CorrupciónÉtica y MoralPolítica

Editorial El País: Inquisidores inquiridos

No les falta razón al secretario general de Podemos, Pablo Iglesias, y a su portavoz, Irene Montero, cuando lamentan el grado de exposición pública que ha sufrido su vida privada a costa de la compra de una vivienda particular. Los políticos, aunque sometidos a un grado de escrutinio público excepcional en razón de su función de representación, deben preservar su derecho a la privacidad. Aceptar lo contrario llevaría a que ningún ciudadano quisiera dedicarse a la política, que es una actividad noble y necesaria en una sociedad democrática.

Pero antes que reclamar ese derecho exclusivamente para sí mismos, tanto Iglesias como Montero debieran haberlo extendido a los demás políticos cuyos escraches públicos justificaron en razón de lo que a ellos les parecían entonces conductas indignas, poco ejemplares o, directamente, “mafiosas”, como en el caso del penoso episodio del “tramabús” o las innumerables diatribas contra la “casta”.

Si de algo ha presumido Iglesias ha sido de haber cambiado las reglas del juego de la política tradicional. Siendo ellos los que han situado el lema “lo personal también es político” en el centro de la discusión pública, no pueden extrañarse ahora de que sus decisiones inmobiliarias e hipotecarias, tan evidentemente contradictorias con su discurso anterior y con las aspiraciones que dicen representar, hayan generado una intensa polémica e, incluso, cuestionamiento entre sus propias bases.

Confirmando que ni Iglesias ni Montero son tan distintos de aquellos por encima de los cuales se han querido situar en estos años, su reacción ha sido tan lenta como torpe. Porque en lugar de asumir su conducta y defenderla de las críticas o reconocer el error cometido y rectificar, han lanzado a su organización a denunciar los intentos del poder de querer destruirlos o de los medios de comunicación de aplicar dobles raseros con sus vidas privadas con respecto a otros.

Y comoquiera que los intentos de ampararse en cacerías políticas o mediáticas no parecen haber funcionado, han optado por una solución insólita: lanzar un órdago a las bases de su partido para que refrenden su proceder o acepten, no ya su rectificación, sino el abandono de sus cargos directivos y la renuncia a sus actas de diputados. Con ello, lejos de resolver los dilemas éticos que su conducta plantea, los agudizan pretendiendo convertir sus decisiones privadas en estándar ético de obligada aceptación por sus militantes.

De dicha decisión no es solo denunciable el insoportable cesarismo que trasluce sino lo incomprensible que resulta que en un momento clave para la vida política de este país, con una crisis de Estado abierta en Cataluña, los líderes de la tercera fuerza política en el Parlamento decidan someter a los miembros de su formación política a la inestabilidad derivada de un absurdo proceso de refrendo público de sus conductas privadas. Si algo prueba la organización de dicha consulta es la falta completa de límites del hiperliderazgo de Iglesias dentro de Podemos.

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