Solo desde el cinismo puede resultar razonable, por ejemplo, pedir a una víctima de la represión en Tíbet o a un practicante chino de Falun Gong que acuda a Pekín para que China, que no es parte del Estatuto de Roma, denuncie el caso ante un Tribunal Penal Internacional que no reconoce. Como cinismo es la otra opción propuesta: búsquense el tribunal nacional de otro Estado, ya que aquí las puertas están ya cerradas a sus casos y de forma retroactiva, a pesar de que fueron investigados durante más de una década. Pragmatismo y cinismo parecen guiar asimismo la decisión del TC cuando admite que “ambas posibilidades son evidentemente gravosas para una víctima, y la colocan en una situación de mayor vulnerabilidad”, pero, a pesar de ello, no se puede deducir “la ausencia de seguridad jurídica, ni la introducción de un criterio de extensión de la jurisdicción extravagante, imprevisible o discriminatorio”. Pragmatismo y cinismo es poner en segundo término la razonabilidad jurídica para poder avalar la impunidad de los grandes aliados comerciales, a pesar de las abrumadoras pruebas de la comisión de los más graves crímenes internacionales.

La lectura ‘expansiva’ de la Jurisdicción Universal causa problemas a las relaciones exteriores, según el TC

Esta sentencia escribía las primeras líneas de la crónica de una impunidad anunciada. Un mes más tarde, en un segundo fallo, el TC vino a ratificar el archivo del caso Falun Gong, y hace tan sólo unos días, en un tercer veredicto, se ha hecho lo propio con el caso del genocidio tibetano, al desestimar el recurso de amparo promovido por el Comité de Apoyo al Tíbet. En este último asunto, a pesar de incluir un caso de torturas cometido contra una víctima española, Thubten Wangchen, se recurre a la treta de leguleyo de que no ostentaba esta nacionalidad en el momento de la comisión de los hechos, para fallar una decisión que le deja desprotegido y en total desamparo por nuestros tribunales.

Este triple pronunciamiento judicial repara íntegramente “el daño severo” que denunciaba el portavoz del Ministerio del Exterior de China, Hong Lei, en octubre de 2013, cuando la Audiencia Nacional decretó las órdenes de arresto internacional contra distintos líderes del Partido Comunista Chino.

Con esta tensión definitivamente resuelta ya pueden descansar en su retiro los grandes jerarcas chinos, como Li Peng, antiguo primer ministro, acusado de haber cometido genocidio contra el pueblo tibetano y responsable directo de ordenar la entrada de los tanques en la plaza de Tiananmén para masacrar la protesta estudiantil. Y mientras, sus familias atesoran cuentas millonarias en paraísos fiscales.

Todo esto sucede cuando hace unas pocas semanas las víctimas tibetanas se manifestaban en todo el mundo, recordando el 60º aniversario del 10 de marzo de 1959, cuando la brutal represión china de la reivindicación de los derechos de los tibetanos obligó al exilio al Dalai Lama y a buena parte de los rebeldes. Esta primavera se conmemora, asimismo, el 30º aniversario de la masacre estudiantil ordenada por Li Peng. También las familias de sus víctimas exigirán justicia. A unos y otros, nuestros tribunales les envían los mensajes del pragmatismo y del cinismo. ¿Es esta la protección internacional que otorgan los países que han ratificado la Convención del genocidio o de la tortura? No: son los efectos de una política exterior que aún está recogiendo la alfombra roja de la visita del presidente chino, Xi Jinping. Por si no nos hubiéramos dado cuenta, China no es Venezuela. Pero la política del pragmatismo y del cinismo no parece compatible con tomar en serio los derechos humanos. Solo con su reducción a ritual retórico.

 

 

Javier de Lucas y Jose Elías Esteve son director y secretario del Instituto de Derechos Humanos de la Universidad de Valencia (IDHUV).

 

 

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