Ricardo Bada: Ernesto Feria Jaldón (* 17.2.1922)
Sabemos por los astrónomos que hay estrellas que se apagaron, pero al hallarse a muchos años–luz de la Tierra las seguimos viendo brillar en nuestro cielo nocturno, y seguirán brillando cuando nos muramos, y hasta cuando mueran nuestros hijos y aún los hijos de nuestros hijos. Hay personas que son como esas estrellas.
A lo largo del camino de mi vida he conocido algunas de esas personas, cuya luz me sigue guiando y poniendo alegría y nostalgia en mis recuerdos. Una de esas personas fue el doctor Ernesto Feria Jaldón, de quien en estos días se celebra el centenario de su nacimiento, que no alcanzó a cumplir porque se nos fue a los 71 años de su edad, en 1993, cuando ya jubilado podía dedicarle el tiempo que quisiera, y era mucho, a una de sus pasiones mayores: leer, pensar en lo leído y escribir lo pensado. Y en su escritura se sentía de inmediato que aquello había sido pensado antes de estar escrito.
Ernesto era médico, rural por más señas. Nació en Villanueva de los Castillejos, un pueblito del Andévalo, la región de Huelva frontera con el Algarve. Ejerció su profesión en varios pueblos hasta que consiguió hacerse con la plaza libre de su Villanueva natal, adonde se fue a vivir con su prole y sus libros, y su mesa escritorio, sobre la cual pergeñó a mano y a máquina miles de cuartillas sobre los temas que le acuciaban.
Podría decirse, sin exagerar, que practicó en un pueblito perdido en la serranía andaluza una labor de pensamiento y elucubración que no cedía en nada a la que por entonces se dedicaban en la Sorbona, Cambridge o Berkeley. Ahí están para demostrarlo sus estudios sobre Baudelaire, Kafka y Juan Ramón Jiménez, su Crítica de la razón tecnológica, paradigmas de un pensamiento independiente y luminoso.
Nos conocimos y nos hicimos amigos en 1967, a poco de haber terminado mi aventura argentina. Luego, cuando volví de manera definitiva a Alemania, seguimos comunicándonos por cartas, que yo siempre encaminaba a un lugar rebautizado por mí como Villeneuf des Petites Châteaux, en Espagne. Ninguna de ellas se perdió, en un tiempo en que no existían los códigos postales. Lo considero toda una hazaña de los Correos españoles.
Una vez, siendo ya nuestra amistad lo bastante arraigada y tan seria y sincera como para permitírmelo, le advertí que trabajando como él lo hacía, en modo cangrejo ermitaño, y lejos de los centros del pensamiento científico, corría el riesgo de descubrir el Mediterráneo. Me señaló que no sabría decir quién, si Lacan o él, había leído más de los temas que les interesaban a los dos. Y que, por lo demás, ¿no era algo hermoso per se lo de descubrir el Mediterráneo? Fue la última lección que me dio.