Querido fuera, odiado en la URSS
Gorbachov no solo no entendió lo que estaba pasando, sino que tampoco tenía idea de lo que había que hacer
Cuando llegué a Moscú en diciembre de 1990, Mijaíl Gorbachov era más popular que una estrella del rock en Occidente, pero en la Unión Soviética ya no tenían muy buen concepto de él. Los rusos veían la ruina en la que se encontraba todo el país y para colmo se acababa de estrenar la primera película crítica con el sistema, que se titulaba precisamente ‘Así no se puede vivir’.
No era él el único candidato posible para haber ocupado el puesto después de la sucesión de entierros en el Politburó. Pero unos porque fueron más prepotentes, como un tal Romanov que se llevó a la boda de su hija la vajilla imperial del Hermitage, y otros por no ser rusos, como el padre del actual presidente de Azerbaiyán, el caso es que el timón cayó en sus manos y suya es la principal responsabilidad. Algunos han dicho estos años que al menos favoreció una desintegración civilizada, un aterrizaje suave, pero desgraciadamente para todos —y sobre todo para los ucranianos— los hechos confirman lo contrario.
De tractorista a líder
Nunca dudé de su buena fe, lo cual en su caso significa que creía sinceramente en los ideales comunistas y que seguramente se ha muerto sin haber entendido bien qué ha pasado en los últimos treinta o treinta y cinco años y por qué no han funcionado todas esas ideas que le enseñaron en su carrera política. Uno de sus más breves ministros de Asuntos Exteriores, Aleksandr Bessmertnij, me confesó un día que Gorbachov jamás pensó, ni en sus peores sueños, que el resultado de su gestión sería el que fue. Desde lo más abajo de la escala, un tractorista agrícola llega a ser el máximo dirigentes del país más grande del mundo y en unos pocos años lo condujo a su desintegración. A Gorbachov se le recibía en Occidente con aplausos y para los rusos de a pie lo que celebraban esas lisonjas era la postración de una superpotencia.
Para un aldeano que llegó a Moscú desde la región de Krasnoyarsk, debió de ser demasiada luz la de los focos que le recibían luego en todo el mundo. Tal vez por ello fue incapaz de darse cuenta de que el país que se le había encomendado dirigir sencillamente se estaba deshilachando políticamente aunque por otro lado es posible que en su concepción del mundo entonces no cabía la posibilidad de que la URSS dejase de existir.
Sus últimos gestos, en diciembre de 1991, resultaban ya patéticos porque a los rusos entonces solo les interesaba sobrevivir. A los rusos, los ucranianos y a todos los demás soviéticos que de la noche a la mañana dejaron de serlo. Es verdad que acabó con la parte más ofensiva del sistema de represión y que las reglas de vida se suavizaron mucho, pero teniendo en cuenta lo que ha pasado después en Moscú, por desgracia esta es una parte de su herencia que se ha difuminado en los hechos.
Tampoco fue él el culpable de los males que destruyeron la dictadura soviética o que precipitaron su autodestrucción. Lo que se le puede reprochar a Gorbachov es que no solo no entendió lo que estaba pasando sino que tampoco tenía ni idea de qué debía hacer. En una ocasión contó un chiste sobre sí mismo a un corrillo de periodistas extranjeros, para exhibir bien su ‘glasnot’, y el final era que el secretario general del partido, es decir él, «tiene 500 economistas, uno de ellos es un genio, pero no sabe cuál es». El chiste era bueno, tenía otras vertientes que no vienen al caso, e ilustra perfectamente una parte de lo que estaba pasando en el Kremlin en sus años de secretario general. Tenía asesores realmente ilusos como los que le proponían un plan para transformar en 500 días una economía planificada totalmente paralizada y convertirla por arte de magia en una dinámica economía de mercado. De todos modos, Gorbachov tampoco tuvo jamás valor para tocar cosas que estaban en el núcleo del sistema como, por ejemplo, restablecer la propiedad privada, no digamos retirar la momia de Lenin de la Plaza Roja.
Esperando el milagro
Cuando aparecía en la sala de prensa del ministerio de Exteriores o en televisión, siempre tuve la impresión de que de algún modo quería que las cosas fueran de una manera pero tomaba sistemáticamente decisiones que las tornaban de otra. Era como alguien que cree que tiene que pintar su casa de un color, pero se empeña en usar una y otra vez pintura de un color distinto, siempre esperando que se produzca un milagro y que las cosas sean como le dijeron que eran cuando estuvo en la escuela de cuadros del Partido Comunista de la URSS. Después de haber pasado por tantas dictaduras comunistas alentando las reformas debió haber entendido que el sistema comunista no se puede reformar porque al hacerlo caían una tras otra. En el caso de la URSS era aún más evidente: el sistema estaba destruido y si intentaba arreglarlo se desmoronaría. Mijaíl Gorbachov no supo hacer ni una cosa ni otra.